jueves, 29 de octubre de 2015

CAPITULO 32 (tercera parte)




El cielo estaba azul brillante, el lago como el cristal cuando Jose desató la lancha de su madre desde el muelle en frente de su casa. Cinco amigos, incluida Hannah Smiley, se encontraban a bordo, abriendo las latas de refrescos y hablando de las enormes llamas de la fogata de anoche. Los conocía a todos ellos, con excepción de Hannah, desde que tenía cinco años. Algunos de ellos estaban a tiempo completo como él, otros sólo venían durante el verano.


Poniéndose detrás del timón, hizo caso omiso de la velocidad permitida de ocho kilómetros por hora en la bahía y se disparó lejos del muelle, su enorme estela rápidamente lavando sobre la orilla golpeando los botes de sus vecinos en sus muelles.


Hannah era la única razón por la que esta semana pasada no había sido completamente un desastre. Si no fuera por ella, habría más bien vuelto al loft de su padre en la ciudad, yendo a ruidosos y concurridos restaurantes, jugando a los últimos juegos de video en el horrible sistema de juego de su padre, bebiendo cerveza con los amigos de su padre en la noche de póquer mientras apostaba, y perdía, dinero real de sus apestosas manos.


Volver a Blue Mountain Lake era como entrar en arenas movedizas. Pequeño. Aburrido. ¿Podría el restaurante de su madre ser más diferente de la animada oficina con diseño de arquitectura de su padre en la ciudad? Decoración roja y blanca de los cincuenta frente a vidrio y acero.


¿Cómo demonios habían conseguido juntarse alguna vez sus padres? Claro, él amaba a su madre y todo eso, pero ella era tan pueblerina. Mientras que su padre tenía los trajes más elegantes, los jeans y zapatos más geniales, incluso varios pares de modernas gafas que cambiaba toda la semana para que coincidieran con su estado de ánimo.


Él miró por encima de su hombro hacia Hannah de una manera casual, no para que ella se diera cuenta que estaba mirándola, a pesar de que sin duda lo estaba. Ella se veía bien con sus pantalones cortos blancos y camiseta amarilla. 


Mejor que bien en realidad. Todavía no podía creer que ella hubiera querido salir en su barco. No es que él fuera el perdedor del pueblo o algo, pero no salía con la multitud fiestera tampoco. Hannah tenía el aspecto de encajar con el grupo, pero de alguna manera, había elegido pasar el rato con él en su lugar.


Genial.


—Hombre, tu barco es genial —dijo su amigo Matt—. No puedo creer que tu mamá te permitiera sacarlo sin ella.


Jose se encogió de hombros. Síp, el barco estaba bien, pero había estado viajando alrededor de este lago desde que tenía cinco años. Tenía casi dieciséis. Ya no era un niño.


Él estaba listo para un cambio, y para la oportunidad de mostrarle a Hannah el tipo duro que realmente era. Sobre todo después de que ese tipo en la playa hubiera enloquecido por sus fuegos artificiales.


—Toma el timón —dijo, poniéndose de pie y saliendo a la proa.


—Amigo, eso es ilegal —dijo Ben.


Claro, pensó Jose, su madre enloquecería si lo viera montando la proa, pero ella siempre estaba encerrada en su restaurante al otro lado del lago.


— ¿Cuándo fue la última vez que un guardabosque salió al lago y arrestó a alguien? —él miró a Hannah y sacudió la cabeza como para decir: ―Deberíamos haber dejado este perdedor en la orilla.


Arrastrándose a través de la fibra de vidrio blanca, lo hizo hasta la barandilla de metal en la punta más lejana del barco. Colgando sus piernas por debajo de esta, él le gritó a Matt:
— ¡Acelera!


Una sonrisa malvada estaba en la cara de Matt cuando su amigo golpeó el motor a toda marcha, lo suficientemente rápido que los ojos de Jose se aguaron y la piel de su rostro sopló hacia atrás como si fuera un perro de caza.


Demonios síp, esto le gustaba más.


Adrenalina.


Velocidad.


Peligro.


Ellos se movieron en un círculo cerrado para evitar un velero y estaban girando hacia la bahía cuando Matt casi apagó el motor en seco.


— ¿Qué infiernos...?


La palabra se detuvo en su garganta cuando miró hacia arriba.


Su madre estaba de pie en su playa. Y estaba claramente gritando.


Mierda. ¿Cuáles eran las probabilidades? Nunca salía del restaurante en mitad del día.


Qué suerte la suya, ella tuvo que escoger el momento en el que había una chica en el barco. Inclinando la cabeza hacia abajo para que el pelo cayera sobre su rostro, evitó el contacto visual con Hannah.


No quería verla riéndose de él. ¿Cómo diablos iba a vivir con eso?


Sintiéndose repentinamente torpe, desenredó sus miembros de la barandilla y se arrastró de vuelta a través de la proa.


—Dame el volante —gruñó y Matt saltó fuera del camino.


—Estoy muy jodido si mi madre se entera de que estaba conduciendo tu barco —dijo su amigo. Matt se mordió las uñas, apenas a un paso de succionar su pulgar como había hecho hasta los seis años.


—Fue mi idea —dijo Jose—. Tomaré todas las críticas.


Sin embargo, a pesar de que no quería que sus amigos o Hannah pensaran lo contrario, su estómago se retorcía y luchaba contra el impulso de vomitar. A principios del verano, su madre había dejado muy en claro para él que conducir su barco venía con responsabilidades. Estaba bastante seguro que romper la ley no era una de ellas.


Él tomó un cuidado extra al llevar el barco al muelle sin chocarlo, y tan pronto como empezó a atarlo, sus amigos saltaron. Saliendo última, Hannah se detuvo junto a él.


— ¿Necesitas algo de ayuda?


Sin levantar su cara para mirarla, él negó con la cabeza.


—Nop. Nos vemos más tarde.


Él podía ver los pies de Hannah en sus sandalias negras, las uñas de los dedos de sus pies pintadas de color púrpura. 


Durante un largo rato, ella se quedó parada allí en silencio, como si estuviera esperando a que él dijera algo más. O, tal vez, que la mirara de nuevo.


Deseó que se fuera ya y lo dejara morir de humillación solo.


—Um, tu madre está viniendo, así que supongo que será mejor que me vaya. Te veré por ahí.


Tragó saliva por el enorme nudo en su garganta. ¿Por qué había decidido montar la proa hoy? ¿Por qué no podía simplemente haber llevado a todos a un paseo por el lago, pasándola bien?


Los pasos de su madre eran fuertes y rápidos mientras caminaba por el largo muelle de madera para masticar su culo. Bloqueando el sol con su sombra mientras se paraba por encima de él, sus primeras palabras fueron:
—Podrías haber muerto.


Levantó la mirada hacia su madre, tomó nota de la forma en que su voz temblaba, y supo al instante lo asustada que había estado de que algo le pasara. Pero, ¿no lo entendía? 


Él ya no era un niño. No había manera de que se hubiera caído, y aunque lo hubiera hecho, él sabía nadar profundo para evitar ser masticado por la hélice.


—No morí. Estoy bien.


Su expresión pasó del miedo a la ira en un santiamén.


— ¿Eso es todo lo que tienes para decirme? Ningún, “Lo siento, mamá, no voy a hacerlo de nuevo”. Ningún, “Oh vaya, no sé lo que estaba pensando”. ¿Sólo que saliste vivo de ello?


Sabiendo que sería mejor comenzar a actuar arrepentido, dijo:
—No sé lo que estaba pensando. No volverá a suceder.


—Me asustaste demasiado, chico.


—Lo sé.


Ella lo miró durante un largo momento.


—Parece que fue ayer que eras un niño.


Se apartó de ella y recogió las toallas que había dejado en el extremo del muelle. Esto era exactamente a lo que él quería llegar. Necesitaba que ella entendiera.


—Ya no soy un niño.


Ella respiró hondo, luego suspiró.


—Lo sé. Y es por eso que voy a tener que tratarte como un hombre joven, en vez de un niño —ella le tendió la mano—. Dame las llaves.


Él se quedó quieto, sus dedos instintivamente cerrándose en torno a las llaves.


—Te lo dije, no voy a hacerlo de nuevo.


—Te creo. Pero necesitas aprender una lección. Y ya que soy tu madre, soy la que va a tener que enseñarte —ella arrancó las llaves fuera de su mano—. El barco está fuera de los límites por una semana.


La indignación se disparó a través de él.


— ¿Qué demonios se supone que debo hacer en este estúpido pueblo sin mi barco?


—Mi barco —respondió ella—. Y ahora son dos semanas.


Primero lo había avergonzado delante de Hannah. Ahora, ¿lo estaba castigando por una pequeña estúpida transgresión?


—Apestas.


Ella dio un paso hacia delante, empujado el dedo índice en su pecho.


—Ahora mismo, tú también.


La rabia le alcanzó, empujó las palabras.


—Me gustaría todavía estar en la ciudad con papá —quería que ella se sintiera tan mal como él—. No me extraña que no quisiera quedarse contigo. No es de extrañar que se divorciara de ti.


Pero cuando por fin consiguió lo que había estado buscando, vio el dolor en los ojos de su madre, en lugar de victoria sólo había un vacío. Sin saber cómo decir que lo sentía, no queriéndolo realmente tampoco, se fue corriendo del muelle.


Sería mejor para todos si se comenzaba a planear su fuga a la ciudad de Nueva York. Sólo que esta vez, iba a quedarse allí. Para siempre.



*****


Andres tenía la intención de regresar a su auto de alquiler, conducir al pueblo y encontrar una habitación en la posada.


Sentarse y trazar un plan para conseguir que su hijo confiara en él. Pero cuando llegó a la hierba al final de las escaleras del porche y miró hacia el bosque que separaba su campamento del de Isabel, como tirado por un imán, sus pies empezaron a dirigirse por ese camino.


El camino trillado entre Poplar Cove y el campamento Sunday Morning había crecido a lo largo y las ramas lo arañaban a través de sus pantalones y camisa de manga larga abotonada. Vestía de manera equivocada para el lago. 


Cuando niño nunca había llevado otra cosa que pantalones cortos y camisetas. Se sentía como una persona vieja mientras poco a poco se abría camino a través del bosque, el tipo de persona del que se habría burlado cuando era niño, un novato total.


Tropezó con un grueso tronco muerto y maldijo en voz alta mientras se sostenía a sí mismo en uno de los muchos álamos por los que sus abuelos habían nombrado a su campamento. Sus palabras no hicieron una gran impresión en el bosque, no como lo habían hecho durante tres décadas en la sala del tribunal.


Recordó hacía dos meses, cuando el engreído joven Douglas Wellings, de treinta y cinco años, lo llamó a la sala de juntas. Allí estaba sentado el resto de la nueva guardia, una gran cantidad de niños que creían que todo lo que necesitaban para ganar los casos era rapidez y conexiones. 


Había unos cuantos viejos como él sentados allí también, pero ninguno le devolvía la mirada. Y fue entonces cuando él lo supo. Veinticinco años le había dado a la firma. Y todo se ha ido en un instante.


Todos sabemos lo mal que está la economía. Tenemos que hacer algunos recortes en alguna parte. Es tan difícil tomar esta decisión. Gracias por su servicio. Ahora di adiós, abuelo.


Durante días hizo planes. Demandaría por discriminación por edad. Por despedirlo sólo para que pudieran darse la vuelta y contratar a alguien más barato. Él se quedó despierto toda la noche en internet, estudió minuciosamente a través de sus libros, y estaba casi listo para entregar los documentos cuando Samuel y Diana le habían pedido reunirse en la ciudad.


Ellos se iban a casar. Querían que llevara a Diana al altar.


Él torpemente había parpadeado para contener las lágrimas en el sofá de su sala de estar. Les dio las gracias profusamente por el honor, sabía que los había hecho sentir incómodos.


Dejando su casa, se dio cuenta de que no estaba luchando contra su despido tan duro porque realmente quisiera su trabajo de vuelta. Se trataba simplemente de que quisiera demostrar que era digno de algo. De alguien. De cualquier persona.


Aumentó el agarre sobre el tronco del árbol, sin darse cuenta que la corteza estaba cavando en su carne hasta un momento demasiado tarde. Otra maldición salió de sus labios cuando vio un hilo de sangre en su palma. Treinta años alejado de este lugar lo habían hecho un novato con manos suaves. Mañana a primera hora iría a la tienda para conseguir un nuevo conjunto de ropa para el lago.


Chupando su mano con su boca, siguió haciendo su camino a través de los árboles. Los destellos de color azul entre los troncos y ramas se volvían más y más grandes hasta que el bosque dio paso a la arena.


El sol se reflejaba en el agua y lo cegó momentáneamente.


 Y entonces la vio.


Isabel.


Ella estaba sentada en el borde de su muelle, con las piernas colgando en el agua, y su corazón dejó de latir en su pecho. Desde donde estaba parado, el tiempo se había detenido, y podía haber jurado que estaba mirando a la chica de quince años de edad, de la que había caído locamente enamorado.


Su pelo rubio lacio todavía rozaba el borde de sus hombros y su contextura era tan delgada como lo había sido cuando era una adolescente. Sin pensarlo, sus pies lo llevaron hacia ella.


Una lancha rápida voló en la bahía y sus elegantes líneas modernas bruscamente lo catapultaron al presente.


Jesús, ¿qué estaba pensando? ¿Qué podía volver a Blue Mountain Lake y rebobinar treinta años? ¿Qué podía ser todo como él deseaba que hubiera sido, en lugar de la forma en que había sido en realidad?


Justo en ese momento, Isabel se movió en el muelle, empujando sus pies debajo de ella para ponerse de pie. 


Andres trabajó como loco para encontrar una vía de escape.


¡Sólo date la jodida vuelta y corre, idiota!


Pero sus pies no se moverían. En cambio, lo único que podía hacer era quedarse quieto como una estatua y ver como Isabel se daba la vuelta.


Y lo veía.



*****


Isabel cerró los ojos con fuerza, se obligó a tomar un respiro.


Entre anoche y esta mañana, su cabeza se había vuelto más difusa y borrosa. Y luego, cuando Paula había llegado a trabajar en el turno del almuerzo y dijo que acababa de conocer a Andres, Isabel había sido golpeada por un intenso dolor de cabeza.


Ella nunca habría soñado con dejar el restaurante en medio de la fiebre del almuerzo si no hubiera estado a punto de vomitar todo sobre las cebollas salteadas. Scott le había asegurado una y otra vez que tenía la situación bajo control. Paula la había acompañado a su auto, le dijo que iría a verla más tarde, a ver si necesitaba algo.


Y ahora, como si las cosas no estuvieran ya malas mientras Isabel se tambaleaba por su confrontación con Jose, Andres decidió hacerle una visita


Todavía sentía náuseas, pero estaba mareada ahora también.


Había intentado convencerse de que verlo de nuevo no sería doloroso, que no importaría.


Pero cuando abrió los ojos de nuevo y miró hacia Andres Alfonso, el primer chico que había amado, el dolor fue tan intenso que la dejó sin aliento.


Treinta años había pasado diciéndose a sí misma que lo había superado. Pero ahora... ahora sabía la verdad. Lo sabía tan bien como conocía su propio rostro en el espejo. 


Así como conocía la forma de la cabeza de Jose bajo su mano cuando le había acariciado el pelo como un niño para que pudiera volver a dormir en medio de la noche después de un mal sueño.


Ella nunca había superado a Andres Alfonso. Y ahora, aquí estaba él, de pie en su playa, mirándola como si hubiera visto un fantasma.


Se llevó las manos a la garganta mientras trataba de recordar cómo respirar, mil inseguridades surgiendo a la superficie a la vez. Los diez kilos que había ganado, sobre todo en su estómago después de tener a Jose. Las líneas en su frente, al lado de sus ojos, alrededor de su boca y en su cuello. Las hebras grises que habían estado librando una guerra con las rubias y ganando sin luchar. Los jeans arrugados y la vieja camiseta que llevaba en la cocina, manchada de pesto y salsa de tomate que había hecho esa mañana.


Tuvo la tentación de saltar al lago y nadar lejos, pero iba a tener que lidiar con Andres alguna vez. Mejor acabar de una vez.


Ella no se apresuró por el muelle, no puso una sonrisa en su cara, no tenía la voluntad para nada tan falso. Pero no frunciría el ceño tampoco, optando por ninguna expresión en absoluto, una cara en blanco que esperaba le dijera al hombre en su playa que no significaba nada para ella más que cualquier extraño.


Cuando poco a poco, él se acerco, su cara camisa de botones prensada y pantalones ajustándosele a una T, aunque parecían ridículamente fuera de lugar en
la orilla.


Treinta años habían hecho mella en él también. Su cabello castaño claro estaba mayormente gris y parecía que no había dormido una noche entera en una década, pero eso era todo material superficial. Por mucho que ella deseara lo contrario, podía ver el magnífico joven que había sido alguna vez. Claramente, él todavía estaba en buena forma y ella supuso que invertía horas en el gimnasio para mantener su físico. Sus manos seguían siendo grandes, sus hombros aún amplios.


—Isabel.


Oír su nombre en sus labios otra vez hizo que sus pies vacilaran debajo suyo y tuvo que cavar hondo para seguir moviéndose.


Levantó la barbilla, encontrándose directamente con sus ojos.


—Andres.


—Dios mío, eres todavía tan hermosa.


Su aliento abandonó sus pulmones en shock, su boca abriéndose y cerrándose con el choque de sus palabras.


—Te ves exactamente igual, Isabel.


—Detente —ella levantó ambas manos, vio que estaban temblando y las metió en sus bolsillos—. No lo hagas.


Ella tenía que cortarle el paso antes que dijera cualquier otra cosa, necesitaba dejar claro dónde estaban los límites.


Y que él no tenía derecho a ninguna parte de su corazón.


—Supongo que estás aquí para tener lista Poplar Cove para la boda de tu hijo.


Él no respondió durante un buen rato, su mirada cada vez más intensa


Finalmente, asintió.


—Sí. Y para ayudar a Pedro también —se aclaró la garganta—. Está pasando por una mala racha en este momento. Tengo que estar aquí para él.


Escuchar a Andres hablar de su hijo con tanto amor apretó su interior. Él estaba demasiado cerca, lo suficientemente como para hacer estallar un millar de mariposas de sus capullos. Y, estúpidamente, no podía dejar de notar la ausencia de un anillo de bodas en su mano izquierda. Como si importara si estaba o no casado.


—Pero Samuel y Pedro no son la única razón por la que volví, Isa.


No había oído ese apodo en treinta años. No habría soñado con dejar que nadie la llamara Isa. Sus oídos empezaron a sonar, un gemido agudo. No podía escuchar más de esto, no ahora, no en el muelle en frente de su casa, no en el mismo lugar en que él le había dicho que la amaba por primera vez.


—No me llames así —dijo, pero las nubes dibujaban una cortina en el sol, convirtiendo la luz del día en la noche. Ella sintió que caía, quería que fuera en cualquier lugar, excepto en sus brazos.












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