lunes, 2 de noviembre de 2015

CAPITULO 44 (tercera parte)






Paula gimió cuando el teléfono la despertó de un raro pedazo de sueño.


La última semana había sido completamente agotadora. La preocupación de tocar accidentalmente a Pedro cada vez que pasaba por delante, sabiendo que era todo lo que necesitaba para arrojarse en sus brazos, y olvidarse de todo lo que tanto estaba tratando de recordar. Tratando tan fuerte de ser madura, de no ser rencorosa en las pequeñas cosas, como hacerse un sándwich sólo para sí misma en el almuerzo.


Cada noche había esperado que él subiera las escaleras, su corazón latiendo como una tonta enamorada. No importaba lo mucho que intentara darse vuelta y dormirse, se quedaba tendida allí despierta, esperando y rezando para que esta fuera la noche en que él girara el pomo, entrara, y se pusiera de rodillas para pedirle perdón, para decirle que estaba equivocado y que después de todo la amaba.


Pero nunca lo había hecho.


¿Por qué tenía que doler tanto tratar de ser feliz?


¿Y por qué seguir adelante después que enamorarse de Pedro había sido tan malditamente difícil?


Recogiendo el teléfono de la mesa, apenas había gruñido un hola cuando Isabel dijo:
—Paula, no te desperté, ¿verdad?


—No te preocupes por eso —dijo. Fue a sentarse en la cama, pero cuando se movió su estómago comenzó a revolverse con náuseas.


—Juré que no te llamaría, sé cuánto tienes que centrarte esta semana en tu pintura, pero, ¿podrías venir? Le pedí a Scott que me cubriera en el restaurante. Voy a hacerte el desayuno.


La idea de comer cualquier cosa hizo que la bilis subiera a la garganta de Paula, pero dijo de todos modos:
—Por supuesto. Allí estaré.


Tantas veces desde que había llegado a Blue Mountain Lake, Isabel había estado allí para ella. Primero con un trabajo y luego con su amistad. Así que, incluso una súbita gripe estomacal no iba a impedirle ayudar a Isabel.


Pero tan pronto como entró en la casa de su amiga y olió huevos friéndose en la cocina, tuvo que correr al cuarto de baño.


Isabel la encontró allí, vomitando.


—Oh, Dios mío —dijo su amiga, mientras le retiraba el pelo de la cara, y lo enroscaba en un moño—. La única vez que tuve esa clase de reacción al desayuno fue cuando yo… —Hizo una pausa, terminando con una voz suave—: Paula, ¿podrías estar embarazada?


Paula ni siquiera había tenido la oportunidad de limpiarse la boca aun cuando una segunda ronda la atacó. Un par de minutos más tarde mientras se recostaba contra la fresca pared del cuarto de baño, limpiándose la cara con una toalla de manos húmeda, que Isabel le había dado, encontró que no podía decir nada.


Ni siquiera decirle a su amiga que no podía ser cierto.


¿Cuántas veces ella y Pedro habían estado demasiado apurados para usar un condón?


Casi todas las veces, se dio cuenta ahora. Había estado tan hambrienta por su toque, tan desesperada por estar con él, que aparte de su única conversación sentida sobre la utilización de protección, no le había dado otro pensamiento.


—Voy a comprarte una prueba —dijo Isabel—. Iré al pueblo siguiente para que nadie piense nada.


Algo sonó en la parte posterior del cerebro de Paula. 


Lentamente, como si el pensamiento estuviera siendo arrastrado a través del barro por su pelo, dijo:
—Tú necesitabas algo. Dime lo que es, Isabel. Vine aquí por ti.


Pero su amiga ya había agarrado sus llaves y bolso.


—Mi asunto puede esperar. Averiguar sobre el tuyo no. No vayas a ninguna parte hasta que vuelva —apuntó un severo dedo hacia ella— sobre todo no a Poplar Cove. Voy a tirar los huevos de camino al auto. Ve a tomar una ducha a mi cuarto de baño y luego trata de relajarte. Conduciré rápido. Te lo prometo.


Paula se alegró de tener las indicaciones de Isabel. 


Permaneció en la ducha hasta que se quedó helada, se envolvió en una toalla, se puso su ropa de nuevo y volvió a sentarse en el sofá de la sala de estar de Isabel en la planta baja para esperar. Había un montón de revistas y libros que podría haber hojeado, un centenar de canales de televisión por cable que mirar, pero sus pensamientos en curso ya estaban proporcionando más que suficiente estímulo.


Había querido un bebé durante tanto tiempo, que no podía dejar de rezar para que Isabel estuviera en lo cierto, que estuviera embarazada.


Pero al mismo tiempo, no vivía en un mundo de fantasía. Ya no, de todos modos.


Había sido tan firme en cuanto a no usar el dinero de sus padres, sobre no querer usar el dinero de su marido, sobre mantenerse sola. Pero había una gran diferencia entre alimentarse con sobras del restaurante y criar bien a un niño. 


Quería ser capaz de pagar lecciones de ballet e ir a ver a los piratas en parques de atracciones. Quería asegurarse que siempre podría enviar a su hijo a los mejores médicos, las mejores escuelas, darle a él o a ella lo mejor de todo.


Incluso Isabel, una de las personas más fuertes que Paula había conocido, había dicho lo difícil que era criar a un niño sola, que a menudo había querido tener a un compañero para compartir las cargas y las alegrías de ser padres.


Examinando sus pensamientos, uno por uno, Paula sabía desde el principio que estaba excluyendo lo más importante.


Pedro.


Isabel entró cargando una bolsa de plástico blanco.


—Compré dos. Sólo para asegurarnos.


Paula se llevó las pruebas al cuarto de baño. Dos minutos más tarde, un signo positivo azul le devolvió la mirada.


Alegría, pura alegría diferente a cualquiera que hubiera experimentado alguna vez fuera de los brazos de Pedro, rugió a través de ella. Desgarrando la otra caja, reunió más orina y esperó otra vez. El tic tac de su corazón, golpeando tan fuerte que casi pensó que sus costillas podrían romperse desde dentro. Pero mucho antes de que los dos minutos pasaran, el óvalo abierto en el palito blanco leyó EMBARAZADA en letras azules brillantes.


Atrapando una visión de sí misma en el pequeño espejo oxidado del cuarto de baño, vio las lágrimas de alegría corriendo por su rostro.


Había deseado un bebé durante tanto tiempo, y ahora, totalmente por accidente, había logrado quedar embarazada.


No más mirar a madres recientes tratando de meter el carrito por la estrecha puerta del restaurante y desear ser ella. No más mirar el futuro y preguntarse cuándo, si acaso, ella llegaría a tener un niño.


Pero entonces, la golpeó, ¿realmente había sido un accidente? Si se hubiera acostado con alguien más salvo Pedro, ¿no habría tenido más cuidado? ¿Se había enamorado tan rápido, tan fuerte, que en secreto había querido quedar embarazada con el bebé de Pedro cada vez que estaban juntos?


Isabel llamó a la puerta.


— ¿Estás bien ahí?


Paula salió del cuarto de baño siendo capaz de decir una sola palabra.


—Embarazada.


Isabel gritó, echó sus brazos alrededor de ella, y la abrazó con fuerza.


—Estoy tan feliz por ti —dijo primero, después—: Todo estará bien, pase lo que pase.


—Tengo que ir a decírselo. Ahora mismo.


Isabel asintió.


— ¿Quieres que vaya contigo?


—No.


Esto era entre ella y Pedro, nadie más.


Alegría y miedo peleaban entre sí una y otra vez mientras se abría camino a través de la playa de Isabel hacia Poplar Cove. Y entonces lo vio de pie en la playa y sus piernas casi le fallaron.


Todo iba a estar bien, se repitió varias veces en su cabeza, antes de tomar una respiración profunda y dirigirse hacia él.


Había llegado el momento de decirle a Pedro que iba a ser papá.




CAPITULO 43 (tercera parte)





Durante extremos incendios forestales, Pedro a veces llegaba a estar setenta y dos horas durmiendo poco o nada. 


Había seguido funcionando con nada más que la adrenalina y puñados de alimentos altos en calorías, sabiendo que cuando todo hubiera terminado podría derrumbarse, satisfecho por un trabajo bien hecho.


La última semana había tenido las mismas pocas horas de sueño, pero no había ninguna satisfacción viniendo al final.


Todo el día, todos los días, mientras trabajaba en el cambio de los troncos, Paula no estaba a sólo a una habitación de distancia, estaba allí con él en su cabeza a cada segundo, sus palabras: ―Quiero un marido y un compañero. Quiero un hombre… que me ame tanto como yo lo amo, repitiéndose constantemente.


Nunca creyó que se alegraría tanto de tener a su padre alrededor. Los días eran más fáciles con Andres como una barrera silenciosa entre ellos. Pero después que su padre se iba, tan pronto como el sol daba paso a la oscuridad, la resolución de Pedro caía en un terreno peligroso.


Ni siquiera había intentado dormir en la cabaña. No cuando todo lo que necesitaba era un momento de debilidad y estaría arriba, pateando la puerta de Paula para robar otros minutos con ella, haciendo cualquier cosa que pudiera convencerla de estar con él una vez más, y luego una más después de esa.


Cada noche había desaparecido en el taller tan pronto como el sol se había puesto. La primera noche había hecho elevaciones, abdominales y flexiones hasta que estuvo goteando sudor por todo el frío piso de cemento. Pero no había servido absolutamente de nada para aclarar su cabeza. Así que se había ido a correr. El primer kilómetro, su cuerpo se sentía débil. Pesado. Como si le hubieran atado pesas de plomo en sus extremidades. Lo que sólo lo hizo más decidido a empujar a través del dolor, a correr más rápido. Kilómetro tras kilómetro pasó mientras se escapaba de Poplar Cove, su paso ganando velocidad con cada nuevo de tramo de terreno que cubría.


Pero Paula se quedó con él en cada paso del camino.


Su hermoso rostro. La forma en que se veía por la mañana, sus rizos desplegados en abanico alrededor de ella en la sábana, su suave, exuberante y tan besable boca. La forma en que lo había mirado cuando le había dicho que lo amaba en el porche, la verdad en sus ojos diciéndole que no eran sólo palabras dichas en el calor de la pasión.


Había regresado al taller, ninguno de sus trucos habituales había valido para nada. Y fue ahí cuando se había encontrado parado delante del velero de su padre. Era un trabajo hermoso, incluso inacabado.


La tormenta por la que había pasado había arruinado el viejo velero de sus abuelos. La mañana después de que Paula hubiera pedido todo lo que él no le podía dar, había sacado la lancha rápida para recuperar la pequeña embarcación. 


Estaba meciéndose rota contra la orilla lejana, casi partida en dos de golpear una y otra vez contra las rocas.


No podía restaurar el barco de sus abuelos de nuevo, pero podría terminar de construir éste. Después de una búsqueda minuciosa, encontró los planos para el barco, doblados con esmero en el fondo de un cajón.


Se convirtió en su meta, su foco durante los días difíciles en la cabaña con Paula. Trabajar en el velero no la sacaba de su mente, pero al menos era una manera de pasar las horas hasta que el sol se elevaba otra vez y podía en secreto mirarla pintar en el porche, respirarla cuando pasaba por allí.


Cada día, la agitación que había llevado alrededor desde su accidente en Desolation, que sólo cuando estaba con Paula se había aliviado, se multiplicaba exponencialmente. El par de horas que dormía sobre alguna gruesa lona en el taller estaban plagadas de pesadillas. Sus manos pasaron de estar muy sensibles a entumecerse cada vez más, y tenía que estar constantemente atento para no dejar caer el martillo, la pistola de clavos y la lijadora.


Estaba inclinado sobre el velero, dando los últimos toques.


El sol estaba casi elevándose y tenía la intención de arrastrarlo afuera, al agua. Casi rezaba por otra tormenta, para que el universo los forzara a él y a Paula a estar juntos otra vez.


Pero como sabía que eso no pasaría, sintió la tentación de darle martillazos y volver a empezar de nuevo. Porque cuando acabara con el barco, ¿qué demonios iba a tener para enfocarse en mantenerse lejos de ella?


El día anterior, un vecino del lago, que también tenía una vieja cabaña de madera había enviado a un par de tipos a la ferretería para ver el trabajo de Pedro. Claramente impresionado, el hombre había mencionado que era prácticamente imposible encontrar a cualquiera que trabajara así en un lugar como éste, que los contratistas actuales sólo querían destruir las cabañas y empezar de nuevo . Le preguntó a Pedro sobre sus planes en el futuro, si podía considerar echar una mano en sus hogares a algunos de los otros propietarios de cabañas de troncos en el lago.


Aunque Pedro disfrutaba del trabajo, incluso aunque había sido algo enormemente satisfactorio pasar una broncha sobre un tronco con movimientos suaves, recubriéndolo con una fina capa de barniz tanto para proteger al tronco, como para sacar su dorado brillo natural, a pesar de que ver la cabaña de sus bisabuelos volver a la vida era un subidón, no podía quedarse aquí y trabajar arreglando viejas cabañas a jornada completa. No porque no le gustara pensar en convertirse en carpintero, ni siquiera porque no pensara que sus manos podrían tomar el trabajo, sino porque no se podía quedar en Blue Mountain Lake si Paula estaba allí también.


Verla casada con otro hombre, teniendo a sus hijos, sería el infierno sobre la tierra.


Preferiría saltar en un pozo de llamas a quedarse para ver eso.


*****


Andres yació en la cama de su cuarto de la posada por horas, mirando al techo, Isabel estaba allí con él en su cabeza, en su cuerpo durante todo el tiempo. Recordó su suavidad presionándose en él, el sabor salado y dulce de su lengua deslizándose contra la suya, el modo en que lo había empujado sobre ella, tirándolo más cerca.


Cuando para las cinco de la mañana sus ojos seguían abiertos, decidió que una zambullida en el lago se la quitaría de encima. Pero aunque el agua estaba fría, y él físicamente cansado, sus entrañas todavía zumbaban y chascaban como si hubieran pasado treinta segundos en vez de horas desde que había visto a Isabel.


El sol estaba comenzando a salir cuando regresó a su auto y se dirigió hacia Poplar Cove. Pero cuando se acercó a la cabaña, se dio cuenta que era demasiado temprano para molestar a Paula o a Pedro. No podía simplemente sentarse aquí afuera en su auto, por lo que salió y comenzó a hacer el camino que conocía de memoria hacia el único lugar que había logrado evitar desde que había regresado a Blue Mountain Lake.


El santuario de su abuelo, su lugar más preciado de todo Poplar Cove: el taller.


De pie fuera del viejo granero rojo, el que su abuelo había conservado de la propiedad original cuando la compraron en 1910 y comenzó la construcción de la cabaña en la orilla, Andres casi podía ver sus sueños perdidos deslizarse fuera de la tierra como gusanos, las hojas secas en el suelo moviéndose debajo de él tan rápido que perdió el equilibrio.


Con el corazón palpitando, puso la mano en el ancho pomo de la puerta y la abrió. Allí estaba, su balandro de madera en el otro extremo del granero, justo donde lo había dejado hacía algo más de treinta años atrás. No podía creer que nadie lo hubiera desmontado para usar la madera para otros proyectos, o por lo menos, haberlo apartado del camino. 


¿Por qué demonios estaba todavía allí?


Y entonces se dio cuenta de que no estaba solo, que su hijo estaba en cuclillas al lado de la embarcación.


— ¿Pedro? —dijo, acercándose. Y fue entonces cuando se fijó que el barco ya no estaba a medio construir—. ¿Tú hiciste esto? ¿Terminaste de construir mi barco?


—Era un desperdicio de estupenda madera de la forma que estaba.


A pesar de las palabras sin emoción de Pedro, Andres estaba increíblemente conmocionado mientras se arrodillaba junto al barco, pasando sus dedos sobre la madera lisa y dorada que tan minuciosamente había lijado y pulido siendo joven.


No había sido mucho mayor que el hijo de Isabel cuando había comenzado a construir el barco, pero había sido su sueño ganarse la vida navegando desde que podía recordar.


Su padre lo había puesto sobre un velero tan pronto como pudo caminar y habían pasado horas juntos en el lago en el Sun Fish y luego en el Laser.


Andres siempre había asumido que terminaría en el lago con un barco que construyera el mismo, con sus propios hijos.


—Tienes razón —dijo finalmente—. No debí dejarlo sin terminar durante todos estos años.


—Es sólo un barco —dijo Pedro y Andres supo que su hijo estaba tratando de dirigirlos fuera de la zona gris. Pero no había ninguna razón para tratar de mantenerse alejado de la tormenta. No cuando esta les encontraría, sin importar lo duro que trataran de esconderse.


—No, no era sólo un barco. Me encantaba navegar. Era lo que iba a hacer, construir barcos y navegarlos. Iba a navegar alrededor del mundo.


— ¿Por qué diablos no volviste entonces?


—Dios, desearía haber vuelto, desearía poder cambiar todo, pero era demasiado cobarde para enfrentar mis errores.


—Entiendo que tenías algo con Isabel, pero a quién le importa. Podrías haber venido de todos modos con mamá. Podrías haber pasado tiempo conmigo y Samuel. Podrías habernos enseñado a navegar en vez del abuelo.


—No era así de simple.


—No veo cómo podría haber sido un poco más simple. Tenías una esposa e hijos que te necesitaban.


—Iba a casarme con Isabel —admitió Andres antes de poder retirar las palabras—. Tan pronto como ella se graduara del instituto, mientras estuviéramos ambos en la universidad, íbamos a estar juntos. En cambio conseguí que tu madre quedara embarazada. Una noche estúpida de borrachera. Y justo así jodí la vida de todo el mundo.


La comprensión alboreó en los ojos de su hijo, y luego la rabia que Andres había visto, incluso en aquellos primeros días en la cama del hospital cuando la frustración de Pedro había sido una cosa palpable.


— ¿Mamá estaba embarazada de Samuel? ¿Por eso te casaste con ella?


—No me habría casado si no hubiera tenido sentimientos por ella.


—Pero nunca la amaste como a Isabel, ¿verdad?


Andres sabía que tendría que esforzarse como un loco para hacer que su hijo entendiera.


—Nunca quise que tu madre se sintiera como si fuera la segunda. Y cuando quedó embarazada, ninguno podía solo seguir caminos separados y hacer lo mejor. No era la forma en que habíamos sido criados. No era lo correcto. Tomamos la decisión de ponernos un anillo en nuestros dedos y tratamos como el infierno de hacerlo funcionar. No quisimos que Samuel, o tú, crecieran en un hogar roto.


—Tomaron la decisión equivocada.


—Lo sé ahora —trató de decir, pero Pedro le cortó.


—Nunca te importó una mierda cualquiera de nosotros, ¿verdad?


Algo en Andres se rompió. Había terminado con sentarse allí y aceptar la mierda de su hijo.


— ¿Cómo te atreves a darme lecciones sobre el amor? Sobre todo cuando estas demasiado asustado para dejar que esa hermosa muchacha tuya te ame.


Había asesinato en los ojos de Pedro, pero a Andres no le importó. No iba a callarse hasta que todo estuviera dicho y hecho.


—Hice todo lo que pude para ser un buen padre cuando tú y Samuel eran pequeños, pero la casa era una zona de guerra, el territorio de tu madre, ella prácticamente me obligó a esconderme en el trabajo. Cada vez que me presenté en un partido de béisbol, me echaba en cara sobre las otras cinco veces que no había ido. No había ninguna manera de ganar.


Levantó la mano para evitar que Pedro lo interrumpiera de nuevo.


—Un hombre más fuerte habría sido un buen padre a pesar de ello. Y yo no lo era. Pero no los habría cambiado por nada del mundo. Y estoy empeñado en ser ese mejor hombre ahora. Y por eso no voy a dejar que te pases conmigo hasta que me digas qué, en el nombre de Dios, hay mal entre tú y Paula.


Las manos de Pedro eran duros puños, y Andres se preguntaba si iban a llegar a los golpes. Casi esperaba que lo hicieran, podía dejar que Pedro soltara su frustración, llevándose un poco de su culpa con él.


Pero en vez de lanzarse sobre él, Pedro dijo:
—Ella merece más de lo que puedo darle.


Eran unas palabras simples, palabras que no deberían haber significado mucho. Pero el dolor detrás de ellas le sacó el aire de los pulmones. Hace treinta años no había ninguna salida para él, o para Isabel o para Elisa.


Pero su hijo aún tenía tiempo para hacerlo bien.


—Nunca te he visto dar marcha atrás ante un desafío. ¿Has intentado siquiera darle lo que quiere?


— ¿No me oíste? —gritó Pedro—. ¡No puedo hacerlo! No puedo vivir mi vida pensando en ella a cada segundo, deseándola tanto que no puedo ver bien, preocupándome de que algo vaya a pasarle.


—La amas.


—Por supuesto que la amo —dijo Pedro, su voz ronca, áspera por la emoción—. Pero le he hecho daño una y otra vez. Sólo seguiré haciéndolo.


Andres quería alcanzar a su hijo, pero no sabía cómo.


—Todos nos equivocamos en un momento u otro. Nos hacemos daño unos a otros. Pero el gran error no es equivocarse. El gran error es perder el tiempo estando amargado. Estando enfadado. Dejando que la culpa te coma por dentro. Dejando que un momento estúpido te cambié a alguien que nunca quisiste ser.


— ¿No lo entiendes? —gruñó Pedro—. No tengo nada que ofrecerle. Se merece a un hombre completo que pueda darle todo lo que se merece ahora mismo. No dentro de cinco o diez años. No debería tener que esperar a que yo averigüe mi futuro. Ver incluso si tengo uno.


—Todo eso son sólo excusas, Pedro. Lo sabes tan bien como yo. Por supuesto que eres lo suficientemente bueno para la mujer que amas. Ella no te amaría si no lo fueras.


Pedro no respondió y cuando un silencio espeso quedó colgando entre ellos, Andres se dijo que lo había intentado. 


Que había hecho todo lo que podía.


Estaba a punto de alejarse, para darle a su hijo un poco de espacio, cuando las palabras de Isabel llegaron a él:
“Inténtalo otra vez. Y síguelo intentando. Porque eso es lo que los padres hacen. Deja de preocuparte por cómo te sientes por una vez. Y haz lo que tengas que hacer por él”.


Había regresado al lago para demostrarles a todos, sobre todo a él mismo, que lo tenía todo para ser un mejor hombre. 


Había estado tan seguro que todo lo que tenía que hacer era decidir hacer lo correcto y todo sería tan simple. Había esperado que todas las relaciones que había necesitado treinta años para fastidiar quedaran amarradas con pequeños lacitos para este momento.


Ese primer día de regreso en el dormitorio de Isabel, le había dicho que era un hombre nuevo. Pero no lo había sido. 


Todavía estaba preocupándose por sí mismo primero.


Había pasado mucho tiempo para cambiar eso.


—No tienes que ser un Hotshot, Pedro. No necesitas incluso tus manos. La vida es lo que tú haces. Y todavía tienes el mundo a tus pies. Junto a una joven y bella mujer para amar. Y la única cosa que sé con certeza es que si la dejas ir, nunca te lo perdonarás.


Y entonces, cuando su fuerte hijo estuvo de pie al lado del velero luciendo completamente perdido, Andres supo lo que tenía que hacer.


Fue uno de los movimientos más aterradores que jamás había hecho, dar esos primeros pasos hacia su hijo, y sólo empeoró cuanto más cerca estaba. Pero no estaba en esto para ver lo que podría conseguir para sí mismo. Su felicidad ya estaba perdida.


Haría cualquier cosa para ayudar a Pedro a salvar la suya.


Andres puso sus brazos alrededor de su hijo y se negó a sentir la más mínima vergüenza por las lágrimas que corrían por sus mejillas mientras hablaba.


—Sé que no te he dicho esto las veces suficientes, pero te quiero. Sé que fui un padre de mierda, que la cagué de cien formas diferentes, y aunque no supiera cómo demostrarlo, siempre te ame. Y siempre lo haré.






CAPITULO 42 (tercera parte)





La tensión, la miseria, que impregnaba cada pulgada de Poplar Cove era tan pesada que Andres estaba casi asfixiado con ella. No se tenía que ser un genio para ver que las cosas entre Pedro y Paula habían ido de mal a peor. 


No más roces accidentales entre los dos. No más miradas de complicidad. No más besos de despedida.


Cuatro días se volvieron cinco mientras cada uno trabajaba en sus esquinas. Pedro cortando los viejos troncos podridos de la pared, Andres lijando los nuevos troncos, Paula pintando rápido y furiosamente.


Pedro apenas dijo dos palabras. Paula trajo sándwiches, pero no los acompañó mientras comían. Andres deseaba como el infierno poder ondear una varita mágica y hacer que estos chicos regresaran a donde era tan obvio que necesitaban estar, pero sabía que no era fácil. Se mantendría esperando que lo resolvieran, que la siguiente mañana regresaría y todo estaría bien.


Justo cuando no creía que pudiera soportarlo más, cuando estaba de hecho considerando encerrarlos en el closet de abrigos y no dejarlos salir hasta que lo resolvieran, ambos dejaron la cabaña, cada uno yendo en direcciones opuestas de la playa. Fue tal el alivio de tener el lugar para sí, que casi se sintió culpable. Pero tanto como Andres se preocupaba por su hijo, Pedro no era el único con problemas.


Aquí estaba él, finalmente cerca de Isabel, y no podía pensar en una sola excusa plausible para ir a verla. No cuando ella había dejado perfectamente claro que él necesitaba estar malditamente lejos. Sentía al reloj avanzando, y aún cuando un puñado de días añadidos a los treinta años no debería importar, sabía que sí lo hacía.


Verla de nuevo, sostenerla en sus brazos, lo había llevado de regreso al chico de diecinueve años que había estado tan enamorado de ella.


Estaba resellando un par de nuevos troncos cuando el teléfono sonó en la cocina y sin pensar en ello —ésta había sido su casa una vez, después de todo— lo contestó.


—Jose nunca apareció.


Era Isabel y sonaba agobiada. Irritada. En pánico. Reconoció el nombre de Jose inmediatamente.


— ¿Tu hijo? ¿Algo está mal?


—Andres. ¿Por qué diablos estás contestando el teléfono de Paula? ¿Y cómo diablos es que sabes el nombre de mi hijo?


Había sido incapaz de evitar mantenerse al tanto de ella todos estos años mientras estaba en California. Pero éste no era el mejor momento para contarle eso.


—No importa —continuó antes que él pudiera contestar— no tengo tiempo para esto ahora. Necesito hablar con Paula. 
Tan pronto como sea posible.


—Se ha ido. También Pedro. ¿Qué es lo que necesitas?


—No puedo creer que esto esté sucediendo —dijo primero, luego—: Se suponía que Jose sería mi lavaplatos. Estamos a punto de ser sepultados bajo platos sucios. Si no encuentro a alguien pronto daré el día por terminado.


—Estaré justo allí.


Colgó antes que ella pudiera discutir, rompió el límite de velocidad todo el camino hacia el pueblo.


— ¿No podías conducir más rápido? —le disparó antes de sacudir su pulgar hacia el fregadero cuando él entró por la puerta trasera—. Te enseñaré cómo funciona el Hobart.


Luego de su demostración de la gran máquina plateada que pulverizaba, lavaba y secaba los platos, copas y vajilla, ella preguntó:
— ¿Alguna pregunta?


—Ninguna —dijo, rápidamente poniéndose a trabajar en las enormes pilas de platos y copas sucios, tantos que rebalsaban del mostrador de acero inoxidable hasta el piso. 


Lado a lado trabajaron en silencio, su ritmo tan bueno como si no hubieran pasado estos treinta años separados, hasta que la situación estuvo parcialmente equilibrada.


E incluso aunque nunca hubiera pensado que llegaría el día en que disfrutaría de algo como lavar platos, la verdad era que no se había sentido tan bien en años. Simplemente porque estaba cerca de Isabel.


Horas después cuando el último cliente se había ido y estaba pasando el trapeador por el piso de la máquina, estuvo sorprendido de escucharla decir:


—Gracias por tu ayuda. Odio decirlo, pero salvaste el día completamente. Y no apestas lavando platos, tampoco.


—Sabes algo, realmente lo disfruté —se encogió de hombros y dijo—: Había olvidado cuánto placer puede haber en un trabajo bien hecho. Cualquier trabajo.


Aclarando su garganta, ella dijo:
—Iré a traer algo de dinero de la caja para pagarte.


Su risa sonó fuerte por toda la cocina.


—No quiero tu dinero, Isabel. Solamente quería darte una mano.


Su espalda se puso rígida.


—Sé que probablemente tienes un trabajo elegante…


—Ya no.


Pareció estupefacta por eso.


—Me despidieron. Lo llamaron retiro anticipado, pero esas solo son palabras elegantes.


—Así que por eso estás aquí.


—No tener un trabajo hace que haya sido más fácil venir —acordó— pero ya te dije porqué estoy aquí. Mi hijo me necesitaba.


—Debe ser bonito venir y jugar al héroe.


Sus palabras estaban demasiado cerca de acertar para la comodidad de Andres y empezó a abrir su boca para discutir, pero en lugar de ello, se encontró diciendo:
—No he hecho ninguna labor manual en treinta años. Mi cuerpo me está matando. Ejercitarse cinco días a la semana en el gimnasio no te prepara para martillar clavos durante ocho horas seguidas.


—Solías amar martillar clavos.


Le impactó, poderosamente, que solamente Isabel supiera eso sobre él.


—Tienes razón. Lo hacía. Y estoy aprendiendo a hacerlo de nuevo —asintió hacia el Hobart—. No sé si lavar platos tiene la misma magia, pero es bueno solo usar mis manos nuevamente. Sin importar para qué las estoy usando.


Ella se dio la vuelta rápidamente, pero no antes que él viera cómo su piel había comenzado a enrojecer, la manera en que ella había aspirado aire rápidamente. Dios, quería tanto arrastrarla hacia él. Correr sus manos a través de su pelo, sobre su piel.


Pero era demasiado pronto. Podía ver la verdad de esto aún a través de la fuerza de su deseo. Tenía que irse antes que hiciera algo estúpido, pero al mismo tiempo tenía que asegurarse que podía verla nuevamente.


— ¿Tienes a alguien que te ayude para la cena?


Podía decir que ella no quería responder, vio lo mucho que odió decirle:
—No, no tengo.


— ¿A qué hora debería estar aquí?


Ella recogió un cuchillo, lo pasó bajo el agua, luego lo secó con una tela limpia.


—Cinco y treinta.


Tomó la luz reflejándose en la hoja de acero inoxidable como su indicación para irse.


—No llegues tarde. Y no pienses que porque estoy permitiendo que laves mis platos significa que te he perdonado.


—No lo haré —dijo por lo primero, aunque esperaba que pudiera cambiar lo segundo.



*****


Tres horas más tarde, luego de hacer una cantidad de encargos en el pueblo a pie, incluso aunque era otro día caluroso y ventoso, para el momento en que Isabel regresó al restaurante no podía esperar para sacarse su suéter y abrigo. Si sus calores conseguían ponerse peor tendría que pasar toda la tarde en la habitación frigorífica.


No, pensó, mientras que preparaba una media docena de pimientos naranjas y amarillos, realmente no había motivo para mentirse.


Andres le había hecho esto. La había hecho estar caliente. 


Esa tarde, de hecho, había deseado por un estúpido segundo que solo dejara de hablar, que no le permitiera decirle que se apartara, y la tomara allí mismo sobre la encimera de acero inoxidable.


No debería haberla suavizado verlo parado junto al lavavajillas, usando el grueso mandil de plástico, los grandes guantes amarillos, pero lo hizo. Y saber que estaría de vuelta en cualquier momento para hacerlo todo nuevamente, para salvar su trasero, solo ponía sus nervios más en el filo.


Y la llenaba de enfermiza anticipación.


La única manera en que se podía proteger era seguir sospechando de sus motivos, buscar el verdadero significado detrás de sus palabras suaves.


Planeando asar los pimientos, encendió el gas en su cocina y recogió el encendedor, moviéndolo sobre el gas. Las llamas saltaron más alto de lo que esperaba y estaba a punto de dar un paso hacia atrás cuando unas manos fuertes se envolvieron en su cintura, levantándola fuera del camino.


Reconocería el toque de Andres en cualquier parte. Nunca había tenido una reacción tan intensa con nadie más, al mismo tiempo que se le ponía la piel de gallina su interior estaba ardiendo.


Se sacudió de sus brazos, aunque todo dentro suyo quería acercarse.


— ¿Qué diablos estás haciendo?


Un músculo latió en su mandíbula.


—Necesitas ser más cuidadosa.


Bueno, él no era el único que estaba furioso.


—Éste es mi jodido restaurante. ¿No crees que se cómo operar mi propia cocina?


—Jesús, Isabel. Esas llamas estaban a solo unos centímetros de tu cara. Te podrías haber quemado.


Ella abrió la boca para decirle dónde podía meterse, cuando sus palabras finalmente penetraron en su cerebro.


Quemado. Había tenido temor que ella fuera a quemarse. 


Como su hijo.


—Ver a tu hijo quemado. No puedo imaginar cómo se debe haber sentido —dijo antes de poder evitar decir las palabras.


Parpadeó como si solo recién se diera cuenta de la reacción extrema que había tenido cuando ella prendió el gas de la cocina.


—Lo siento. Tienes razón. Exageré.


Comenzó a estirarse hacia él, y fue solo en el último segundo cuando se detuvo.


Un toque, un solo segundo de piel con piel, no sería suficiente.


—Es solo que desde el accidente de Pedro


Tragó duro y ella vio todo el amor, todo el miedo que sintió por su hijo, impreso en las líneas de su rostro.


—No puedo soportar los fuegos. Cualquier clase de fuego. Chimeneas. Parrillas. Aún ver las fogatas que la gente hace cerca del lago me enferma.


—Eso tiene perfecto sentido.


—Perdí mucho tiempo, Isabel. Debería haber venido aquí con Pedro y Samuel cuando eran niños. Debería haber estado allí afuera enseñándoles a navegar en lugar de haberlos dejado con mis padres para que les mostraran lo increíble que era el lago.


No sabía qué decir, no cuando había estado egoístamente contenta que él no hubiera venido. ¿Cómo habría enfrentado la posibilidad de ver a Andres cada verano con su mujer y sus hijos?


—Estás aquí ahora.


—Sin embargo, me temo que puede ser muy tarde.


—Entonces trata de nuevo. Y sigue tratando. Porque eso es lo que hacen los padres. Incluso cuando nuestros hijos actúan como si no nos quisieran o necesitan nuestro cariño, allí es cuando lo necesitan más. Así que deja de preocuparte sobre ti mismo, deja de preocuparte por cómo te sentiste una vez. Y simplemente haz lo que tienes que hacer por él.


—Gracias por recordármelo —dijo susurrando e Isabel instantáneamente supo que recién había saltado mucho más profundo de lo que debería haber hecho.


—Necesito prepararme para abrir.


Él asintió, se movió de regreso a la estación de lavado sin ninguna otra palabra. Pero ella sabía que solamente era una prórroga temporal.


Afortunadamente, el restaurante había estado increíblemente ocupado e Isabel no tuvo ocasión de dejar su tarea. El único problema era que no podía posiblemente decirle a Andres que se fuera a casa temprano. Pero incluso aunque no estaba sola en la cocina con él —Caitlyn y Scott, más dos de sus camareras estaban allí— él estaba muy cerca para su comodidad.


Luego de entregar su orden final, se empujó por la puerta de atrás, desesperada por un poco de aire. El viento se había levantado y solo estaba usando una camiseta, pero le dio la bienvenida al frío.


Caminando a través del estacionamiento hacia el agua, vio a una pareja de jóvenes besándose y se detuvo en seco. Ese era su hijo. Y la chica rubia con la que había ido al cine hace solo unos días.


No notó que Andres estaba a su lado hasta que dijo:
— ¿Puedes creer que así de jóvenes nos veíamos cuando recién nos conocimos?


—Ese es mi hijo. No sabía que tenía una novia.


—Tampoco queríamos que nuestros padres supieran sobre nosotros. Pensábamos que éramos tan grandes —dijo suavemente—. Pero al verlos a esos dos ahora… —Sacudió su cabeza—. Solo éramos unos niños, ¿no?


Mirando de nuevo hacia su hijo abrazando tentativamente a su novia, de repente vio cuánta razón tenía Andres. Su hijo ni siquiera estaba cerca de ser un adulto. Inevitablemente, cometería algunos errores en los siguientes años mientras crecía y cambiaba.


Por primera vez en treinta años, su pasado con Andres estuvo pintado con un brillo diferente, la neblina negra en el que había estado sepultado por tanto tiempo, de repente se empezó a aclarar por las esquinas.


Se volteó para mirarlo, observando las líneas en su cara, las canas en su cabello, y se dio cuenta, aún así, que era más hermoso de lo que había sido como un perfecto joven de diecinueve años.


—No teníamos idea de lo que estábamos haciendo, ¿no? —susurró.


—No, no la teníamos —acordó—. Especialmente yo.


La manera en que el timbre ronco de su voz alcanzó su pecho la asustó.


—Necesito entrar.


Ella medio esperaba que se estirara y la detuviera.


En lugar de eso él simplemente dijo:
—Bien. Vete. Pero un día no serás capaz de encontrar una razón para huir de mí.


Eso puso su espalda rígida, justo como él debió anticipar que lo haría. Aun así, no podía tragarse las palabras.


—No estoy huyendo.


— ¿Estás segura de eso?


Una rápida explosión de furia la hizo moverse más cerca de él.


—No tengo ninguna razón para huir de ti.


— ¿Entonces qué tal que si te doy una?


Y así sus labios estuvieron en los de ella y un cohete se encendió dentro de su vientre.


Oh Dios, ¿cómo es que alguna vez pude haber olvidado lo increíble que era su boca, cómo de dulces eran sus besos?


Sus manos la envolvieron a continuación, una en su cintura, la otra en su pelo, jalándola más cerca, y pronto no fueron solo sus labios los que se estaban tocando, sino sus lenguas, arremolinándose juntas en un baile que era tan natural, tan perfecto, que se encontró gimiendo con placer mientras se acercaba más.


Él la inclinó contra el capó de un auto, presionándose fuerte contra ella, y ella gustosamente le siguió la corriente, queriendo más de su calor, más de esa dulce explosión que solamente Andres podría darle.


El sexo con su esposo había sido bueno, pero ahora que estaba de nuevo en los brazos de Andres tenía que preguntarse cómo es que alguna vez se había conformado con algo menos que ésta pasión que todo lo consumía. 


¿Cómo podía haber aceptado cualquier cosa menos que la necesidad de tomar la siguiente respiración de su amante como la suya propia?


Sus manos estaban sobre él ahora, tan hambrientas, tan llenas de necesidad. Su erección presionándola y no podía evitarlo excepto frotarse contra él. Dolía por entregarse completamente a este momento, por dejar que Andres la tome tan lejos como ella pudiera ir.


Se estiró debajo de su camiseta, sus dedos explorando su caja torácica antes de presionar sus dos palmas sobre sus senos, su corazón estaba latiendo fuerte contra sus manos.


Y entonces, a través de la densa neblina del deseo, ella escuchó:
— ¿Mamá?


Estaba muy lejos para procesar la voz como la de su hijo hasta que él dijo:
—Mierda. Esa es mi mamá. Haciéndolo sobre el auto con algún tipo.


Oh Dios. Jose.


Andres se movió primero, sacó sus manos de debajo de su camiseta antes que su hijo pudiera ver. Ella se movió tan rápido como pudo con miembros que se sentían como mantequilla derretida, trató de pararse para ir tras su hijo, pero antes que pudiera hacerlo él dijo:
—Me enfermas. —Y se fue.


Andres trató de poner una mano en su espalda para consolarla y ella se estremeció ante su toque.


¿Cómo podía haber hecho eso? ¿Cómo podía haber besado a Andres? Y si su hijo no los hubiera encontrado allí, ¿cuán lejos habría ido?


Pero ya sabía la respuesta. Andres siempre había sido la única persona que podía hacerle perder el control. Y aún así, aunque él había sido quien la había besado en primer lugar, nada de esto era su culpa. Ella lo había deseado tanto como
él. Había estado deseando más que tumbarlo sobre ella en mitad de un estacionamiento.


—Sabes que lo superará. El que te haya visto besándome.


—Simplemente no sé lo que estoy haciendo. Él solía decir que yo era la mejor mamá en todo el mundo. Éramos amigos. Nos divertíamos juntos.


Ella quería llorar. Gritar. Dormir por una semana.


Besar nuevamente a Andres.


—Pero ahora parece que no puedo decir o hacer nada bien. Siento que lo estoy perdiendo. Y eso me está matando.


—Él está tratando de descubrir cómo ser un hombre. Sé por experiencia propia lo duro que es.


Andres era la última persona en la tierra con la que ella debería estar desahogándose, y aún así se sentía tan natural. Como si, a pesar de todo lo que había pasado entre ellos, él siguiera siendo la persona que mejor la entendía.


— ¿Tus hijos pasaron por esto?


El dolor se mostró en su cara bajo la luz de la luna.


—No lo sé —dijo, y ella estaba sorprendida por la cruda emoción de sus palabras—. Siempre estaba trabajando, siempre en un viaje de negocios. Un día me fui y ellos eran niños, regresé a casa y eran hombres. Hombres que no querían saber nada de su padre.


—Lo lamento.


—Yo también. Pero tenías razón esta mañana. No puedo regresar y cambiar el pasado, pero si tengo suerte, si no me acobardo, podría ser capaz de trabajar en un futuro. Aquí. Ahora. Con Pedro. Quiero que ellos sepan lo mucho que me
importan. —Sus ojos encontraron los de ella, se sostuvieron—. Pero también entenderé si no lo ven así. Si no pueden verlo así. Porque algunas veces, si es que lo has jodido lo suficiente, no hay manera de arreglar lo que has hecho.


Todo regresó a ellos. Cada uno de los momentos.


—Así que esa experiencia de primera mano sobre muchachos tratando duramente de convertirse en hombres, de la que te estaba hablando, es toda mía.


El aire se le quedó atrapado en la garganta mientras que él continuaba diciendo:
—Sé que no quieres escucharme decirlo de nuevo, Isabel, pero yo era un niño estúpido que no sabía dónde estaba parado.


Ella ya no sabía más qué decirle. Habían ido más allá de los gritos. Más allá de sus desesperados intentos para frenarlo con rabia o sarcasmo. Más allá de alejarse cuando no sabía qué más hacer.


Pero no más allá de perdonarse.


Aclarándose la garganta, él dijo:
—Debería irme, ¿no?


No lo miró, no podía mirarlo.


—Sí, deberías.



*****


— ¿Qué es lo que está mal contigo?


Jose se dio cuenta que Hannah estaba prácticamente corriendo para alcanzarlo en la playa. No podía creer lo que recién había visto, no podía dejar de reproducirlo en su cabeza, ese tipo estaba prácticamente follando a su mamá sobre el capó de un auto.


Se sentía enfermo del estómago.


—Mi mamá no debería estar haciendo eso. En público, o en ningún lado. Nunca.


—Creo que fue un poco romántico, de hecho. Tu mamá ha estado soltera por un buen tiempo, ¿no? ¿No crees que sería lindo si ella encontrara a alguien?


—No fue romántico. Fue desagradable.


Hannah paró de caminar.


— ¿Por qué?


Había algo en su voz, una advertencia de tener cuidado en cómo respondía a su pregunta, pero él estaba demasiado cabreado para importarle.


—Ella es mi mamá. No debería necesitar hacer… eso.


—Pero me dijiste que tu papá tiene citas todo el tiempo.


—Está bien para él.


— ¿Cómo? ¿Por qué es hombre? ¿Mientras que ella se supone que solamente sea feliz y realizada siendo tu madre por el resto de su vida? Eres quien continúa diciendo cómo desearías que ella tenga una vida y te deje solo. Y entonces cuando lo hace actúas como un completo idiota.


Se volvió y empezó a alejarse.


—Hannah, ¿por qué estás molesta conmigo?


Apenas se paró, solamente volteó su cara a medio camino para decir:
—Porque has tratado a tu mamá como basura. Y no quiero estar con un mocoso mimado.



*****


Isabel estaba esperando a Jose cuando él llegó a casa.


—Lo que viste esta noche. No es lo que piensas.


—Claro que lo es —dijo ceñudo—. Estabas prácticamente haciéndolo sobre un auto con un tipo.


La bilis se elevó en su garganta por lo que su hijo había visto. Al mismo tiempo, no se sentía correcto pedirle disculpas por ser un ser humano normal con deseos sexuales normales.


Aún así, quería que supiera que no había recogido a cualquier tipo del pueblo.


—Lo conozco. Hace mucho tiempo. Andres y yo crecimos juntos. En Poplar Cove. Salimos. —Las palabras: tenía tu edad y lo amaba, salieron de su boca antes que se diera cuenta con quién estaba hablando.


Vio con horror como la expresión de Jose cambió de rabia y disgusto a pura sorpresa.


—Papá fue el único hombre que alguna vez amaste.


Oh no. No había pensado lo duro que sería para Jose escuchar que ella tenía una vida antes de él, antes de su padre.


—Amé a tu padre. Y aunque ya no estamos juntos, siempre lo querré porque me dio a ti.


Pero Jose no estaba escuchando.


—Te vi esta noche. Vi lo que estabas permitiendo que ese tipo te hiciera. La única persona de la que deberías estar enamorada es de mi papá, no de algún imbécil que solía vivir junto a tu casa. Y ahora Hannah me odia por tu culpa.


Razonó a partir de lo que su hijo había dicho, que no habría estado haciendo esas cosas con Andres si no estuviera todavía enamorada de él.


—No lo amo —dijo casi para sí misma, incluso mientras la última parte de su frase finalmente se registraba—. ¿Hannah? ¿Tu novia, dices? ¿Por qué es que te odia?


Pero él había terminado con ella.


—Por qué no regresas con tu amante y te olvidas de mí. Parece obvio que es el único que realmente te importa.


La última cosa que escuchó fue la puerta de su dormitorio cerrarse con un golpe y la música a un volumen altísimo.


Se le ocurrió entonces, que todo lo que le había dicho a Andres sobre Pedro alejándolo justo cuando necesitaba más a su padre era también cierto para ella y Jose. Cuanto él más se alejaba, más le decía que la odiaba, más necesitaba que ella estuviera para él.


Sí, Isabel comprendía las dificultades de crecer, recordaba muy bien lo duro que había sido tener quince y sentir que todo tu mundo se estaba volteando. Pero incluso aunque sabía que necesitaba alejarse un poco para permitir que encontrara su camino, eso no significaba que no pudiera estar allí para él si se caía.


Lo cual haría. Porque todos lo hacían.


Cada uno de ellos.