jueves, 29 de octubre de 2015

CAPITULO 32 (tercera parte)




El cielo estaba azul brillante, el lago como el cristal cuando Jose desató la lancha de su madre desde el muelle en frente de su casa. Cinco amigos, incluida Hannah Smiley, se encontraban a bordo, abriendo las latas de refrescos y hablando de las enormes llamas de la fogata de anoche. Los conocía a todos ellos, con excepción de Hannah, desde que tenía cinco años. Algunos de ellos estaban a tiempo completo como él, otros sólo venían durante el verano.


Poniéndose detrás del timón, hizo caso omiso de la velocidad permitida de ocho kilómetros por hora en la bahía y se disparó lejos del muelle, su enorme estela rápidamente lavando sobre la orilla golpeando los botes de sus vecinos en sus muelles.


Hannah era la única razón por la que esta semana pasada no había sido completamente un desastre. Si no fuera por ella, habría más bien vuelto al loft de su padre en la ciudad, yendo a ruidosos y concurridos restaurantes, jugando a los últimos juegos de video en el horrible sistema de juego de su padre, bebiendo cerveza con los amigos de su padre en la noche de póquer mientras apostaba, y perdía, dinero real de sus apestosas manos.


Volver a Blue Mountain Lake era como entrar en arenas movedizas. Pequeño. Aburrido. ¿Podría el restaurante de su madre ser más diferente de la animada oficina con diseño de arquitectura de su padre en la ciudad? Decoración roja y blanca de los cincuenta frente a vidrio y acero.


¿Cómo demonios habían conseguido juntarse alguna vez sus padres? Claro, él amaba a su madre y todo eso, pero ella era tan pueblerina. Mientras que su padre tenía los trajes más elegantes, los jeans y zapatos más geniales, incluso varios pares de modernas gafas que cambiaba toda la semana para que coincidieran con su estado de ánimo.


Él miró por encima de su hombro hacia Hannah de una manera casual, no para que ella se diera cuenta que estaba mirándola, a pesar de que sin duda lo estaba. Ella se veía bien con sus pantalones cortos blancos y camiseta amarilla. 


Mejor que bien en realidad. Todavía no podía creer que ella hubiera querido salir en su barco. No es que él fuera el perdedor del pueblo o algo, pero no salía con la multitud fiestera tampoco. Hannah tenía el aspecto de encajar con el grupo, pero de alguna manera, había elegido pasar el rato con él en su lugar.


Genial.


—Hombre, tu barco es genial —dijo su amigo Matt—. No puedo creer que tu mamá te permitiera sacarlo sin ella.


Jose se encogió de hombros. Síp, el barco estaba bien, pero había estado viajando alrededor de este lago desde que tenía cinco años. Tenía casi dieciséis. Ya no era un niño.


Él estaba listo para un cambio, y para la oportunidad de mostrarle a Hannah el tipo duro que realmente era. Sobre todo después de que ese tipo en la playa hubiera enloquecido por sus fuegos artificiales.


—Toma el timón —dijo, poniéndose de pie y saliendo a la proa.


—Amigo, eso es ilegal —dijo Ben.


Claro, pensó Jose, su madre enloquecería si lo viera montando la proa, pero ella siempre estaba encerrada en su restaurante al otro lado del lago.


— ¿Cuándo fue la última vez que un guardabosque salió al lago y arrestó a alguien? —él miró a Hannah y sacudió la cabeza como para decir: ―Deberíamos haber dejado este perdedor en la orilla.


Arrastrándose a través de la fibra de vidrio blanca, lo hizo hasta la barandilla de metal en la punta más lejana del barco. Colgando sus piernas por debajo de esta, él le gritó a Matt:
— ¡Acelera!


Una sonrisa malvada estaba en la cara de Matt cuando su amigo golpeó el motor a toda marcha, lo suficientemente rápido que los ojos de Jose se aguaron y la piel de su rostro sopló hacia atrás como si fuera un perro de caza.


Demonios síp, esto le gustaba más.


Adrenalina.


Velocidad.


Peligro.


Ellos se movieron en un círculo cerrado para evitar un velero y estaban girando hacia la bahía cuando Matt casi apagó el motor en seco.


— ¿Qué infiernos...?


La palabra se detuvo en su garganta cuando miró hacia arriba.


Su madre estaba de pie en su playa. Y estaba claramente gritando.


Mierda. ¿Cuáles eran las probabilidades? Nunca salía del restaurante en mitad del día.


Qué suerte la suya, ella tuvo que escoger el momento en el que había una chica en el barco. Inclinando la cabeza hacia abajo para que el pelo cayera sobre su rostro, evitó el contacto visual con Hannah.


No quería verla riéndose de él. ¿Cómo diablos iba a vivir con eso?


Sintiéndose repentinamente torpe, desenredó sus miembros de la barandilla y se arrastró de vuelta a través de la proa.


—Dame el volante —gruñó y Matt saltó fuera del camino.


—Estoy muy jodido si mi madre se entera de que estaba conduciendo tu barco —dijo su amigo. Matt se mordió las uñas, apenas a un paso de succionar su pulgar como había hecho hasta los seis años.


—Fue mi idea —dijo Jose—. Tomaré todas las críticas.


Sin embargo, a pesar de que no quería que sus amigos o Hannah pensaran lo contrario, su estómago se retorcía y luchaba contra el impulso de vomitar. A principios del verano, su madre había dejado muy en claro para él que conducir su barco venía con responsabilidades. Estaba bastante seguro que romper la ley no era una de ellas.


Él tomó un cuidado extra al llevar el barco al muelle sin chocarlo, y tan pronto como empezó a atarlo, sus amigos saltaron. Saliendo última, Hannah se detuvo junto a él.


— ¿Necesitas algo de ayuda?


Sin levantar su cara para mirarla, él negó con la cabeza.


—Nop. Nos vemos más tarde.


Él podía ver los pies de Hannah en sus sandalias negras, las uñas de los dedos de sus pies pintadas de color púrpura. 


Durante un largo rato, ella se quedó parada allí en silencio, como si estuviera esperando a que él dijera algo más. O, tal vez, que la mirara de nuevo.


Deseó que se fuera ya y lo dejara morir de humillación solo.


—Um, tu madre está viniendo, así que supongo que será mejor que me vaya. Te veré por ahí.


Tragó saliva por el enorme nudo en su garganta. ¿Por qué había decidido montar la proa hoy? ¿Por qué no podía simplemente haber llevado a todos a un paseo por el lago, pasándola bien?


Los pasos de su madre eran fuertes y rápidos mientras caminaba por el largo muelle de madera para masticar su culo. Bloqueando el sol con su sombra mientras se paraba por encima de él, sus primeras palabras fueron:
—Podrías haber muerto.


Levantó la mirada hacia su madre, tomó nota de la forma en que su voz temblaba, y supo al instante lo asustada que había estado de que algo le pasara. Pero, ¿no lo entendía? 


Él ya no era un niño. No había manera de que se hubiera caído, y aunque lo hubiera hecho, él sabía nadar profundo para evitar ser masticado por la hélice.


—No morí. Estoy bien.


Su expresión pasó del miedo a la ira en un santiamén.


— ¿Eso es todo lo que tienes para decirme? Ningún, “Lo siento, mamá, no voy a hacerlo de nuevo”. Ningún, “Oh vaya, no sé lo que estaba pensando”. ¿Sólo que saliste vivo de ello?


Sabiendo que sería mejor comenzar a actuar arrepentido, dijo:
—No sé lo que estaba pensando. No volverá a suceder.


—Me asustaste demasiado, chico.


—Lo sé.


Ella lo miró durante un largo momento.


—Parece que fue ayer que eras un niño.


Se apartó de ella y recogió las toallas que había dejado en el extremo del muelle. Esto era exactamente a lo que él quería llegar. Necesitaba que ella entendiera.


—Ya no soy un niño.


Ella respiró hondo, luego suspiró.


—Lo sé. Y es por eso que voy a tener que tratarte como un hombre joven, en vez de un niño —ella le tendió la mano—. Dame las llaves.


Él se quedó quieto, sus dedos instintivamente cerrándose en torno a las llaves.


—Te lo dije, no voy a hacerlo de nuevo.


—Te creo. Pero necesitas aprender una lección. Y ya que soy tu madre, soy la que va a tener que enseñarte —ella arrancó las llaves fuera de su mano—. El barco está fuera de los límites por una semana.


La indignación se disparó a través de él.


— ¿Qué demonios se supone que debo hacer en este estúpido pueblo sin mi barco?


—Mi barco —respondió ella—. Y ahora son dos semanas.


Primero lo había avergonzado delante de Hannah. Ahora, ¿lo estaba castigando por una pequeña estúpida transgresión?


—Apestas.


Ella dio un paso hacia delante, empujado el dedo índice en su pecho.


—Ahora mismo, tú también.


La rabia le alcanzó, empujó las palabras.


—Me gustaría todavía estar en la ciudad con papá —quería que ella se sintiera tan mal como él—. No me extraña que no quisiera quedarse contigo. No es de extrañar que se divorciara de ti.


Pero cuando por fin consiguió lo que había estado buscando, vio el dolor en los ojos de su madre, en lugar de victoria sólo había un vacío. Sin saber cómo decir que lo sentía, no queriéndolo realmente tampoco, se fue corriendo del muelle.


Sería mejor para todos si se comenzaba a planear su fuga a la ciudad de Nueva York. Sólo que esta vez, iba a quedarse allí. Para siempre.



*****


Andres tenía la intención de regresar a su auto de alquiler, conducir al pueblo y encontrar una habitación en la posada.


Sentarse y trazar un plan para conseguir que su hijo confiara en él. Pero cuando llegó a la hierba al final de las escaleras del porche y miró hacia el bosque que separaba su campamento del de Isabel, como tirado por un imán, sus pies empezaron a dirigirse por ese camino.


El camino trillado entre Poplar Cove y el campamento Sunday Morning había crecido a lo largo y las ramas lo arañaban a través de sus pantalones y camisa de manga larga abotonada. Vestía de manera equivocada para el lago. 


Cuando niño nunca había llevado otra cosa que pantalones cortos y camisetas. Se sentía como una persona vieja mientras poco a poco se abría camino a través del bosque, el tipo de persona del que se habría burlado cuando era niño, un novato total.


Tropezó con un grueso tronco muerto y maldijo en voz alta mientras se sostenía a sí mismo en uno de los muchos álamos por los que sus abuelos habían nombrado a su campamento. Sus palabras no hicieron una gran impresión en el bosque, no como lo habían hecho durante tres décadas en la sala del tribunal.


Recordó hacía dos meses, cuando el engreído joven Douglas Wellings, de treinta y cinco años, lo llamó a la sala de juntas. Allí estaba sentado el resto de la nueva guardia, una gran cantidad de niños que creían que todo lo que necesitaban para ganar los casos era rapidez y conexiones. 


Había unos cuantos viejos como él sentados allí también, pero ninguno le devolvía la mirada. Y fue entonces cuando él lo supo. Veinticinco años le había dado a la firma. Y todo se ha ido en un instante.


Todos sabemos lo mal que está la economía. Tenemos que hacer algunos recortes en alguna parte. Es tan difícil tomar esta decisión. Gracias por su servicio. Ahora di adiós, abuelo.


Durante días hizo planes. Demandaría por discriminación por edad. Por despedirlo sólo para que pudieran darse la vuelta y contratar a alguien más barato. Él se quedó despierto toda la noche en internet, estudió minuciosamente a través de sus libros, y estaba casi listo para entregar los documentos cuando Samuel y Diana le habían pedido reunirse en la ciudad.


Ellos se iban a casar. Querían que llevara a Diana al altar.


Él torpemente había parpadeado para contener las lágrimas en el sofá de su sala de estar. Les dio las gracias profusamente por el honor, sabía que los había hecho sentir incómodos.


Dejando su casa, se dio cuenta de que no estaba luchando contra su despido tan duro porque realmente quisiera su trabajo de vuelta. Se trataba simplemente de que quisiera demostrar que era digno de algo. De alguien. De cualquier persona.


Aumentó el agarre sobre el tronco del árbol, sin darse cuenta que la corteza estaba cavando en su carne hasta un momento demasiado tarde. Otra maldición salió de sus labios cuando vio un hilo de sangre en su palma. Treinta años alejado de este lugar lo habían hecho un novato con manos suaves. Mañana a primera hora iría a la tienda para conseguir un nuevo conjunto de ropa para el lago.


Chupando su mano con su boca, siguió haciendo su camino a través de los árboles. Los destellos de color azul entre los troncos y ramas se volvían más y más grandes hasta que el bosque dio paso a la arena.


El sol se reflejaba en el agua y lo cegó momentáneamente.


 Y entonces la vio.


Isabel.


Ella estaba sentada en el borde de su muelle, con las piernas colgando en el agua, y su corazón dejó de latir en su pecho. Desde donde estaba parado, el tiempo se había detenido, y podía haber jurado que estaba mirando a la chica de quince años de edad, de la que había caído locamente enamorado.


Su pelo rubio lacio todavía rozaba el borde de sus hombros y su contextura era tan delgada como lo había sido cuando era una adolescente. Sin pensarlo, sus pies lo llevaron hacia ella.


Una lancha rápida voló en la bahía y sus elegantes líneas modernas bruscamente lo catapultaron al presente.


Jesús, ¿qué estaba pensando? ¿Qué podía volver a Blue Mountain Lake y rebobinar treinta años? ¿Qué podía ser todo como él deseaba que hubiera sido, en lugar de la forma en que había sido en realidad?


Justo en ese momento, Isabel se movió en el muelle, empujando sus pies debajo de ella para ponerse de pie. 


Andres trabajó como loco para encontrar una vía de escape.


¡Sólo date la jodida vuelta y corre, idiota!


Pero sus pies no se moverían. En cambio, lo único que podía hacer era quedarse quieto como una estatua y ver como Isabel se daba la vuelta.


Y lo veía.



*****


Isabel cerró los ojos con fuerza, se obligó a tomar un respiro.


Entre anoche y esta mañana, su cabeza se había vuelto más difusa y borrosa. Y luego, cuando Paula había llegado a trabajar en el turno del almuerzo y dijo que acababa de conocer a Andres, Isabel había sido golpeada por un intenso dolor de cabeza.


Ella nunca habría soñado con dejar el restaurante en medio de la fiebre del almuerzo si no hubiera estado a punto de vomitar todo sobre las cebollas salteadas. Scott le había asegurado una y otra vez que tenía la situación bajo control. Paula la había acompañado a su auto, le dijo que iría a verla más tarde, a ver si necesitaba algo.


Y ahora, como si las cosas no estuvieran ya malas mientras Isabel se tambaleaba por su confrontación con Jose, Andres decidió hacerle una visita


Todavía sentía náuseas, pero estaba mareada ahora también.


Había intentado convencerse de que verlo de nuevo no sería doloroso, que no importaría.


Pero cuando abrió los ojos de nuevo y miró hacia Andres Alfonso, el primer chico que había amado, el dolor fue tan intenso que la dejó sin aliento.


Treinta años había pasado diciéndose a sí misma que lo había superado. Pero ahora... ahora sabía la verdad. Lo sabía tan bien como conocía su propio rostro en el espejo. 


Así como conocía la forma de la cabeza de Jose bajo su mano cuando le había acariciado el pelo como un niño para que pudiera volver a dormir en medio de la noche después de un mal sueño.


Ella nunca había superado a Andres Alfonso. Y ahora, aquí estaba él, de pie en su playa, mirándola como si hubiera visto un fantasma.


Se llevó las manos a la garganta mientras trataba de recordar cómo respirar, mil inseguridades surgiendo a la superficie a la vez. Los diez kilos que había ganado, sobre todo en su estómago después de tener a Jose. Las líneas en su frente, al lado de sus ojos, alrededor de su boca y en su cuello. Las hebras grises que habían estado librando una guerra con las rubias y ganando sin luchar. Los jeans arrugados y la vieja camiseta que llevaba en la cocina, manchada de pesto y salsa de tomate que había hecho esa mañana.


Tuvo la tentación de saltar al lago y nadar lejos, pero iba a tener que lidiar con Andres alguna vez. Mejor acabar de una vez.


Ella no se apresuró por el muelle, no puso una sonrisa en su cara, no tenía la voluntad para nada tan falso. Pero no frunciría el ceño tampoco, optando por ninguna expresión en absoluto, una cara en blanco que esperaba le dijera al hombre en su playa que no significaba nada para ella más que cualquier extraño.


Cuando poco a poco, él se acerco, su cara camisa de botones prensada y pantalones ajustándosele a una T, aunque parecían ridículamente fuera de lugar en
la orilla.


Treinta años habían hecho mella en él también. Su cabello castaño claro estaba mayormente gris y parecía que no había dormido una noche entera en una década, pero eso era todo material superficial. Por mucho que ella deseara lo contrario, podía ver el magnífico joven que había sido alguna vez. Claramente, él todavía estaba en buena forma y ella supuso que invertía horas en el gimnasio para mantener su físico. Sus manos seguían siendo grandes, sus hombros aún amplios.


—Isabel.


Oír su nombre en sus labios otra vez hizo que sus pies vacilaran debajo suyo y tuvo que cavar hondo para seguir moviéndose.


Levantó la barbilla, encontrándose directamente con sus ojos.


—Andres.


—Dios mío, eres todavía tan hermosa.


Su aliento abandonó sus pulmones en shock, su boca abriéndose y cerrándose con el choque de sus palabras.


—Te ves exactamente igual, Isabel.


—Detente —ella levantó ambas manos, vio que estaban temblando y las metió en sus bolsillos—. No lo hagas.


Ella tenía que cortarle el paso antes que dijera cualquier otra cosa, necesitaba dejar claro dónde estaban los límites.


Y que él no tenía derecho a ninguna parte de su corazón.


—Supongo que estás aquí para tener lista Poplar Cove para la boda de tu hijo.


Él no respondió durante un buen rato, su mirada cada vez más intensa


Finalmente, asintió.


—Sí. Y para ayudar a Pedro también —se aclaró la garganta—. Está pasando por una mala racha en este momento. Tengo que estar aquí para él.


Escuchar a Andres hablar de su hijo con tanto amor apretó su interior. Él estaba demasiado cerca, lo suficientemente como para hacer estallar un millar de mariposas de sus capullos. Y, estúpidamente, no podía dejar de notar la ausencia de un anillo de bodas en su mano izquierda. Como si importara si estaba o no casado.


—Pero Samuel y Pedro no son la única razón por la que volví, Isa.


No había oído ese apodo en treinta años. No habría soñado con dejar que nadie la llamara Isa. Sus oídos empezaron a sonar, un gemido agudo. No podía escuchar más de esto, no ahora, no en el muelle en frente de su casa, no en el mismo lugar en que él le había dicho que la amaba por primera vez.


—No me llames así —dijo, pero las nubes dibujaban una cortina en el sol, convirtiendo la luz del día en la noche. Ella sintió que caía, quería que fuera en cualquier lugar, excepto en sus brazos.












CAPITULO 31 (tercera parte)





Isabel entró por su puerta delantera justo cuando los fuegos artificiales habían terminado. Ella dejó caer sus llaves en la mesa principal, no oyó nada de música golpeteando desde la habitación de su hijo y se preocupó por un segundo antes que se diera cuenta que él estaba probablemente aún en el centro divirtiéndose con sus amigos.


Subió a su habitación para irse a la cama, su corazón palpitando mientras se cepillaba los dientes, se lavaba la cara, se ponía el pijama. Durante toda la tarde en el restaurante, toda la noche mientras servía decenas de comidas, sólo había estado a medias allí. Había querido sacar las cartas unas cien veces. Pero tenía un restaurante que dirigir.


Yendo hacia el lugar en su armario donde había dejado caer su bolso, metió la mano y sacó el fajo de papeles. Todavía no podía creer que Andres las hubiese conservado a todas. 


Eso significaba más para ella de lo que debería. 


Especialmente dado que había quemado todas las de él.


Deslizándose por debajo de sus sábanas, encendió su lámpara de noche. Y mientras leía una carta tras otra, dos años de amor joven quemando las páginas, todo volvió a ella.


Navegar junto a él, volcar el barco a propósito para que pudiera tirar de ella contra él en el agua, besarla hasta que otro barco venía alrededor de la curva hacia donde estaban flotando y se veían obligados a alejarse el uno del otro y dirigirse a su embarcación.


Caminar por los bosques frondosos, sosteniendo su mano en la parte superior de la colina, todo el mundo a sus pies, amando cuando la apretaba contra el áspero tronco de un árbol temblando mientras sus dedos se movían debajo de su camisa, hacia su sujetador, llorando mientras sus grandes palmas la ahuecaban, la acariciaban.


Remar hacia la isla y yacer en sus brazos bajo la luna llena, escuchando el latido fuerte y constante de su corazón mientras estrellas fugaces caían del cielo.


Ella se acurrucó más profundamente bajo sus mantas mientras leía, deseando que estos dulces recuerdos fueran solo eso, temiendo el conocimiento de que no lo eran.


Porque simplemente conocía demasiado bien la carta que iba a encontrar en la parte inferior de la pila, lo que diría.


―Tú la deseas. Puedes tenerla. Para siempre.


La mañana llegó demasiado rápido e Isabel estaba tomando su primer sorbo de café para el día mientras se deslizaba sobre sus zuecos cuando vio la luz intermitente en su antiguo contestador automático. Estaba apoyada en la puerta delantera solo escuchando a medias, cuando por fin se dio cuenta de lo que Paula había dicho.


—Andres está viniendo, Isabel. Está tomando el vuelo nocturno esta noche. Pensé que te gustaría saberlo.


No. Dios no. El único truco era el que su corazón le estaba jugando. Ella deseaba tanto no perder su respiración, hacer que la sala dejara de girar, pero ya era demasiado tarde, y tuvo que poner una mano contra la puerta delantera para sostenerse a sí misma mientras su recuerdo más profundamente reprimido volvía a la vida en brillante tecnicolor.



*****


Durante los últimos dos años, Isabel se había acostumbrado a salir a hurtadillas por la noche para estar con Andres. 


Durante los veranos en el lago era más fácil cuando él estaba allí, justo al lado y podían reunirse en la isla o junto al viejo carrusel tarde en la noche. Pero el resto del año, cuando estaban de vuelta en la ciudad, mientras ella iba a la escuela secundaria y él asistía a clases en la Universidad de Nueva York, era más difícil verlo sin conseguir charlas
interminables de sus padres.


Deseaba que sus padres entendieran sus sentimientos, deseaba que pudieran ver lo perfecto que era para ella. En su lugar, decían cosas como: ―Eres demasiado joven. 
―Tienes toda la vida por delante. Y su favorito: ―El primer amor no dura para siempre, cariño. Como si lo que sentía por Andres fuera nada más que un enamoramiento infantil.


Afortunadamente, él se había asegurado que el pequeño apartamento que compartía con un par de amigos estuviera cerca de la casa de sus padres. Cada vez que sus padres estaban fuera, lo cual era a menudo, ya que ambos estaban muy involucrados en cosas de la música local, ella llenaría su cama con mantas para que pareciera un cuerpo antes de que irse por la escalera de incendios en la parte trasera, solo en caso de que llegaran a casa temprano y fueran a mirar.


Andres siempre estaba esperando allí por ella. Era un barrio seguro, solo madres con autitos y niños jugando a la pelota, hombres de negocios llegando tarde a casa del trabajo. 


Habría estado bien caminando las cuatro cuadras hasta su apartamento, pero él decía que nunca se perdonaría si algo le pasaba. Si ella se lastimaba viniendo a él.


A veces irían a tomar un café y charlarían durante horas, o registrarían minuciosamente tiendas de libros usados que la gente había escrito sobre navegación, pero siempre terminarían de vuelta en su pequeño dormitorio, yaciendo juntos en su pequeña cama. La desnudaría hasta su sujetador y bragas y le diría cuánto la amaba. Cómo no podía esperar a que ella cumpliera dieciocho para que pudiera aceptar el anillo de compromiso que él le había dado, el que ella mantenía guardado en su cajón de los calcetines, y ponérselo en el dedo. Lo mucho que quería hacer el amor con ella, para hacer algo más que solo besarla y acariciarla. A veces, cuando las cosas se volvían demasiado intimas, cuando ella quería ir con él más de lo que quería respirar, apenas se separaban a tiempo. Se sentaban en lados opuestos de la cama, mirando los mapas náuticos clavados en su pared y planeaban su viaje alrededor del mundo hasta que recuperaban la respiración.


Pero a pesar de todas las reglas que rompía cada vez que se escapaba con él, Isabel había oído hablar de varias niñas en su escuela secundaria que habían tenido abortos, y nunca había querido estar en esa horrible posición.


Pero últimamente, cuando ella se apartaba, había visto algo en los ojos de Andres, una decreciente paciencia. No podía culparlo, no cuando eran los mismos ojos que la miraban fijo en el espejo cuando llegaba a casa desde su casa.


Doliendo.


Anhelando.


Unas mil veces, había imaginado lo que se sentiría. El largo y duro deslizamiento de él dentro de ella. Llenándola con su calor. Con todo lo que era.


La ponía caliente sólo pensar en ello. Pronto, ella decidió.


Antes de que los dos se volvieran locos.


Pero no quería apresurarse, tener que ponerse rápidamente su ropa después de eso para llegar a su casa. Deseaba quedarse dormida en sus brazos, pasar una noche entera con él, despertar con él por la mañana y ver la luz del sol jugar en su rostro. Así que cuando sus padres le dijeron que habían sido invitados a tocar en un concierto fuera de la ciudad, y querían que ella fuera, se inventó la excusa de demasiada tarea, que necesitaba tener lista para sus exámenes.


No podía esperar para decirle a Andres sus planes, para compartir la deliciosa anticipación con él. No habían planeado verse uno al otro esa noche, pero después de decirles a sus padres que iba a encontrarse con una amiga, ella se dirigió a su apartamento.


Tuvo que golpear con fuerza un par de veces para hacerse oír por encima de la música a todo volumen. Siempre había pensado que sus compañeros de cuarto eran un poco extraños, pero pasaba tan poco tiempo con ellos, que realmente no importaba.


James abrió la puerta, sus ojos inyectados en sangre, su aliento oliendo a vino barato.


—Hola, nena —le dijo, mirándola, como siempre lo hacía, ligeramente lascivo—. ¿Traes algunas de tus calientes amigas colegialas contigo?


—No —dijo ella secamente, mirando alrededor de la habitación por Andres. Pero él no estaba allí. Dirigiéndose a través de una nube de humo, más allá de una pareja besándose en el sofá raído, otra contra la encimera de la cocina, entró en el oscuro pasillo.


La puerta de Andres estaba cerrada y ella sonrió ante la idea de encontrarlo allí, inclinado sobre sus libros de ingeniería industrial mientras que la fiesta bramaba a un pasillo de distancia. Él le había dicho que era lo más cercano a obtener un grado en la construcción de barcos y cuando había observado a través de sus libros y vio todas las extrañas ecuaciones y gráficos, había estado muy impresionada.


Ella no llamó. ¿Por qué lo haría, cuando había pasado tantas horas en su dormitorio? Su corazón pateó de nuevo ante la idea de lo que estaba a punto de decirle mientras giraba el pomo y abría la puerta. Ella ya sabía cuál sería su reacción, que la tomaría en sus brazos y la besaría hasta dejarla sin aliento.


Pero a medida que la puerta se abría, en vez de encontrarlo en su escritorio, concentrándose en la tarea, vio a dos figuras moviéndose juntas en la penumbra. La sábana había caído y había tanta piel desnuda, más de lo que jamás había visto. Estaban mirando hacia atrás en la cama, como si hubieran tenido demasiado prisa para descubrir cuál era la forma correcta.


Su primer pensamiento fue que no podía ser él. Pero lo era, oh Dios, ¿cómo podía?, y lo único que podía pensar en torno a la desesperación y la traición que rápidamente estaba tomando cada célula de su cuerpo, era que se suponía que debía ser ella debajo de él, no una chica hermosa con bronceada piel, de pelo largo y oscuro retorciéndose en la cama, gritando su nombre.


Pero en última instancia, fue la expresión de la cara de él lo que sabía que nunca sacaría de su cabeza. El intenso placer de la liberación, de todos esos años reprimidos de frustración sexual finalmente siendo liberados.


Con otra chica.



*****


Jose la encontró allí, apoyada contra la puerta delantera, sintiendo las mismas náuseas ahora como lo había hecho hacía muchos años atrás.


—Mamá, ¿qué estás haciendo?


Ella parpadeó con fuerza, tuvo que trabajar como el infierno para alejar la visión de Andres haciendo el amor con otra persona.


—Nada —finalmente logró decir—. Sólo estoy preparándome para ir a trabajar.


Él la miró como si estuviera loca.


—Lo que sea.


Viéndolo caminar a la cocina para buscar un tazón de cereal, volvió a pensar lo mucho que odiaba cómo las cosas habían estado tensas entre ellos desde aquella tarde en el restaurante cuando él la había volado.


Forzando una sonrisa, le preguntó:
— ¿Tienes algún plan divertido para hoy?


Él se encogió de hombros.


—Nop. Solo pasar el rato.


Por supuesto que él no quería hablar con ella. Ya nunca lo hacía. Se mordió la lengua, sabiendo que tratar de forzarlo sólo le haría callarse más.


Su hijo estaba creciendo. Y no había nada que pudiera hacer al respecto. Además, ¿no había querido que sus padres se quedaran con el programa cuando tenía su edad? Lo que, había descubierto a menudo en los últimos años como madre, tenía una inquietante tendencia a entrar en razón. La solución era fácil. Necesitaba relajarse. Retrocede un poco.


Sin embargo, no podía irse sin pasarse y darle un beso en la cabeza, aunque él se apartó a mitad del beso.


Agarrando sus llaves de la encimera, se dirigió al pueblo para abrir el restaurante, trabajar horas extras, la única forma, para empujar los recuerdos de Andres fuera de su cabeza.


Y convencerse de que no le iba a doler como el infierno verlo de nuevo.



*****


Andres Alfonso nunca había planeado volver a Poplar Cove. 


Y sin embargo, acababa de llegar al Aeropuerto Internacional de Albany, tomó un auto de alquiler y voló a través de las mismas carreteras fuera de pistas que había recorrido tantas veces con sus padres cuando era un niño.


Cuando niño, prácticamente había contenido su respiración hasta que su cabaña de madera entraba en la visión, saliendo a toda velocidad del auto en cuanto estacionaban. 


Ahora, al igual que entonces, su corazón latía con fuerza cuando hizo el desvío fuera de la carretera de dos carriles, pero por razones completamente diferentes.


Ya no era un niño con toda su vida por delante. En cambio, era un hombre dirigiéndose hacia los cincuenta como una bala. Y todo lo que tenía para mostrar era un matrimonio fracasado, la jubilación forzosa de la firma de abogados a la que le había dado un centenar de horas a la semana, y un par de niños que apenas conocía.


Esa era la peor parte. No conocer a sus hijos, tener que escuchar de extraños lo heroicos que eran, que eran dos en un millón, lo mejor de lo mejor.


Ya debería saberlo, maldita sea, había hecho una promesa a Dios hace dos años cuando su hijo menor había acabado en la UCI, inconsciente y quemado, que si Pedro se ponía bien, si salía del hospital en una sola pieza, Andres haría cualquier cosa. Se convertiría en un mejor esposo. Pasaría menos tiempo en la oficina. Se acercaría a sus hijos.


Pero no había funcionado así en absoluto. Pedro era un superviviente de principio a fin, gracias a Dios, pero Elisa le había presentado los papeles de divorcio prácticamente el mismo día que Pedro dejó el hospital. Y a pesar de que se había acercado a Samuel y Pedro una y otra vez, ninguno de ellos había querido tener nada que ver con él. No hasta el año pasado, cuando Samuel se había enamorado de una bella personalidad de la televisión de San Francisco. De repente, las líneas se habían abierto. Andres sabía que tenía que dar las gracias a Diana por ello, que había alentado a Samuel a regresarle algunas llamadas, a aceptar un par de invitaciones a cenar.


Pedro, por otro lado, era un hueso mucho más duro de roer. 


A través de Samuel, Andres se había enterado de lo mucho que se identificaban con sus trabajos. Ser un Hotshot no era sólo algo que pagaba las cuentas, era lo que eran, todo el camino hasta la médula. Razón por la cual Andres había ofrecido varias veces ayudar a Pedro con el proceso de apelación al Servicio Forestal, pero su hijo nunca le había hecho caso.


Y entonces ayer, Samuel le había contado a Andres la mala noticia. El Servicio Forestal pensaba que el accidente de Pedro era demasiado extremo. Él nunca combatiría el fuego de nuevo.


Andres recogió el teléfono y compró el primer boleto a Albany. Pedro lo necesitaba. Por una vez no le fallaría.


El auto se acercó a Poplar Cove entre las cabañas, el lago brilló tan azul que casi pensó que lo estaba imaginando. 


Incluso con gafas de sol tenía que entrecerrar
los ojos. Treinta años había pasado en San Francisco, y ni una sola vez tomó un fin de semana largo para ir de excursión, para lanzar una caña de pescar en la parte trasera de su auto y encontrar un lago bien surtido.


Su pecho se apretó. Dios, cómo había extrañado este lugar. 


Frenó el auto para poder mirar el agua, las montañas, los familiares campos viejos.


Por un momento, se olvidó de todo excepto su intenso placer por estar de vuelta en Blue Montain Lake.


Pero mientras estaba sentado en su auto en medio de la carretera, se le ocurrió, poderosamente, que a pesar de que había estado experimentando una gran sensación de déjà vu desde el aterrizaje en Albany, el quid de la cuestión era que nada era lo mismo de lo que había sido hace treinta años.


Claro, el viaje en auto era prácticamente el mismo. Los campos eran todavía como siempre lo fueron. El lago estaba lleno de barcos. Pero todos los sueños de Andres estaban enterrados tan profundos que ya no podía decir qué era lo que ese chico de diecinueve años de edad, que una vez había sido, realmente quería.


Todo lo que sabía era que no lo había conseguido.


Un auto tocó la bocina detrás suyo y él puso su pie en el pedal del acelerador, el aparcamiento de grava detrás de Poplar Cove llegando finalmente a la vista. Deteniéndose, vio un auto y una camioneta. Durante la breve conversación que había tenido con sus padres, le dijeron que estaban alquilando la cabaña a una mujer joven. Asumió que la camioneta pertenecía a Pedro quien, evidentemente, estaba trabajando en la cabaña para la boda de Samuel.


Saliendo del auto, tomó las escaleras hasta el porche y llamó a la puerta. Cuando miró dentro pudo ver a una mujer joven y bonita de pie delante de un caballete. Ella parecía estar bailando junto a algo, pero no podía escuchar ningún tipo de música.


—Disculpe —dijo, pero ella no se giró, parecía no haberlo escuchado—Disculpe —dijo de nuevo, esta vez más fuerte, y esta vez, ella se volvió justo cuando Pedro salió al porche.


—Papá —dijo, no precisamente luciendo complacido de verlo.


Sin embargo, Andres no pudo evitar sonreír. Ir desde donde su hijo había estado, tendido bajo una sábana blanca conectado a máquinas a este hombre fuerte y joven... era un milagro.


Pedro, te ves muy bien —dijo, todavía de pie al otro lado de la puerta mosquitera.


La mujer pasó junto a Pedro y abrió la puerta.


—Hola, soy Paula. ¿Por qué no entras?


Él entró y le estrechó la mano extendida. Pensó en caminar hacia su hijo y abrazarlo, pero no lo había abrazado desde que Pedro era un niño pequeño. Andres rápidamente desechó la idea como una mala.


— ¿Cómo estuvo tu vuelo? —le preguntó Paula mientras el silencio se alargaba varios latidos.


—Bien —se aclaró la garganta—. Grandioso.


Ella lanzó una mirada a Pedro, e incluso desde esta distancia, Andres pudo sentir una fuerte conexión entre los dos.


—Debes estar agotado.


—No, estoy bien. Descansé de un par de horas en el avión.


El reloj de pulsera de Paula sonó y ella lo miró con evidente consternación.


—Lo siento, pero tengo que ir a trabajar —otra mirada rápida hacia su hijo—. Si quieres algo de comer, Pedro sabe donde está toda la comida. Estoy segura de que él podría calentar algo para ti.


Se dio la vuelta para dirigirse a la casa, rozándose contra Pedro mientras pasaba. Andres vio la reacción de su hijo, la forma en que sus dedos se extendieron para rozar los de ella.


Andres recordó cómo se sentía estar con una chica que podía noquearte con nada más que una mirada, con el suave toque de sus dedos sobre su piel. Había sido la mejor sensación del mundo.


— ¿Quieres una Coca Cola? —preguntó Pedro.


—Ya he tenido suficiente cafeína para que me dure la semana.


Pedro alzó las cejas.


—Está bien. Voy a conseguir una.


¿Ya se había enojado, por nada más que un refresco? 


Debería haber tomado lo que fuera que su hijo le ofreciera.


Mientras Pedro se dirigía a la cocina, Andres miró alrededor de la vieja cabaña de madera. Lucía casi idéntica a la forma que tenía cuando era un niño. Algunos muebles nuevos, un tono más claro de verde en el porche, pero por lo demás era como si el tiempo se hubiera detenido.


Paula bajó las escaleras, entró en la cocina, le dijo algo a Pedro que no pudo entender. No queriendo ser Tom el mirón, retrocedió, pero no antes de que la alcanzara a ver ponerse de puntillas para besar a su hijo.


—Espero verte más tarde —le dijo a Andres mientras caminaba hacia la puerta mosquitera.


Pedro se sentó con su Coca Cola y Andres deseó tener algo que hacer con sus manos, incluso si solo era abrir la pestaña de la lata.


Había sido así el día que Pedro había nacido, sus manos temblando mientras él iba a recogerlo. Los recién nacidos lo asustaban. Eran tan pequeños, tan indefensos, y en cada momento dependían de ti. Y aunque Pedro era un par de centímetros más alto que él ahora, Andres se sintió tan incómodo, tan inseguro de sí mismo.


— ¿Cómo va el trabajo en la cabaña?


—El cableado era un desastre. Los troncos se están pudriendo. El techo cayéndose.


Andrea asintió con la cabeza, trató de pensar en qué decir a continuación.


— ¿Te quedas en el pueblo o...?


—Aquí. Me estoy quedando aquí.


—Eso es genial. Paula parece una hermosa chica.


Mierda, otra dura mirada de su hijo. Él era un abogado, debería saber cómo llevar una conversación en la dirección que él quería que fuera.


— ¿Te has encontrado con alguno de tus viejos amigos?


—Vamos a cortar el rollo. ¿Por qué estás aquí?


Andres se erizó ante el tono de su hijo, olvidándose de su intención de ser el tipo agradable.


—Poplar Cove no es tuya, es de tus abuelos. Lo que la hace mía también. Tengo todo el derecho de estar aquí.


—Te equivocas —Pedro se levantó, miró hacia abajo en él—. Esta es la casa de Paula ahora. Solo estás aquí porque ella te dejó entrar. Y eso es sólo porque ella no sabe absolutamente nada de ti.


Andres también se levantó, se enfrentó con su hijo. Él no era tan ancho por años de agotador trabajo físico, pero tenían la misma estructura básica. Aparte de los veinte años de diferencia entre ellos, estaban bastante igualados.


— ¿Qué tal si cortamos derecho, entonces?


Andres había pensado que tenía que andar con cuidado. Al diablo con eso. Si Pedro iba a venir hacia él a toda velocidad, iba a ver que su padre era lo suficientemente fuerte como para bloquearlo.


—Tu hermano me llamó. Me contó lo que pasó. Que el Servicio Forestal había rechazado tu apelación final. Es por eso que estoy aquí. Para cuidar de los míos.


—Estoy bien.


Por primera vez en mucho tiempo, Andres se vio a sí mismo en su accidentado hijo. Él había hecho esa misma cosa una vez, trabajó como el infierno para convencer a todos, pero sobre todo a sí mismo, que el abrupto cambio que su vida había tomado era lo que él quería.


—Toda mi vida he trabajado en hechos y datos por sí solos —le dijo a su hijo—. Estos son los hechos. Siempre has querido ser un bombero y nada más. Y ahora tu futuro ha sido jodido por un montón de trajeados.


Desde una perspectiva legal, Andres comprendía por qué el Servicio Forestal no podía arriesgarse a tener a un hombre herido en el campo que podía congelarse en un momento crucial.


—Eso es un golpe brutal, Pedro. Uno al que vas a tener que hacer frente tarde o temprano.


—Te lo dije. Estoy bien.


—No acabo de volar aquí en un vuelo nocturno de mala muerte para escucharte decir esa basura de negación.


La boca de Pedro giró a un lado.


—Ahora ese es un sufrimiento real. Un vuelo nocturno.


Un sonido de frustración se propagó de la garganta de Andres, dos años de invitaciones rechazadas para conectarse con su hijo todos viniendo a él a la vez.


—Tus tests de coeficiente intelectual estaban por las nubes. Podrías haber sido cualquier cosa que quisieras. Sólo tienes treinta. No es demasiado tarde para volver a la escuela, convertirte en un médico o un profesor. Demonios, he oído que has sido un infierno de maestro para los novatos Hotshots estos dos últimos años.


—Piensa cuánto más fácil habría sido decirme eso por teléfono en vez de venir hasta aquí.


—Maldita sea, Pedro, soy tu padre. Hice a un lado todo lo demás en mi vida para venir aquí. Para ayudarte.


—Tonterías. Nunca quisiste que Samuel y yo fuéramos bomberos, no te cansabas de decir que era un trabajo sin futuro. Debes sentirte muy complacido de tener finalmente la razón.


Andres tenía que tomar un descanso, reevaluar, acercarse a Pedro desde un ángulo diferente, pero antes de que pudiera hacer nada de eso, Pedro estaba diciendo:
— ¿Engañaste a mamá?


¿Qué demonios?


— ¿Engañar a tu madre? ¿De qué estás hablando? Yo podría haber hecho un montón de cosas, pero nunca hice eso.


—Yo ya sé de Isabel.


Andrew abrió la boca, la cerró con tanta fuerza que sus dientes resonaron juntos. Ahora tenía sentido por qué Pedro había estado tan enfadado desde el momento en que había puesto un pie en el porche.


Con los dientes apretados, él dijo:
—Conocí a Isabel antes...


Todo estaba tan entrelazado. Andres estuvo tentado a mentir, pero algo le decía que sólo volvería a morderle en el culo más duro.


—Salimos antes de conocer a tu madre —y él desesperadamente había querido a Isabel de vuelta después. A pesar de que había sido imposible.


— ¿Fue Isabel la razón por la que no pudiste hacer que tu matrimonio funcionara?


—Sí —él negó con la cabeza—. No. Todo fue hace tanto tiempo. Lo intentamos, Pedro. Te lo juro. Tu madre y yo tratamos de hacer que funcionara.


—Ella trató —Pedro se puso de pie—. Tú no lo hiciste.


La aflicción se estrelló contra Andres mientras su hijo se alejaba, el botón de rebobinado en su cabeza llevándolo a través de los últimos minutos, resaltando todos los aspectos que había jugado mal.


Algo le decía que si dejaba ir a su hijo ahora, habrían acabado. Completamente. Lo que significaba que tendría que jugar su última carta. El amor de Pedro por su hermano.


—Por favor, Pedro —dijo, extendiendo la mano para agarrar el brazo lleno de cicatrices de su hijo—. Entiendo que no soy tu persona favorita en el mundo, que te gustaría echarme en el siguiente avión de regreso a San Francisco. Pero Samuel y Diana me pidieron que si puedo llevarla hasta el altar y quiero ser parte de la boda de Samuel, hacer lo que pueda para ayudarlos a prepararse para ello.


Se tragó todo lo demás. Quiero ser parte de tu vida. Llegar a conocer finalmente al hombre en que te has convertido. Tal vez estar para ti un día en tu boda. Pedro no quería oír nada de eso.


El silencio se prolongó lo suficiente para que Andres sintiera riachuelos de sudor empezar a correr por su pecho. Y luego, finalmente, Pedro se encogió de hombros.


—Haz lo que quieras. No supone ninguna diferencia para mí —Pedro agarró sus zapatillas de correr del porche—. Voy a salir a correr.


Andres se quedó de pie solo en el porche de la cabaña, viendo a su hijo correr por la arena, desesperado por alejarse de él.