martes, 22 de septiembre de 2015
CAPITULO 6 (primera parte)
La incredulidad luchó con la furia en el intestino de Pedro.
Tahoe Pines había sido su equipo de bomberos HotShot durante quince años, y después de ver a Cristian salir en una ambulancia, estos chicos necesitaban desesperadamente su liderazgo.
La mayor parte de sus hombres habían estado luchando contra el fuego el tiempo suficiente para comprender los riesgos. Lesiones, y la muerte, iban de la mano con la lucha contra los incendios forestales. Cada bombero HotShot sabía cómo blindar sus emociones el tiempo suficiente para apagar el fuego; siempre, a veces, aun si hubiera perdido a un amigo cercano o un compañero con quien se hubiese unido. Pero a veces era más difícil ver a un hombre vivo arder de lo que era llorar a uno muerto.
Cualquiera de ellos podría haber sido capturado en la montaña esta mañana sin lugar adonde correr, rodeados por el fuego.
Un fuego que esta mujer creía que él había empezado.
El mismo fuego que él pensaba que Jose podría haber comenzado. Y si había sido Jose, incluso si hubiera sucedido cuando él había desaparecido en una de sus nieblas cerebrales y no tenía idea lo que estaba haciendo, una vez que había heridos, o, Dios no lo permita, muertos, él estaría en un infierno de problemas. Jose no era lo suficientemente fuerte como para resistir semanas o meses de interrogatorio, multas o incluso penas de prisión.
La resolución de Pedro se endureció. Tenía que proteger a Jose no importa qué. Incluso si eso significaba tomar el calor él mismo.
Sus puños estaban apretados sobre la pared detrás de la cabeza de Paula, mientras se obligaba a alejarse. Mientras que el Superintendente McCurdy estaba sentado en su cómodo despacho con aire acondicionado en la sede del Servicio Forestal, una hermosa mujer se enfrentaba a Pedro, y era una mensajera de la fatalidad que lucía un centenar de veces más caliente de lo que recordaba.
Lo cuál era decir mucho, teniendo en cuenta lo bien que ella había lucido seis meses atrás.
Infiernos sí, recordaba esa tarde en el bar de Eduardo muy bien. Demasiado bien. En su línea de trabajo, las novias venían y se iban, pero ninguna de las mujeres con las que había estado había quedado en su cerebro como ella.
Ahora, aquí estaba, de regreso en su vida, de nuevo salida de la nada.
Sin lugar a dudas, salir de la nada era su modus operandi.
Pero esta vez ella no estaba aferrándose a su camisa, no estaba buceando sobre él, no estaba atascando su lengua hasta su garganta.
Esta vez lo estaba acusando de incendiario. Y ella quería ponerlo en el banco mientras un incendio forestal causaba estragos.
Pero no había manera de que él pudiera dejar que eso sucediera. Tenía que estar allí afuera vigilando a su equipo.
Lo que significaba volver a salir a la montaña en pleno apogeo, blandiendo su motosierra y su Pulaski7 en la densa maleza en una hora.
—Mira, sé que es tu trabajo localizar incendiarios. El Servicio Forestal te ha enviado aquí para investigar. Lo entiendo. Pero tú y yo sabemos que no encendí ese fuego. Y tengo que volver allí para apagarlo. Entonces, ¿por qué no vas en búsqueda del verdadero pirómano y me dejas volver a mi trabajo?
—Me temo que eso no es posible, señor Alfonso.
La expresión de Paula se mantuvo neutral. Ella no estaba enojada. O nerviosa. En cambio, parecía fría. Frígida, incluso.
Ella tenía todas las mismas curvas en todos los mismos lugares, pero desde luego no era la mujer salvaje que había conocido en el bar de su amigo. En todo caso, estaba parada allí, sus pechos llenos y el dulce culo delineado a la perfección en su maldito traje, despreciándolo por estar en el lugar equivocado en el momento equivocado y clavándolo de incendiario sospechoso en un incendio que casi había matado a uno de sus hombres.
Ella sacó un archivo de su maletín. Rápidamente volteando a través de las páginas, le entregó una hoja de papel.
Sus días fuera de la autoridad y salirse con la suya habían ido y venido desde hace mucho tiempo, por lo que agarró la página y la leyó. No tomó mucho tiempo buscar las palabras que eran tan buenas como una sentencia de muerte: si ignoraba las órdenes de suspensión para permanecer fuera de la montaña, se le prohibiría trabajar con el Servicio Forestal en cualquier capacidad, incluso en una oficina de la ciudad, para siempre: firmaba su amigo Superintendente McCurdy, Tahoe Basin del Servicio Forestal.
Estaba a punto de arrugar el papel y tirarlo en una papelera en la esquina cuando se dio cuenta de por qué el nombre de Paula le resultaba tan familiar. No porque ella se hubiera presentado a él en el bar antes de envolver sus piernas alrededor de su cintura, sino porque ella había sido coautora del informe del FBI sobre bomberos pirómanos.
Su equipo había jugado a los dardos con este hasta que las páginas se hicieron trizas.
—No es sólo conmigo, ¿verdad? Tienes algo en contra de los bomberos, ¿no?
—¿Cómo dices?
—Eres una excelente escritora —dijo, a la espera de que la conexión apareciera.
Sus labios se curvaron hacia arriba, pero ella no estaba sonriendo. Se sorprendió de no ver escarcha formándose sobre la superficie de su piel.
—Asumo que te estás refiriendo al informe del FBI al que he contribuido.
—Infiernos, cariño… —ella se estremeció ante el cariño— …toma el crédito donde se merece. Tú escribiste esa pequeña belleza, de principio a fin. Dime, además de una tarde en un bar, ¿qué hizo un bombero alguna vez para dañarte?
Su boca se apretó y aplanó.
—Mi padre era un bombero. También lo fue mí…
Ella se interrumpió bruscamente y él notó su extraño comportamiento. ¿Qué no le estaba diciendo?
—Tengo un infinito respeto por los bomberos —dijo finalmente.
—De seguro tienes una forma divertida de demostrarlo.
Ella entrecerró los ojos, la ira comenzaba a disipar su núcleo helado.
—Crecí rodeada por bomberos. Ellos fueron algunos de los mejores hombres que he conocido. ¿Cómo te atreves a acusarme de ser enviada a perseguirlos?
Sus palabras sonaron con sinceridad, pero él no estaba de humor para dar marcha atrás. No dado que ella había se había cruzado entre él y un incendio forestal, con montones de mierda burocrática.
—¿Entonces por qué diablos escribiste ese informe?
—No me diga que nunca ha llegado a un bombero al que le gustaba jugar con fuego, señor Alfonso. Cualquiera que haya trabajado en el Servicio de Bomberos conoce a alguien que tuvo un problema entusiasmándose con el fuego por las razones equivocadas.
Él inmediatamente pensó en Jose y su pecho se apretó.
¿Qué demonios iba a hacer si Jose era realmente culpable?
Pedro no estaba familiarizado con el sabor amargo del miedo y seguro como el infierno que no le gustaba tragárselo. Una cosa era segura: Si la Sra. Investigadora de Bomberos HotShot iba a seguir empujándolo esperaba que ella estuviera preparada para que él devolviera el empujón.
—Dime una cosa, ¿alguna vez un investigador acusó a tu padre de incendiario?
El dolor se registró en sus ojos, en las pequeñas líneas alrededor de su boca, y él supo que había golpeado por debajo del cinturón, pero él estaba luchando por su vida, por sus compañeros bomberos, por Jose.
Haría lo que fuera necesario para mantenerlos a todos a salvo.
—No —ella tragó duro— Nunca. Mi padre fue un héroe.
—Mi punto exactamente —dijo él, invadiendo su espacio personal, una vez más. Él se acercó lo suficiente para ver que su piel teñida de oliva era aún impecable y que sus pómulos estaban más pronunciados de lo que recordaba.
Algo tiró de él, un sentido recordó que ella no había estado así hace seis meses, pero por otra parte, él no había estado exactamente estudiándola a distancia. Había estado frotando sus labios contra los suyos, mientras agarraba su culo con las dos manos.
—Los bomberos HotShot no encienden incendios que matan a sus propios hombres. Llama a McCurdy y dile que retire mi suspensión.
—Si quiere una plegaria para limpiar su nombre, Sr. Alfonso, le sugiero que deje de emitir órdenes ridículas y coopere con mi investigación.
A pesar de que estaba lo suficientemente cerca como para lamerla, su voz se mantuvo estable, irritantemente calma dado todo lo que acababa de lanzar hacia ella. Una parte de él no podía dejar de admirar a una mujer tan fuerte, a pesar de que le tenía las bolas en un férreo control. Ella ni siquiera había intentado alejarse de él. Según su experiencia, era una mujer rara la que no huía de la confrontación.
—Tú y yo sabemos que no hay nada que investigar —dijo de nuevo. Ella era un hueso duro de roer, pero él era un perro con un hueso, uno al que él no iba a renunciar en cualquier momento pronto—. Tú viste lo que pasó con Cristian. Tengo que volver al incendio para asegurar que el resto de mis hombres salgan en una sola pieza.
Tenía la boca apretada cuando agarró su maletín de la mesa.
—Una vez más, estoy muy apenada por el accidente de hoy. Pero esta suspensión se mantiene. Y te aconsejo cumplir con las instrucciones del Superintendente McCurdy.
Quince años luchando contra el fuego le habían enseñado a volver a calcular su plan de ataque cada vez que las llamas tomaban una nueva dirección. Era el momento de hacer eso mismo con Paula.
—¿Tu jefe ya sabe sobre nosotros?
Sus ojos se estrecharon.
—No hay nada que saber.
—¿Estás segura de eso? —Jugando su corazonada de que ella no había olvidado la forma en que había respondido a su boca sobre sus pechos, sus dedos en sus bragas, él dijo—: Ese día en el bar, nunca tuve la oportunidad de decirte lo bonita que eras.
Ella sostuvo su maletín delante de su cuerpo como un escudo.
—No estoy interesada en hablar de ese día. Nuestro encuentro anterior no tiene nada que ver con esta situación. Nada en absoluto.
Dejó que su mirada vagara por su cuerpo de una manera pausada.
—La forma en que te estiraste a través de la barra y me agarraste fue algo salido directamente de las fantasías de cada tipo. Sobre todo cuando la chica luce como tú. Cuando ella responde así.
—Señor Alfonso—dijo ella, con tono frágil y, finalmente, enojada—: Yo estoy mucho más allá del punto de seguirle la corriente. Me pondré en contacto de nuevo para una entrevista personal. Hasta entonces le aconsejo que se mantenga alejado del fuego y no moleste a mi jefe. Él sabrá lo que usted está tratando de hacer —ella abrió su postura—. Puedo garantizarle que él no me sacará de este caso. Algo que sucedió hace seis meses no va a cambiar mi metodología o mi evaluación de la delincuencia.
Un golpe sonó y la voz de Gabriel penetró la gruesa puerta de metal resistente al fuego.
—Pedro, tenemos más problemas en la montaña.
Después de diez años juntos en la línea de fuego, Gabriel sabía que el viaje anterior de Pedro a la sala de emergencia no significaba nada y que, siempre y cuando Pedro pudiera caminar y usar sus manos, nada lo mantendría alejado de un incendio.
Nada excepto un investigador de incendios entregándole sus papeles de suspensión temporal, por cortesía del número uno en el Servicio Forestal.
Pedro abrió la puerta de un tirón y Gabriel lanzó una mirada de disculpa a Paula.
—Perdón por interrumpir la reunión.
No tenía sentido perder el tiempo en cortesías. Si Gabriel sabía por qué Paula estaba realmente allí, no se tomaría la molestia de ser amable.
—¿Qué está pasando? —preguntó Pedro.
—Los vientos han cambiado y el fuego se dirige en línea recta hacia el desarrollo de nuevas viviendas en la cresta suroeste.
Pedro maldijo. Era justo el tipo de malas noticias que no necesitaba en estos momentos. Si el fuego tomaba un barrio de casas de millones de dólares, las compañías de seguros pagarían la cuenta. Sin embargo, los Bomberos HotShot de Tahoe Pines cargarían con la culpa.
Rápidamente dio sus instrucciones.
—Llama a varios equipos urbanos para mojar los tejados y corta las líneas de fuego en la superficie circundante bordeando las propiedades.
—¿Vas a tomar la montaña o el desarrollo de viviendas? —preguntó Gabriel.
—Ninguno —dijo Pedro, lanzando la enorme e inesperada bomba sobre su jefe de escuadra—. Estoy fuera por ahora.
—¿Qué demonios?
—Apagué un par de fogatas de campamentos al azar en Desolation la semana pasada y algunos excursionistas me reportaron al guardabosque. Además, alguien dijo mi nombre en la línea de denuncia y ahora los mandamases del Servicio Forestal creen que encendí este fuego. Estoy en suspensión hasta que encuentren al verdadero pirómano.
Gabriel se pasó la mano por la cara y cuando volvió a mirar a Pedro, era como si hubiera envejecido una década.
—No puedo creer esto. ¿Eres un maldito héroe y ellos están tratando de clavar esto sobre ti?
—Se ve bien en papel. Estoy seguro de que ella estaría feliz de poder decirte más —pero cuando se volvió hacia la habitación, Paula se había ido—. Mierda.
Tenía que concedérselo, además de ser valiente, era astuta.
Y rápida. A este ritmo, ella tendría la soga alrededor de su cuello al caer la noche.
—Todavía no puedo creer esto —repitió Gabriel.
Pedro necesitaba salir de la estación y seguir a Paula. Si él fuera ella, el primer lugar al que iría a hacer preguntas era a la cabaña de Jose. Después de todo, el hombre lo había acogido en su adolescencia por razones no especificadas.
Ella no era tonta, sabía que había una historia allí.
Sólo tres personas en Lago Tahoe conocían la verdadera historia de Pedro: Jose; su hijo, Dennis; y Pedro mismo.
Si Jose estuviera bien, no había manera en el infierno que diera los secretos de Pedro. Pero si la mente de Jose vagaba en la oscuridad, incluso durante sesenta segundos, daño irreparable podría hacerse.
Pedro rápidamente tranquilizó al jefe de escuadrón.
—Tienes esto bajo control, Gabriel. No me necesitas ahí. Pon a Samuel en el punto de anclaje con las radios. Toma la mitad del equipo para las casas, cava una amplia línea a lo largo de la frontera de tierra salvaje, y mantén los techos y jardines húmedos.
No esperó la respuesta de Gabriel. Su jefe de escuadrón y experimentado equipo lidiarían con el fuego. Tenía una fe esencial en ellos.
Era Paula Chaves de quien no se fiaba
7 Pulaski es mundialmente reconocido como el inventor de la herramienta Pulaski. empleada en incendios forestales, que se caracteriza por contar en su cabeza con un hacha para corte y una azada para cavar o remover tierra.
CAPITULO 5 (primera parte)
Pedro volvió a ponerse sus pantalones resistentes al fuego y salió de la sala de examen del hospital. Había tratado con la Dra. Caldwell y su equipo quirúrgico en el Hospital General de Tahoe innumerables veces en los últimos años. Por lo general, era una tipa honesta con buen sentido. Hoy, había sido un dolor en el culo, desperdiciando tiempo que él no tenía en busca de signos de conmoción, diciéndole que “lo tome con calma” y descanse un poco.
Él no iba a descansar un solo segundo hasta que apagase el fuego que casi se había comido a su amigo para el almuerzo. El olor a carne quemada y el sonido del crudo y torturado grito de Cristian cuando el fuego se estrelló contra él se reproducían una y otra vez en su mente.
Como si eso no fuera suficiente, él temía que alguien a quien amaba y respetaba fuera responsable de encender el fuego.
El conductor de una ambulancia lo llevó a donde tenía que ir: la cabaña de Jose sobre el borde del Desolation Wilderness.
Pedro recordaba esconderse por el camino privado cuando era un adolescente lleno de ira, tan seguro de que viviría para siempre, que había arriesgado su vida en cientos de formas diferentes por una estúpida, y al parecer importante razón tras otra. No conocía lo que era realmente importante.
No hasta que Jose se lo había mostrado.
Jose Kellerman había arrancado a Pedro de una adolescencia en picada a petición de su madre después de que él había caído en malas compañías. Fue solo el ruego de su madre a su ex novio, un experimentado bombero HotShot, por ayuda lo que lo salvó. Jose era el mejor de los bomberos forestales que alguna vez existió. Sin duda alguna, Pedro nunca había conocido a nadie que pudiera igualar la intensidad de su mentor. Su pasión.
Ahora llamó, luego abrió, la puerta delantera desbloqueada.
Él había pasado de ser un adolescente fuera de control y confundido a un hombre en esta cabaña de madera bajo los pinos. Cada año, los árboles eran más altos y todos los años él apreciaba aún más lo mucho que Jose había hecho por él.
Jose no sólo le había salvado de la vida punk, sino que le había dado un futuro.
La abovedada sala de estar olía a rancio y la cocina olía a carne podrida. Tan pronto como este fuego estuviese terminado él tenía que regresar directamente aquí y hacer algo de limpieza. Jose necesitaba urgentemente una señora de limpieza habitual, pero Pedro no había descubierto cómo forzar una en el duro anciano todavía.
Él estaba abriendo las cortinas y ventanas para ventilar la cabaña cuando Jose entró desde atrás.
—Yo pensé que olía a un incendio forestal.
Pedro notó la arrugada y manchada ropa de Jose. Tenía que haber alguien a quien pudiera llamar para que pase por aquí y por lo menos ayude con la lavandería.
—Podríamos haberte utilizado ahí afuera hoy.
Jose se metió a través de pilas de periódicos y latas de refrescos vacías y sacó un par de Coca-Colas de la nevera.
Arrojó una hacia Pedro.
—De ninguna manera. Sería más estorbo que un novato —se sentó en su La-Z-Boy6 de pana rayada—. ¿Todo el mundo salió bien?
Pedro estuvo en guerra contra sí mismo por un largo momento. No quería mentirle a Jose, pero ¿cuánto de la verdad podía manejar en su estado? Finalmente, decidió que lo mejor era ser tan directo con Jose como pudiese. Su mentor tenía una increíble nariz para la mentira.
—Samuel, Cristian, y yo nos vimos envueltos en una explosión.
Jose frunció el ceño.
—¿Cómo diablos te dejaste llevar a la cima del fuego?
—Honestamente —admitió Pedro— no lo sé. Pero son mis hombres. Debería haberlos sacado antes.
—No te culpes, muchacho. Podría haberle pasado a cualquiera. Demonios, me pasó una vez. Wyoming, en el 74. Un infierno de fuego. Los vientos cambiaron, un rayo cayó, y todo se convirtió en humo. Casi nos jodimos a nosotros mismos corriendo hacia arriba de la montaña —los ojos de Jose se desenfocaron por un momento, pero afortunadamente su mirada era clara y directa cuando volvió a hablar—. Lo único que importa es que todos ustedes todavía están vivos.
Pedro sabía que Jose estaba en lo cierto. Pero él se enorgullecía de la tasa extremadamente baja de lesiones de su equipo y odiaba ver a uno de sus hombres con dolor.
—Cristian está en el hospital. Sus manos y brazos están destrozados.
Jose no vaciló.
—Las quemaduras cicatrizan.
Pedro apreciaba la charla, pero eso no era por lo que estaba allí. Ya era hora de que tuvieran una conversación seria. Una que ya no podía evitar.
Se levantó y abrió la puerta de atrás.
—Vamos afuera por un minuto. Tenemos que hablar.
Asombrado, Jose lo siguió a la terraza trasera que habían construido juntos cinco veranos atrás. Había sido un buen proyecto sudoroso, lleno de negras y pequeñas caídas y una docena de viajes a la ferretería por clavos adicionales, y perfectas y tiras de madera roja sin vetas. Miles de barbacoas y reuniones de bomberos se habían hecho en esta terraza. Pedro recordaba estar de pie contra la
barandilla justo unos pocos meses atrás, bebiendo una cerveza y pensando en la chica del bar, si alguna vez volvería a verla.
La voz de Jose irrumpió en sus recuerdos.
—Ahora sé cómo te sentías cuando tenías diecisiete años y yo estaba sobre tu culo todo el tiempo, preguntándote con qué iba a caer sobre ti la próxima vez.
Nunca habían hablado de ese difícil primer año cuando Pedro estaba rompiendo todas las reglas. Pedro nunca le había dicho a Jose lo mucho que apreciaba todo lo que había hecho por él. Suponía que Jose ya lo sabía.
—Hiciste lo que tenías que hacer —uno de los lados de la boca de Pedro se inclinó hacia arriba al recordar las duras lecciones de Jose—. Aunque yo estaba muy enojado contigo esa noche que me esposaste al asta de la bandera. Casi lo saco de la tierra, ya sabes. Tienes suerte de que no lo hice. Tenía visiones de golpear tu cabeza con ello.
Jose sonrió antes de decir:
—Siempre me preocupó que fueras a terminar odiándome.
Pero Pedro nunca había tenido miedo de Jose. Ni siquiera cuando las cosas se habían vuelto físicas, cuando su conducta fuera de control había obligado a Pedro a pasar a través de todas las opciones disponibles, incluso poniéndole esposas.
—Mejor que acabar muerto o pudriéndose en la cárcel —dijo Pedro.
Lo cual lo trajo de vuelta a la razón de su visita. Pedro niveló una mirada hacia el hombre que había sido mejor padre que el de su propia sangre. Era el momento de escupirlo.
—¿Estás subiendo a las montañas, Jose?
—¿Qué me estás preguntando con eso? Sabes que hago caminatas
Jose no estaba bien y Pedro no quería disparar cualquier cosa que lo pusiera peor. Pero tenía que hacer al menos la pregunta. La grande.
—¿Estás iniciando incendios?
La sorpresa, luego la ira, cruzó por el rostro de Jose.
—Por supuesto que no.
—¿Estás seguro?
—Infiernos, muchacho, ¿piensas que no sé lo que estoy haciendo? ¿A dónde voy?
Pedro apretó su mandíbula. Él no quería menospreciar a Jose, no quería que pensara que era menos hombre porque la edad está tomando su peaje. Pero sí, eso era exactamente lo que pensaba.
Durante el año pasado, Jose había estado más lento y olvidaba las cosas. Un montón de cosas. Como qué año era, y si es que había tomado una ducha o comido durante varios días consecutivos o no.
Pedro había intentado hablar con el hijo de Jose, Dennis, al respecto. Pero Dennis y Jose tenían sus problemas, y Dennis no había parecido querer hacer frente a la situación en absoluto.
Después de todo lo que Jose había hecho por él, Pedro no quería acusar a su mentor, si su conducta era simplemente síntomas menores de la edad. Jose todavía estaba activo, todavía disfrutaba de subir a Desolation por los caminos detrás de su cabaña para ir a excursiones de un día.
Caminatas que Pedro temía se estaban convirtiendo en un gran problema.
Solo esta misma semana, él había encontrado dos hogueras ardientes a lo largo de los senderos con puntos de entrada en el patio trasero de Jose. Sabiendo de su deterioro mental, no era imposible que él estuviera encendiendo, y olvidando, dichos incendios.
Y ahora Cristian estaba en el hospital, inconsciente, a punto de someterse a injertos de piel infernales. Si los nervios de sus manos estaban fritos, las probabilidades eran que nunca combatiría el fuego de nuevo.
Pedro no podía imaginar otra vida. Quién sabía cómo trataría Cristian su lesión, cuando volviese en sí. Era impensable.
Las lesiones de Cristian lo llevaron al punto de partida con Jose. De alguna manera, tenía que caminar por la fina línea entre el respeto al hombre que le había dado tanto amor y hacer frente a sus problemas.
Pedro, simplemente no podía ignorar más la situación, no cuando tantas vidas estaban en juego.
—Sé que no te gusta hablar acerca de cómo te has sentido últimamente —comenzó él, y Jose se apartó de la barandilla, tan terco ahora como siempre había sido.
No es de extrañar que él y su hijo, Dennis, siempre chocaran cabezas.
—No hay nada de qué hablar —insistió Jose.
Pedro intentó razonar con él.
—Estás demasiado cerca del fuego. Te quiero fuera de peligro. Te compre un pasaje a Hawaii. Te llevaré al aeropuerto. Te irás esta noche.
—Yo no voy a ninguna parte. Si hay un incendio forestal ardiendo en mi patio trasero, tengo que quedarme justo aquí en caso de que necesiten mi ayuda. Nunca me he corrido de un incendio y sólo porque tengo unos pocos pelos grises en mi cabeza, no voy a empezar ahora.
—Diablos, Jose. Si quieres ayudarme, te subirás a un maldito avión. No puedo estar preocupándome por ti. Tengo que conseguirte un lugar seguro.
—¿De qué estás tan preocupado?
Me preocupa que estés yendo de excursión y encendiendo hogueras, entonces vuelvas a casa y olvides todo acerca de estas; estaba en la punta de la lengua de Pedro. Pero no podía decirlo.
Maldita sea, deseaba que pudiera lanzar al hombre por encima de su hombro y llevarlo a la seguridad. Pero no podía tratarlo como a un inválido. No sería correcto, no cuando esto podía destruir lo que quedaba de la fuerza de Jose.
Pedro aceptó a regañadientes que iba a tener que trabajar en Jose un poco a la vez. Conseguir que se acostumbrara a la idea de ir a un lugar seguro.
Lo que también significaba que tendría que trabajar horas extras para asegurarse de que Jose no encendiera accidentalmente ningún nuevo incendio en los próximos días.
La situación apestaba. Gran momento.
—Piensa en mí oferta. Un par de semanas en la playa. Chicas guapas en bikini. Bebidas con sabor a fruta.
—Suena como el noveno círculo del infierno —dijo Jose, un viejo terco hasta las uñas de los pies.
Pedro no pudo evitar una sonrisa. Seguro que lo hacía.
Aplastó la lata de aluminio vacía en su mano.
—Tengo que regresar.
El corto pelo gris de Jose estaba pegado hacia arriba y su rostro estaba lleno de marcas irregulares de rastrojos.
—Ven a cenar en tu próximo día libre. Y mantente al margen de cualquier otra explosión.
—Lo haré.
Pedro agarró las llaves de la camioneta de repuesto de Jose. Era hora de regresar a la estación. Los bomberos HotShot de Tahoe Pines tenían una madre de incendio que apagar.
*****
Aflojando sus nudillos blancos del volante, se detuvo en el estacionamiento de su hotel. Cal Fire la había enviado a Lago Tahoe a investigar el incendio de Desolation Wilderness. Era el momento de obtener el control y enfoque de toda su atención en el caso actual.
Sólo que, ahora que sabía que su principal sospechoso y el camarero de hace seis meses atrás eran uno y el mismo, ¿cómo podría separar las dos circunstancias?
Pedro Alfonso siempre estaría inexorablemente ligado a la muerte de Antonio, simplemente porque ella había cometido el error de tratar de aliviar su dolor con sus besos. Y si resultaba que Pedro era realmente culpable del incendio intencional, ella no sabía cómo sería capaz de vivir consigo misma por tontear con un incendiario.
Se registró en su habitación y se bañó para quitarse el humo y la suciedad, luego sacó su traje de poder de su maleta.
Tenía que parecer feroz y sentirse aún más feroz. Ella estaba a la caza de un pirómano, no para ganar un concurso de belleza, pero había un innegable poder en parecerlo.
La primera vez que conoció a Pedro, ella no le había dado un segundo pensamiento a cómo se había visto. Esta vez sería diferente. Ella se prepararía para él, usando lápiz labial, colorete y rímel como una moderna armadura para protegerse de su buena apariencia.
Estaba más delgada ahora de lo que había estado hace seis meses, su apetito nunca había regresado a su fuerza total. A veces, cuando se miraba al espejo, se sorprendía al ver sus pómulos alzados en completo relieve, los lugares un poco huecos por encima de su mandíbula. ¿Pedro notaría que había menos de ella ahora?
Detuvo sus fríos pensamientos errantes. ¿Cuáles eran las probabilidades de que Pedro siquiera la reconociera? Probablemente vio más culo que jeans. Los quince minutos que habían compartido, mientras ella se retorcía sin poder hacer nada en contra de sus largos dedos, Dios la ayude, probablemente no eran más que un mini-bache en su pantalla de radar sexual. Mientras que él había estado tan caliente, tan bueno; ella había sido incapaz de olvidarse de él, sobre todo por la noche, en sus sueños.
Después de verificar por teléfono que el hospital le había dado de alta, entró en la estación de bomberos HotShot, sus tacones golpeando tan rápido en el piso de cemento como su corazón lo hacía en su pecho.
Veinte pares de ojos, todos hombres, notó, se volvieron hacia ella. No eran estúpidos. Olían una investigación.
Ella apoyó su maletín en la parte superior de una mesa.
—Soy Paula Chaves y estoy trabajando con el Servicio Forestal sobre el incendio de Desolation Wilderness.
Pedro tenía una masa de mapas desparramada delante de él. Ella centró su atención exclusivamente en su sospechoso.
—Señor Alfonso, ¿podría darme un momento para hablar?
Él no dijo nada, sólo apoyó su pluma y se puso de pie. Ella esperó que lo traicionara algún tipo de reconocimiento, pero sus movimientos eran fáciles, sorprendentemente seguros; sobre todo teniendo en cuenta lo cerca que había estado de la muerte esa mañana. Era evidente que un talud vertical en el fuego no hacía nada en Pedro Alfonso.
Su expresión era completamente impersonal. Ella debería haber estado feliz de que él no pareciera reconocerla como la loca que le había saltado encima en el bar. Pero ella no lo estaba. Debido a que la mujer dentro suyo quería ser recordada.
Qué triste era ser tan fácilmente olvidada.
Y qué patético era que le importara.
Una vez más, se sacó a sí misma de ello. Suponía que había un momento y un lugar para reflexionar sobre los hombres.
Pero no aquí. No mientras el fuego estaba en su apogeo.
Se aclaró la garganta, mirando hacia la multitud de bomberos observando todos sus movimientos. Cada uno de ellos era más guapo que el otro. Piel dorada. Pelo muy corto.
Físicos increíbles.
Y sin embargo, Pedro era tan sorprendente que se quedó sin aliento.
¿Qué estaba mal con ella? Él era un posible pirómano y allí estaba ella caliente por el hombre.
Despejando sus errantes pensamientos, preguntó:
—¿Hay algún lugar donde podríamos hablar en privado?
—Gabriel —le dijo él al hombre de pelo gris que había visto en la montaña— sigue mapeando las rutas, ¿puedes? Estaré de vuelta en un momento.
Ella siguió a Pedro a una oficina pequeña y sin ventanas, pensando que nunca había visto a un hombre llevar unos jeans y una camiseta mejor, antes de que pudiera empujar lejos el pensamiento inadecuado.
Sensaciones hace tiempo enterradas se apresuraron a regresar a ella. La sensación de sus labios sobre sus pechos, el roce y deslizamiento de sus dedos sobre su piel sensible. Él había tenido la misma sombra de barba de la tarde hace seis meses. Sus mejillas por días habían estado rojas con quemaduras debido a sus besos.
Ella tomó una respiración profunda. Había intentado no pensar en ese día. La ardiente sesión de hacerlo de pie con un desconocido en un bar había sido una aberración inducida por el dolor, nada más.
Pedro le ofreció asiento y ella observó su comportamiento caballeroso. Incluso si es sólo un bombero playboy, pensó, al menos no tuve casi sexo con un completo idiota. Era el giro más positivo que podía poner sobre la situación en ese momento.
Él tomó asiento detrás de un viejo escritorio de metal, su mirada nivelada. Estable. No dura, pero tampoco abierta o amigable. Y llena de algo que se parecía muchísimo a la lujuria.
Paula quería retorcerse en su asiento.
No. Ella estaba a cargo aquí.
—Lamento lo que le pasó a tu amigo hoy —dijo ella.
—¿La gente del Servicio Forestal ya está hablando de ello?
Ella sacudió la cabeza.
—Yo estuve ahí. En la montaña. Vi la explosión. Te vi correr, te vi salir en una ambulancia.
—¿Cómo me has encontrado?
—Seguí la columna de humo.
Su mirada se intensificó.
—Eso no es a lo que me refería.
Ella lo miró fijamente, hipnotizada por sus increíbles ojos, marrones tan oscuros que eran casi negros. Ella sabía lo que él estaba preguntando, pero no quería ir allí.
—He sido asignada a este incendio. He leído tu expediente, sabía a cuál estación te reportabas. Así es como te encontré.
—Siempre me había preguntado quién eras —dijo él en voz baja, claramente no dispuesto a dejar que su pasado permaneciera donde pertenecía— y a dónde fuiste.
No había suficiente aire en la habitación. ¿Por qué había creído que podía hacer esto? ¿Por qué se había convencido a sí misma de que él no la recordaría?
Por supuesto que la recordaba. ¿Quién podría olvidar a una mujer que fue encima de ti en un bar, luego sollozó con su corazón, y ni siquiera te dijo su nombre antes de correr?
—Ahora ya lo sabes —dijo ella con voz tensa.
—Paula. Paula Chaves —él hizo una pausa, dejó caer su mirada hacia sus pechos por una fracción de segundo, luego de vuelta a su cara—. Nunca me dijiste tu nombre.
—Yo no debería haber estado en ese bar —dijo en un apuro—. Fue un error. Un gran error. Me he arrepentido de mis acciones desde entonces.
El hombre más guapo con el que jamás había estado dejó su mentira caer al suelo de cemento.
Un rincón de la boca de él se arqueó hacia arriba.
—No todo fue malo.
Ella no podía permitir que esta conversación se saliera más de control.
—No estoy aquí para hablar de esa tarde.
Él parecía muy a gusto, pero ella sabía mejor. Un hombre así, quien vive arriesgándose más de lo que no, estaba en constante alerta por peligros.
Y ella tenía peligro escrito por todos lados.
—Eso es cierto —dijo él— eres del Servicio Forestal. Estás aquí para darme más malas noticias sobre la financiación, ¿eh?
Su entrega era suave, casi despreocupada, como si supiera que ella era simplemente una bonita mensajera.
Odiaba ser tratada como una niñita haciendo tontos recados.
Por otro lado, él acababa de hacer más fácil su difícil trabajo.
Ahora bien, no sería tan duro darle la mala noticia. No, mientras él seguía actuando como un imbécil.
—Estoy aquí para llevar a cabo una investigación del origen y causa.
La media sonrisa cayó de su cara. En un instante se transformó en el protector, dispuesto a hacer cualquier cosa para salvar a uno de sus hombres de la persecución injusta.
—¿Qué tiene que ver los incendios provocados con mis muchachos?
—Nada —dijo ella— Sólo contigo.
Él frunció el ceño y supo que lo había atrapado fuera de balance.
—¿Cómo es eso?
—Eres nuestro mejor, y único, sospechoso esta vez.
La respuesta física de Pedro fue imperceptible. Había esperado incredulidad. Ira. Pero no esto. No una mirada fría y oscura.
—¿Crees que encendería un incendio que podría matar a mi equipo?
Su tono era duro, filoso, pero ella se mantuvo firme.
—De acuerdo con los informes del guardabosques, fuiste visto extinguiendo hogueras en Desolation Wilderness dos veces durante la semana pasada por dos grupos diferentes de excursionistas. También deberías saber que tu nombre fue registrado ayer. Fue una denuncia anónima, pero el Servicio Forestal no pudo ignorarla simplemente porque eres uno de ellos.
Ella decidió no mencionar que su oposición muy frontal a los nuevos paquetes de jubilación para los bomberos forestales, por noble que fuese, no ayudó a su caso ni un poco. Hasta que ella hubiese reunido más pruebas, mantendría esa información en su bolsillo trasero.
Sorpresa se registró en su rostro una fracción de segundo antes de que él dijera:
—No has respondido a mi pregunta. ¿Crees que podría haber encendido un fuego que podría matar a mi equipo? Tú estabas en la montaña. ¿Has visto a Cristian? ¿Pudiste notar sus manos?
Él sostuvo su exterior frente a ella, pero lo único que podía ver era la piel ampollada y rezumando en los dedos del otro bombero HotShot.
—Él nunca podrá luchar contra un incendio de nuevo —dijo Pedro, en voz baja y dura—. Nunca tomaría eso de uno de mis hombres. Nunca.
Su angustia por las quemaduras de su amigo era auténtica, y enviaba fuertes destellos de duda sobre su culpabilidad a través de ella, pero nada de eso cambiaba lo que tenía que hacer. Ella expuso los hechos.
—Sin que hubiera caída de rayos durante ese mismo período de tiempo, todas las señales apuntan a un incendio hecho por el hombre —hizo una pausa antes de golpear el clavo final— todas las señales apuntan a ti.
Algo brilló en los ojos de Pedro y su pecho se apretó. Ella quería encontrar al pirómano lo más rápido posible, pero no quería que fuera un bombero HotShot.
No quería que el pirómano fuera él.
—¿Realmente estás suspendiéndome debido a que algunos excursionistas me vieron apagar una fogata? ¿Por qué alguien pensó que sería divertido llamar a la línea de denuncias y darles mi nombre?
Ella respondió a sus preguntas con una pregunta.
—¿Apagaste las fogatas?
—Sí.
—¿Encendiste las fogatas?
Él la miró duro antes de contestar.
—No. Ya estaban ardiendo.
Ella quería creerle, pero ¿eso era debido a que su intestino sentía que estaba diciendo la verdad? ¿O simplemente era que sus hormonas hablaban de nuevo?
—Está bien, entonces —dijo ella— si tú no las encendiste, ¿quién lo hizo?
—Si lo supiera —dijo con voz dura— ya habría derribado al pirómano y lo hubiera entregado. Y entonces no estarías aquí ahora mismo, ¿verdad?
—Los excursionistas no te habrían reportado al guardabosque si la situación parecíera normal. Y como regla general, las líneas de denuncias anónimas son herramientas muy útiles. Pero has estado en este negocio desde hace mucho tiempo —añadió ella, desafiándolo abiertamente— por lo que ya sabes eso, ¿no?
Él avanzó hacia ella. En cuestión de segundos, la tenía inmovilizada contra la pared. El calor de su cuerpo quemándola a su pesar de que había unos veinticinco centímetros entre ellos. En silencio, la desafió a recordar todas las formas en que la había besado, tocado.
—¿Crees que estas manos son capaces de tal destrucción?
Ella se estremeció, cuando recuerdos vividos de él tocándola tan íntimamente se apresuraron de regreso. Tenía unas manos increíbles. Grandes. Fuertes. Cálidas. Y capaces de dar exquisito placer.
—Vi cuán desinteresado fuiste hoy.
Ella dudó por un instante, hasta que se dio cuenta de que su duda no iba a llevarlos más cerca de encontrar al pirómano.
—Podrías haber muerto salvando a tu equipo. Pero eso no niega la evidencia. En este momento, todas las señales apuntan a ti.
Ella enderezó sus hombros y dio un paso hacia adelante, hacia su duro y bien formado cuerpo, sin dejarse intimidar incluso mientras odiaba la sensual respuesta instintiva de su cuerpo a su cercanía.
—Y hasta que tu nombre sea limpiado, tengo que ponerte en suspensión. A partir de ahora.
6 Marca de sillones reclinables.
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