miércoles, 21 de octubre de 2015
CAPITULO 6 (tercera parte)
—Oye cariño, me trajiste el pastel equivocado.
Paula miró hacia la gruesa rodaja de merengue de limón que acababa de colocar frente al Sr. Sherman. Era uno de los clientes habituales del restaurante, un anciano cuya esposa había fallecido mucho antes de que Paula llegara a Blue Mountain Lake. O no sabía cocinar o no quería hacerlo. Casi todas las noches, llegaba a las seis de la tarde en punto y se sentaba en la mesa situada en la esquina trasera. A veces se le unía un amigo. Esta noche, estaba cenando solo un pastel de carne y puré de patatas. Un pastel de cereza era lo que siempre ordenaba como postre.
—Lo siento, Sr. Sherman —dijo mientras recogía el plato infractor—. No sé dónde está mi cabeza esta noche.
Una mentira flagrante.
Paula tomó la tarta de limón de nuevo, la cambió por una rodaja de la de cereza, se la dio al Sr. Sherman, y estaba limpiando el mostrador con más fuerza de lo necesario cuando las campanas de la puerta del frente sonaron. Dejó el trapo y estaba extendiendo la mano hacia la caja de los menús cuando levantó la vista.
Y lo vio.
Pedro.
El instinto inmediato de alisarse el pelo y comprobar su camisa en busca de manchas fue tan fuerte que sus manos estaban a medio camino hacia su cabeza para el momento en que se dio cuenta de lo que estaba haciendo.
¿Qué estaba haciendo? ¿Por qué estaba preocupada por impresionar a Pedro?
Esa parte de su vida, aquella en la que se aseguraba de acicalarse y arreglarse por si acaso se encontraba con un conocido en un supermercado cursi y caro, había
acabado. Simplemente iba a mostrarle a Pedro un asiento, tomar su pedido y luego entregar su comida como lo haría con cualquier otro cliente.
Y no importa qué, no iba a tener ningún tipo de reacción hormonal a sus anchos hombros o a su mandíbula cincelada.
Fría como el hielo. Esa era ella.
Se sentó justo enfrente, luciendo tan peligroso como lo había hecho en su porche.
—Estás aquí. Paula Chaves.
Nunca había oído a nadie decir su nombre de esa manera, casi como si fuera una maldición, pero con una vibración distintivamente sensual por debajo.
Su corazón dio un salto en respuesta y vio con horror como sus ojos se enfocaban en el pulso en su cuello. Y entonces, mientras Elvis cantaba acerca de cómo no podía evitar enamorarse, juró que podía oír la respiración de Pedro acelerarse al observar la reacción de su cuerpo ante su proximidad.
Se sintió inclinarse hacia él, lo vio moverse más cerca en el taburete de la barra, incluso cuando sus dedos estaban ansiosos por estirarse, para tocarlo y ver si se sentiría tan caliente como parecía.
El menú que había estado sosteniendo chocó contra la parte inferior del mostrador y la sacó del loco hechizo justo a tiempo. Pedro parecía un poco aturdido también.
¿Qué acababa de pasar con ella? ¿Con ambos? ¿Se habían convertido en participantes involuntarios de una especie de experimento de química de algún científico loco para combinar al Hombre A con la Mujer B y ver lo rápido que entraban en combustión?
Molesta por su ridícula falta de auto—control, Paula golpeó con el menú el mostrador de formica brillante, ruidosamente y con más fuerza de lo que había planeado.
—El especial de esta noche es el pastel de carne y puré de patatas. Te voy a dar unos minutos para mirar el menú y decidir lo que quieres.
Pero en lugar de mirar el menú, dijo:
—Sé exactamente lo que quiero.
Sabía que tenía que estar hablando de comida, y sin embargo, la forma en que lo dijo se sentía como…
—No sabía que trabajabas aquí. Me alegro de que lo hagas. Ahora no tengo que esperar hasta mañana para verte de nuevo.
Oh. Oh Dios. Una media docena de ventiladores de techo mantenían el restaurante fresco. No debería estar sintiéndose tan caliente.
—He estado esperando para decirte que fui un completo idiota esta tarde.
Podía sentirse ablandándose, derritiéndose desde su núcleo hacia el exterior. Pero entonces lo miró y se dio cuenta de que su reacción era probablemente lo que había estado esperando.
Esta tarde podría haber jurado que él quería echar su cuerpo fuera del porche. Tenía que tener otro motivo. Un segundo después, éste le golpeó.
— ¿Supongo que hablaste con tus abuelos?
—Lo hice. Pero mi abuela no es la única que piensa que me porté mal. Antes me preguntaste si podíamos empezar de nuevo. ¿Hay alguna posibilidad de que la oferta siga en pie?
Su cuerpo gritó ―¡Sí! exactamente en el mismo momento en que su cerebro gritó ―¡Ni se te ocurra, está jugando contigo!.
Francamente, confiaba mucho más en su cerebro para guiarla correctamente.
Pensaba que podía venir aquí con su olor a jabón fresco y hojas de pino y parpadear hacia ella con sus ojos sorprendentemente azules y hacer que accediera como una tonta a cualquier cosa que quisiera.
Como el infierno.
Podría estar diciendo todas las cosas correctas, pero dudaba mucho que su corazón estuviera en ello. Quería Poplar Cove. Punto.
Entrecerró los ojos, ampliando su postura detrás del mostrador.
—Basta con el encanto. Vayamos al grano. ¿Qué es exactamente lo que quieres de mí?
—Poplar Cove no ha sido revisada en dos décadas por lo menos. Los troncos necesitan ser reemplazados antes que se desmoronen. El techo está a punto de caerse. Tengo que entrar ahí, hacer el trabajo.
Se alegraba de que por fin hubiera dejado caer cualquier pretensión de tratar de arreglar su mal comienzo. Podía tratar con una discusión honesta. No podía hacerlo con esa cosa ardiente, ese intento de hacer que ella se desmaye. Sin embargo, no había manera de que fuera a dejarlo pasar el rato en la cabaña día tras día, semana tras semana.
—La cabaña se ha mantenido todo este tiempo —insistió—. Estoy segura de que va a conseguirlo unos pocos meses más.
— ¿Alguna vez usaste la estufa? ¿El horno de microondas? ¿Un secador de pelo?
Sabiendo que sus preguntas tenían que ser un truco, que con cada palabra que decía su verano perfecto iba desapareciendo día a día, hora a hora, de mala gana, dijo:
—Por supuesto, todos ellos.
—El cableado es antiguo. Cualquiera de esos aparatos podría provocar un incendio. Ni siquiera notarías que la casa está ardiendo al principio. Las chispas comenzarían detrás de las paredes. No arderán a toda marcha hasta que estés dormida. Ahí será cuando el humo empezara a inundar la habitación.
Hizo una pausa. Le dio tiempo de sobra para imaginar lo que acababa de esbozar.
—Lo más probable es que nunca despiertes.
Lo estaba haciendo otra vez. Tratando de asustarla para que renunciara a su casa. Para tenerla él.
Se inclinó más cerca por encima del mostrador, demasiado enfadada como para recordar mantener su distancia de todos esos músculos, de todo ese calor.
—Estabas seguro de que no sería capaz de decir que no a eso, ¿no? —especialmente cuando él era prácticamente un cartel caminante sobre la necesidad de seguridad contra incendios—. Bueno, ¿adivina qué? La respuesta sigue siendo no. Puedo contratar un electricista para trabajar en la cabaña. No te necesito a ti para hacerlo.
—Mis abuelos no van a pagar para volver a re—cablear el lugar desde el principio. No cuando estoy aquí y soy capaz de hacer el trabajo de forma gratuita.
Desafortunadamente, tampoco tenía el dinero. Ya no, maldita sea. No a menos que les pidiera a sus padres un préstamo, lo cual definitivamente no haría.
—Bien —le espetó, lo suficientemente alto como para que un par de clientes levantaran la vista de su plato para ver cuál era el problema—. Puedes volver a realizar el cableado. Y luego quiero que te vayas —apoyó la punta de su lápiz lo suficientemente fuerte contra el papel como para hacer un pequeño agujero—. Ahora, ¿qué quieres comer?
Pero en lugar de mirar el menú, dijo:
—Aún no terminamos. No sólo estoy aquí para arreglar los problemas de seguridad de la cabaña.
— ¿Hay más? —dijo, sorprendida por su descaro. Casi impresionada por ello, de hecho.
—La prometida de mi hermano está embarazada. Fue un largo camino para ellos llegar allí.
—Bien por ellos. Pero dado que no conozco a tu hermano o a su prometida —dijo, sabiendo que estaba siendo dura, pero odiándose a sí misma por haber cedido en lo de permitirle rehacer el cableado—: me falta la parte donde eso tiene que importarme a mí.
—Quieren casarse en la playa de Poplar Cove. A finales de julio.
¿Cómo era que parecía saber exactamente dónde apuntar para golpear sus puntos más vulnerables?
Tenía que hablar de matrimonio, ¿verdad? Ese escurridizo ―felices para siempre que todos estaban buscando. Que ella estaba buscando. Porque a pesar de que su propio matrimonio se había derrumbado en pedazos, en el fondo de su corazón todavía quería creer que la felicidad duradera era posible.
Peor aún, después de haber vivido en Blue Mountain Lake durante ocho meses estaba de acuerdo en que Poplar Cove sería el lugar perfecto para celebrar una boda.
Frustrada más allá de lo posible, las palabras:
—Lo siguiente que sé que me vas a decir es que no pudiste conseguir una habitación en la posada —salieron destiladas.
—Tienes razón. Una gran boda la ha ocupado.
Oh no, se había olvidado por completo de que su amiga Sue dijo que una Noviecilla había ocupado todo durante los próximos días.
— ¿Qué pasa con uno de los B&B? —intentó, sintiendo la situación deslizarse más allá de sus manos.
—Nop. No hay nada en el lago. Pero hay una habitación disponible en Piseco.
— ¿Piseco? Es a una hora de distancia.
—Por lo menos —estuvo de acuerdo, finalmente levantando el menú.
El movimiento atrajo la mirada hasta sus manos y se sorprendió por lo malas que eran sus cicatrices de cerca. No podía quitar sus ojos de estas, no podía evitar pensar en la cantidad de dolor que debía de haber sufrido no sólo debido a las quemaduras, sino también por los injertos. Y entonces, él se frotó la mano izquierda con la derecha, como si estuviera tratando de disolver las torceduras de los músculos y tendones bajo la piel áspera.
—Cuando era una niña —se encontró diciendo con una voz mucho más suave— me estiré por encima de la cocina y tiré una olla de agua hirviendo sobre mi hombro. Todavía recuerdo lo mucho que dolía.
Había sido sólo una quemadura de primer grado, y la cicatriz había desaparecido casi por completo a estas alturas, pero había sido una de las experiencias físicas más dolorosas de su vida.
—Durante mucho tiempo después de eso —continuó—: me dolió. Muchísimo. ¿Tus manos siguen doliendo?
Cuando no contestó, volvió a levantar la mirada hacia una expresión tan intensa que su piel se erizó, sus palmas comenzaron a sudar. No podía apartar la mirada mientras los ojos de él se dilataban, el negro empujando casi todo el azul hasta cubrirlo. Contuvo la respiración, esperando su respuesta. Y entonces la oyó, baja y cruda.
—Sí.
Por las líneas de tensión de sus hombros y el tendón que saltaba en su frente, pudo ver lo mucho que esa admisión le había costado. Y fue entonces cuando se dio cuenta, por primera vez, que no era sólo un tipo grande y magnífico que tenía la intención de arruinar su verano.
Pedro era humano.
Era un hombre que obviamente había sobrevivido a algo terrible, que estaba tratando de hacer frente a lo que la vida le había arrojado.
Tuvo que preguntarse por qué había decidido que tenía que actuar como una perra sobre el hecho de permitirle trabajar en la cabaña. Incluso en dejarle quedarse allí un par de noches hasta que la posada abriera.
¿Estaba siendo fuerte? ¿Grosera? ¿Adoptando una postura, afirmando lo que era suyo porque ya no era una pusilánime?
¿O, y esta era la peor opción posible, era todo lo contrario? ¿Tenía miedo de sí misma? ¿Temerosa de que su nueva vida no estuviera tan resuelta y sólida como pensaba? ¿Y que la adición de un extraño en su capullo podría romperlo todo por completo?
No, se dijo. La vida que se estaba construyendo en Blue Mountain Lake era una buena. Y cuando se puso a pensar en ello, cayó en cuanta que Pedro había venido todo el camino desde California sin tener ni idea de que sus abuelos habían alquilado su casa. Bajo las luces fluorescentes podía ver lo cansado que estaba.
—Sabes qué, esto es estúpido. No vas a conducir todo el camino hasta Piseco esta noche. Hay un montón de habitaciones vacías en el piso superior en Poplar Cove. Hasta que la posada esté vacía de nuevo.
Se quedó en silencio por un momento, y aunque había estado esperando ver la victoria en sus ojos, no hubo ni siquiera un indicio de ello
—Te lo agradezco, Paula.
Sabía que se estaba repitiendo, pero quería asegurarse de que estaba siendo perfectamente clara, no sólo por su bien, sino también por el de ella, le dijo de nuevo:
—Pero sólo hasta que encuentres un nuevo lugar para alojarte.
—Por supuesto —sonrió, luego, por primera vez, y a pesar de que fue apenas una curva en sus labios, se quedó sin aliento—. Sólo hasta entonces. Y voy a pedir el especial.
Volviendo a la cocina, le dio la orden a Isabel, luego dijo:
—Necesito un poco de aire —y salió por la puerta de atrás hacia el estacionamiento.
El sol se había puesto y en la oscuridad Paula miró hacia las densas nubes que estaban cubriendo el cielo mientras el viento azotaba su cola de caballo contra su cara.
Una tormenta estallaría pronto.
Esta noche.
Normalmente, Paula amaba el clima cambiante. Le provocaba una gran emoción cada vez que veía el trueno en duelo con el relámpago mientras se sentaba a salvo y cómoda bajo una manta gruesa en el porche.
Pero ya no se sentía segura.
Todos estos meses había pensado que estaba tan perfectamente establecida. Que Blue Mountain Lake era un refugio impenetrable. Se había dicho que nada podría sacudirla otra vez, que era firme ahora, que era la que tenía el control.
¿Había estado viviendo una fantasía?
Y, sin embargo, pensar en Pedro sentado en el mostrador esperando a que volviera con su comida envió un repentino escalofrío de anticipación a recorrerla. Casi como si una parte secreta, en el fondo, esperara tener problemas.
Que algo sacudiera su idilio a la orilla del lago.
Lo que era una locura. Estaba muy feliz. Por supuesto que no estaba buscando nada, ni a nadie, que agitara las cosas.
Pero si eso era totalmente cierto, tenía que preguntarse, ¿por qué zumbaba desde la cabeza hasta los pies al pensar en Pedro durmiendo bajo su techo?
CAPITULO 5 (tercera parte)
El tráfico era una locura en la calle principal y Pedro tuvo que aparcar en el otro extremo de la calle de la Posada Blue Mountain Lake. La calle principal tenía sólo una manzana, pero a pesar de que no había estado en el lago en más de una década, se sentía como retroceder en el tiempo.
Algunas de las tiendas eran más nuevas, más brillantes de lo que recordaba, y no había habido aceras pavimentadas cuando era un niño, pero las enormes cestas de flores aún colgaban de las farolas de época y la ferretería y la tienda de suministros estaban exactamente donde siempre habían estado.
Capturó un vistazo de sí mismo en el escaparate de una tienda de lanas. Jesús, parecía que estaba refugiándose de una tormenta, encorvado y tenso. El vuelo de las cinco a.m. a través del país le estaba pasando factura. Pedro estaba acostumbrado al constante traqueteo, no a estar en un agobiante y pequeño asiento durante tantas horas. Una dura y larga carrera ayudaría a quemar algo de las exasperaciones del día. Pero primero tenía que conseguir una habitación en la posada.
Sólo por esta noche. Para mañana él se aseguraría de encontrar una manera para volver a su propia maldita cabaña frente al lago.
Caminando por el frente de la posada, recordó las noches de palomitas y piano en el gran salón con una chimenea lo suficientemente grande como para que una media docena de ellos pudieran estar de pie en su interior. Mirándola ahora, casi no podía creer que era el mismo lugar. Lucía ventanas aislantes, una nueva ala en la parte posterior, y amplias zonas verdes.
Abrió la puerta y se sorprendió al ver a su viejo amigo Stu Murphy de pie detrás del mostrador de recepción. Ambos habían sido grandes fans de los cómics de superhéroes y habían pasado interminables horas en el desván de Poplar Cove leyendo con una linterna.
Pero Pedro no estaba de humor para rememorar nada.
Tendría que habérselo pensado mejor antes de venir al pueblo, a la posada, donde se encontraría a toda esa gente que lo conocía desde niño. En un pueblo pequeño donde todo el mundo sabía todo acerca de todos, querrían saber sobre sus cicatrices. Sobre lo que estaba haciendo aquí.
—Pedro Alfonso. ¿Cuánto tiempo ha pasado? —dijo Stu—. Me alegro de verte de nuevo en las montañas de Adirondack.
Pedro intentó disimular su mal humor mientras estrechaba la mano de su amigo.
— ¿Ahora trabajas aquí?
—En verdad, soy el propietario. Sean y yo compramos la posada hace un par de años atrás —Stu le dio una segunda mirada a las cicatrices de Pedro y palideció—. Escuché que eras bombero en el oeste
—Síp. Samuel y yo somos Hotshots en Lake Tahoe.
—Parece genial —dijo Stu relajadamente, su alivio por no hablar del tema era palpable. Justo como Pedro había sabido que sería.
El día que salió del hospital, mientras se ponía la ropa de calle, Pedro había tomado la decisión de que no iba a ocultar sus cicatrices a nadie, incluso si la mayoría de la gente probablemente deseara que lo hiciera. Siempre había estado más cómodo con camisetas. Era caluroso, incluso en climas fríos, siempre lo había sido.
Sus quemaduras no eran una especie de cicatrices de guerra para llevar con orgullo, pero tampoco se avergonzaba de lo que había pasado. Los bomberos a menudo se quemaban. Ese era el riesgo del trabajo. Pero, también lo era, la descarga de adrenalina, razón por la cual estaban allí afuera. Porque no había nada mejor que poner de rodillas a un puto incendio, nada más satisfactorio que saber que había salvado otro bosque, otra casa, otra vida.
Sin embargo, no se había dado cuenta de lo incómoda que la mayoría de la gente estaría con sus cicatrices. Incluso los que había creído que eran sus amigos.
Paula era una de las pocas personas con la que alguna vez se había encontrado, que no había fingido no darse cuenta.
En cambio, había soltado lo primero que le vino a la cabeza.
Su reacción casi se sentía como un cambio bienvenido.
—Así que, ¿qué estás haciendo aquí? —preguntó Stu.
—Samuel se va a casar aquí a finales de este mes. Estaba planeando pasar las próximas semanas arreglando Poplar Cove.
Una vez que consiguiera que Paula le diera acceso a su propia casa, claro.
—También me voy a casar —Stu se apartó del mostrador y metió la cabeza en la oficina que había detrás de la recepción—. Rebecca, ¿tienes un minuto? Hay
un viejo amigo que me gustaría que conocieras.
Una guapa morena salió y le estrechó la mano.
—Hola —dijo, mientras Stu hacía las presentaciones—. Siempre es agradable conocer a otro de los amigos de Stu. Estoy segura de que crearon un montón de problemas cuando eran niños.
En ese momento sonó el móvil de Stu.
—Dispara. Es la novia de nuevo. Juro que es la última boda que vamos a tener aquí. Nunca más.
La prometida de Stu bajó la voz, sonriendo mientras él se alejaba.
—Por lo menos ahora sé exactamente el tipo de novia que no quiero ser —inclinó la cabeza hacia un lado—. ¿Has venido solo para ver a Stu, o necesitas algo más?
—Necesito una habitación. Sólo por esta noche.
Su rostro cayó.
—Oh, lo siento mucho, Pedro. Me gustaría que tuviésemos una, pero esta boda nos tiene completos. Tenemos ocupadas todas las habitaciones individuales. Incluso esas que no solemos alquilar. Hay personas prácticamente instaladas en los armarios de suministros. Y todos los B&B locales también están reservados por los próximos días. Pero puedo hacer un par de llamadas a algunos de los pueblos cercanos, si tienes un momento.
No pasó mucho tiempo para que le confirmara que la habitación más cercana estaba a una hora de distancia en un motel en Piseco Lake, en el extremo sur de las montañas de Adirondack.
—No te preocupes —dijo— ya se me ocurrirá algo.
Maldita sea, debería estar durmiendo en Poplar Cove. Sólo podía imaginarse la cara de Paula si lo encontraba en su porche, con los pies en alto y una cerveza, cuando saliera del trabajo, cómo se agrandarían sus ojos, la forma en que sus mejillas enrojecerían por la indignación.
¿En qué estaba pensando? La acababa de conocer. No sabía nada sobre ella. Y aparte de conseguir que estuviera de acuerdo en dejarle arreglar la cabaña, no tenía ningún plan. No era más que una mujer cualquiera, que resultó estar viviendo en la casa del lago de su familia.
El hecho era que había algo intrigante en ella; no había esperado que una mujer tan suave y con aspecto de artista tuviera tal temple, pero eso era irrelevante.
La novia de Stu, evidentemente, no podía soportar la idea de no tuviera un lugar para pasar la noche.
—Estoy segura de que Stu no querrá que hagas todo el camino hasta Piseco. Si no te importa dormir en su sofá, podrías quedarte con él hasta que una habitación quede libre, cuando esta boda haya terminado.
Reconocía una buena oferta cuando la oía y después de que lo llevara escaleras arriba y le mostrara la habitación de Stu y su sofá, se puso rápidamente su ropa de deporte. Cinco minutos más tarde estaba corriendo lejos de la calle principal.
Debería haber sabido que este viaje se convertiría en un completo montón de mierda. Durante veintiocho años, todo lo que había querido lo había conseguido. El trabajo perfecto. Mujeres hermosas. La vida había sido fácil.
Divertida. Estimulante.
Dos años después de su accidente, todo debería estar de nuevo en marcha. No enredándose más cada día. Cuantas veces en Lake Tahoe había querido meterse en su auto y sólo conducir. A cualquier lugar. Sólo escapar. Para sacarlo de su cabeza. Dejar atrás lo que había ocurrido en la montaña. Especialmente en esas noches en las que el sueño no llegaba, cuando lo único que podía hacer era
reproducir esos sesenta segundos en el desierto de Desolation cuando todo había cambiado.
Pero esa era la salida del cobarde. Así que, se había mantenido firme. Esperando que el Servicio Forestal hiciera lo correcto y lo enviara de nuevo con su equipo. Esperó hasta esta mañana, cuando se había embarcado en el avión.
¿Era mucho pedir un poco de paz y tranquilidad?
¿Conseguir un poco de espacio para aclarar sus ideas y empujar su cuerpo hasta que finalmente se diera por vencido e hiciera lo que debía hacer? ¿Era demasiado querer ayudar a su hermano con su boda y traer de nuevo la cabaña de sus bisabuelos a su antigua gloria?
Sus pulmones estaban ardiendo, pero era una buena clase de ardor, el tipo de dolor que le recordaba la suerte que tenía de estar vivo. Correr de esta manera era lo que lo había sacado de ese sendero en Lake Tahoe con nada más que las manos, brazos, y algunas desagradables cicatrices en sus hombros y cuello.
Y por eso estaba corriendo más allá del dolor, corriendo hasta que estuviese demasiado cansado como para notarlo.
Dos horas más tarde, cojeó escaleras arriba en un estado cercano a la extenuación que había estado deseando y encontró un mensaje en la nevera de Stu diciéndole que agarrara lo que quisiera. Se tomó una cerveza antes de ducharse y ya estaba a mitad de la segunda mientras se encaminaba hacia el final del largo muelle de la posada.
Buscando un lugar con cobertura para su móvil.
Paula había tenido razón en una cosa. Hacía mucho tiempo que no se ponía en contacto con sus abuelos.
De pie en el borde del muelle, en la penumbra de la tarde, vio un pequeño barco de vela a la deriva. Sólo había pasado un par de horas corriendo entre cedros y álamos, pero realmente no había prestado atención a su entorno, todavía.
Toda su vida había sido dinámico, una persona de acción.
Pero a veces cuando era niño, tarde por las noches, después que las fogatas de los campamentos
se apagaran y la luna estuviera alta en el cielo, había aprendido a quedarse quieto. Sentarse en silencio y escuchar el grito de los patos. Ver el agua moverse suavemente hacia la orilla.
Justo ahora, en este momento de perfecto silencio en el lago, debería sentir lo mismo en el centro de su pecho.
Pero no lo hacía. No podía.
Sacando el teléfono de su bolsillo, llamó a sus abuelos en Florida.
—Residencia Alfonso.
—Soy Pedro.
— ¿Quién? Solía tener un nieto con ese nombre. Pero no he sabido nada de él en tanto tiempo que lo he olvidado por completo.
No estaba de humor para darle a su abuela la disculpa que estaba pidiendo. No después de que hubiera alquilado Poplar Cove a sus espaldas.
—Estoy en el lago. En la posada. Dónde voy a dormir en el sofá de Stu Murphy.
—Terminemos con eso, Pedro. Tú y tu hermano no han utilizado la cabaña desde que eran niños. Y, ¿esa es forma de hablarle a tu abuela?
Debería haber sabido que no lo iba a dejar salirse con la suya siendo un imbécil. Infiernos, había controlado a dos alocados y activos niños todos los veranos durante dieciocho años. Una pequeña mujer, que era engañosamente dura. Le traía sin cuidado si tenía tres o treinta años. Ella no iba a aguantar sus tonterías.
—La joven a la que le alquilamos venía altamente recomendada por la chica Miller. Ya sabes, ¿la que gestiona todas las casas de veraneo? En cualquier caso, ha sido una bendición saber que alguien está ahí para asegurarse de que la casa no se venga abajo.
Su reprimenda era fuerte y clara. Dado que sus abuelos vivían ahora a tiempo completo en Florida y habían dejado de hacer el viaje de ida y vuelta a las montañas de Adirondack cada seis meses, tenía sentido alquilar el lugar.
No porque sus abuelos necesitaran el dinero, sino porque la cabaña de madera no había sido construida para permanecer vacía durante años y años.
Poplar Cove era el tipo de lugar por el que los niños deberían estar correteando, mojando el porche con sus bañadores húmedos, dejando un rastro de arena desde las escaleras a los dormitorios. Y, desde un punto de vista más práctico, ciertamente no hacía daño tener a alguien en casa que pudiera avisar a los propietarios si algo se había roto y necesitaba ser reparado.
— ¿Has conocido a nuestra inquilina? —preguntó—. ¿Es bonita?
—Sí, la he conocido —dijo, sin molestarse en responder la segunda pregunta. Su abuela tendría demasiada satisfacción al saber lo bonita que era Paula.
— ¿Qué piensa de ti?
—Poca cosa. Me dijo que saliera de su porche.
—Bien por ella. Suena como una chica con la cabeza sobre los hombros.
—El lugar necesita reparaciones, abuela. Muchas reparaciones. Puedo decirte, que me llevará la mayor parte del mes que viene tenerlo todo arreglado.
Su abuela hizo un sonido de irritación.
—Este es el acuerdo, chico. La Srta. Chaves tiene un contrato de arrendamiento con nosotros hasta el Día del Trabajo y pretendo cumplirlo.
Hizo rodar el apellido de la mujer alrededor de su lengua.
Chaves. Sonaba sofisticado. Elegante. Incluso un poco snob.
Era curioso cómo ninguna de esas etiquetas parecía encajar con la escasamente vestida y desafinada cantante con pinceles y rizos salvajes.
—Si realmente crees que necesitas ir allí a arreglar algo —continuó—: ponte de acuerdo con ella. Y para tu información, si esta llamada es parte de tu estrategia, te recomendaría que usaras algo del encanto por el que solías ser famoso —de fondo podía oír a su abuelo hablando—. Es la hora del aperitivo, cariño, tengo que irme. ¡Te quiero!
Pedro colgó el teléfono, mirando hacia la puesta del sol sobre el lago mientras reflexionaba sobre la inesperada complicación en sus planes para el verano.
Su abuela tenía razón. Su mejor apuesta para conseguir que Paula le diera lo que quería sería desenterrar de los escombros el viejo encanto Pedro. Pero hacía mucho tiempo desde que había estado con una mujer, desde los días cuando todo lo que tenía que hacer era sonreír y caían en sus brazos.
Esa primera vez que había ido de nuevo a uno de los lugares que frecuentaban las fans de los bomberos, después que sus injertos se habían curado, apenas había estado en el bar diez minutos cuando se dio cuenta que ya no pertenecía allí. No porque las mujeres pareciesen rechazarlo, a pesar de que sabía que eso sucedería si se acercaban demasiado y cometían el error de pasar sus dedos por sus cicatrices.
No pertenecía a ese lugar, porque ya no combatía contra el fuego. Y no pertenecería a ese mundo de nuevo hasta que convenciera al Servicio Forestal de que lo enviara de regreso con su equipo.
El sol seguía descendiendo, las nubes volviéndose de un brillante color rojo anaranjado que le recordaban tan bien a su infancia. Pero entonces, de repente, las nubes desparecieron.
Eran llamas rojo—anaranjadas.
Estaba de vuelta en California, en la montaña, en el calor mortal, corriendo, corriendo y corriendo, pero no llegaba a ninguna parte. No se alejaba.
Dios, nunca había sentido un calor como ese. Nunca había corrido tan rápido. Sus pulmones se estaban llenando de humo y se estaba ahogando, jadeando, sus pulmones estaban dejando de funcionar mientras trataba de respirar el oxígeno que no había.
Eso era todo.
Finalmente había encontrado el fuego del que no podía escapar.
Prácticamente podía oír a las llamas riéndose mientras lo derribaban, tirando de él, arrastrándolo hacia atrás, arrastrándolo hacía bajo, llevándolo directamente al infierno.
Oh mierda, sus manos se estaban derritiendo. El dolor tomó el control mientras cada maldita célula se desintegraba y lo único que podía pensar era mierda. Mierda. Mierda.
La muerte sería una dulce liberación de esta tortura, pero no la deseaba, estaba luchando con todas sus fuerzas.
Aún no estaba vencido, ¡maldita sea!
Y entonces, se dio cuenta que ya no podía sentir sus manos, no podía aferrarse a su Pulaski. Se le cayó de las manos, con un fuerte golpe...
Pedro de repente se encontró de pie en el muelle. La botella de cerveza vacía yacía sobre el muelle entre sus pies. La brisa se había levantado, enfriando el sudor que cubría su rostro.
¿Qué había sucedido exactamente? En un momento estaba mirando el lago y al siguiente...
Jodido trastorno de estrés postraumático. Los episodios habían comenzado de inmediato, no antes que el dolor de sus injertos de piel se hubiera vuelto insoportable. Con su primera petición de reingreso denegada por el Servicio Forestal, se habían vuelto peores. Con cada apelación que había sido denegada, sus episodios se habían vuelto mayores, más intensos.
Y había tenido que luchar más y más fuerte para negar su existencia.
CAPITULO 4 (tercera parte)
La mayoría de los días, los ocho kilómetros que Paula conducía hacia la pequeña franja del centro al lado opuesto de Blue Mountain Lake era un agradable y relajante paseo.
Mientras el invierno había dado paso a la primavera y la primavera al verano, los árboles se habían llenado de nuevos y brillantes brotes verdes que nunca se cansaba de admirar.
Hasta hoy.
¿Qué demonios iba a hacer con Pedro? ¿Sobre el hecho que él, claramente, quería tener pleno acceso a su casa? no estaba lista para que su idilio frente al lago llegara a su fin.
Finalmente, le había tomado la mano a, bueno, pasar el rato.
Sus pinturas estaban empezando a lucir a como las veía en su cabeza.
Y Blue Mountain Lake, pero especialmente Poplar Cove, se sentía más como un hogar que cualquier otro lugar en el que hubiera estado antes.
Era un mundo totalmente diferente aquí afuera, en el bosque, en comparación con su vida anterior en Nueva York.
Le encantaba todo lo relacionado con ello. Los últimos ocho meses en Poplar Cove habían sido los más felices de su vida. El entorno, por supuesto, era espectacular, pero su alegría se basaba en algo más que el bello hábitat natural.
La libertad era una revelación. Por primera vez en su vida, no tenía que responder a nadie más que a sí misma. Ni a un marido, ni a sus padres, ni a los miembros de los comités de las incontables juntas de caridad.
Claro, había tenido que conseguir un trabajo sirviendo mesas en el pueblo para pagarse los lienzos, las pinturas y las provisiones, y le había tomado algo de tiempo acostumbrarse a tomar pedidos y servirlos, pero ser camarera era un pequeño precio a pagar por no tener que pedir dinero a sus padres mientras su ex marido mantenía su dinero bloqueado gracias a sus abogados.
Mientras aparcaba su auto detrás de la cafetería y salía al aire fresco, se tomó unos segundos para respirarlo recordándose a sí misma que no había ninguna razón para ponerse frenética.
Así que el nieto del dueño había aparecido de la nada. ¿Y qué? Lo más importante era que se había mantenido firme.
Y seguiría haciéndolo. Por desgracia, tenía que admitir que había hecho un buen trabajo dejando en claro sus puntos sobre la vieja cabaña. Algo tendría que hacer sobre eso.
Isabel, su mejor amiga en el pueblo, quien también era la propietaria del Restaurante Blue Mountain Lake, siempre daba buenos consejos. Si alguien sabría qué hacer en una situación como esta, esa era Isabel.
Paula estaba a mitad del aparcamiento cuando Jose, el hijo de quince años de Isabel, casi la derribó cuando pasó junto a ella para encontrarse con una guapa rubia en la acera.
Paula lo saludó, pero no la escuchó mientras doblaba la esquina.
Se empujó a través de la puerta trasera hacia la cocina para encontrar a Isabel cortando un par de pimientos en rodajas finas.
— ¿Quién era esa preciosa chica con la que Jose se estaba yendo? Él no podía apartar los ojos de ella.
Isabel suspiró, sin levantar la vista de su tarea.
— ¿Quién sabe? Soy la última persona a la que se la presentaría.
Desde el principio, Paula había estado impresionada por lo atractiva que era Isabel. Delgada y rubia, con casi cincuenta años, fácilmente parecía una década más joven. Hoy, sin embargo, se veía cansada. Exhausta. Probablemente porque las cosas habían sido difíciles últimamente entre ella y su hijo adolescente.
— ¿Qué pasó esta vez?
Las palabras de Isabel salieron apresuradas.
—Dio un portazo, a pesar de que le he dicho, por lo menos cien veces, que va a sacar la puerta de sus goznes, y cuando le pedí que sacara los cubiertos del lavavajillas, me dijo que no iba a trabajar hoy.
Durante los últimos meses, Jose había estado ayudando un par de horas por la tarde para ganar un poco de dinero para sus gastos. Aparte de tirar una bandeja de copas de vino, lo había hecho muy bien. Un poco perezoso a veces, pero sólo tenía quince años.
—Hmm —Paula no quería tomar partido, aunque sonaba como que Jose se había pasado de la raya—. ¿Dijo por qué?
—Evidentemente, su padre le ha dicho que debería estar divirtiéndose con sus amigos, porque ya tendrá tiempo suficiente para trabajar cuando sea mayor —Isabel dejó escapar un suspiro enojado—. Voy a matar a Brian. Se siente culpable porque sólo ve a su hijo un puñado de semanas al año y no tiene ni idea de lo difícil que hace mí día a día con toda su inagotable generosidad. Deberías haber oído a Jose anoche contar todas las cosas "totalmente impresionantes" que hizo con su padre en la ciudad el pasado par de semanas.
—Debe ser difícil competir con eso.
—Imposible. Así que le dije a Jose que era mejor que se quedara o se iba a enterar y, ¿a que no adivinas lo que me dijo el pedazo de mierda?
Paula tenía una muy buena idea de lo que a un chico de quince años podría ocurrírsele. Sobre todo, después de trabajar con ellos durante los últimos meses en la escuela.
—Dijo que la única forma en que se iba a quedar era si yo lo encadenaba a la cocina. Y luego salió de aquí a toda prisa, con esa chica, para ir a ver una película.
Paula se inclinó sobre la encimera.
—Todavía tengo pesadillas sobre mis quince años. Brackets. Acné. Todo lo que necesitaba era la cola de caballo y las gafas para completar el aspecto. Los diez kilos de más no eran ninguna ayuda, tampoco.
Isabel gruñó y Paula supo que no estaba siendo de ninguna ayuda.
—Lo que estoy tratando de decir es que, los quince es una edad difícil para todos. Y tienes que saber que Jose es un gran chico. Todo el año en la escuela cuando di arte en su clase, siempre fue muy educado. Sorprendentemente centrado. Había un chico al que casi golpeé un par de veces cuando repetidamente arrojaba pintura en el… —se dio cuenta de que se estaba saliendo por la tangente y se centró de nuevo en Jose—. De todos modos, en comparación con algunos de los otros chicos, Jose es prácticamente un ángel.
Toda la agresividad pareció dejar a su amiga.
—Gracias por eso. Ayuda saber que no se convertirá en un completo idiota. Mucho, en realidad.
—No hay de qué. Me gustaría poder ayudar más, pero sin haber tenido un hijo propio para practicar solo estoy aquí tirando humo.
Sabiendo que este era un tema delicado, Isabel dijo:
—Oh, cariño, no debería quejarme. Es solo que días como este, me hacen desear tener un compañero en toda esta cosa de ser padre. Alguien con quien compartir las decisiones. Para hacerlo todo más fácil. Pensé que era difícil cuando Jose era un bebé y estaba despierta toda la noche, luego tenía que fingir a la mañana siguiente ser un ser humano a pleno rendimiento. Pero te diré que, este malhumorado adolescente, es aún peor.
—Y totalmente normal —Paula tuvo que recordarle.
Isabel asintió.
—Tienes razón. Si sigo dejándome llevar por estas pequeñas cosas voy a estar completamente loca para el momento en que se vaya a la universidad. Recuérdame darte cinco centavos del tarro de las propinas más tarde.
Sesión de orientación oficialmente terminada.
Paula dudó por un momento, a pesar de que era su señal para ir al almacén a dejar su bolso y ponerse sus pantalones negros y su camisa.
Había esperado hablar con Isabel sobre Pedro. Pero estaba claro que su amiga ya tenía suficiente en su mente con su hijo.
No era gran cosa. Mucho había cambiado en los ocho meses que Paula llevaba en el lago. Había aprendido a defenderse. A no dejar que la gente la avasallara. Había sido clara con Pedro. Poplar Cove podría haber sido su casa cuando era niño, pero era su casa ahora. Si algún trabajo iba a ser hecho mientras tenía un contrato de arrendamiento, ella diría cuándo y cuánto.
No necesitaba a Isabel para que le dijera eso.
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