lunes, 2 de noviembre de 2015

CAPITULO 44 (tercera parte)






Paula gimió cuando el teléfono la despertó de un raro pedazo de sueño.


La última semana había sido completamente agotadora. La preocupación de tocar accidentalmente a Pedro cada vez que pasaba por delante, sabiendo que era todo lo que necesitaba para arrojarse en sus brazos, y olvidarse de todo lo que tanto estaba tratando de recordar. Tratando tan fuerte de ser madura, de no ser rencorosa en las pequeñas cosas, como hacerse un sándwich sólo para sí misma en el almuerzo.


Cada noche había esperado que él subiera las escaleras, su corazón latiendo como una tonta enamorada. No importaba lo mucho que intentara darse vuelta y dormirse, se quedaba tendida allí despierta, esperando y rezando para que esta fuera la noche en que él girara el pomo, entrara, y se pusiera de rodillas para pedirle perdón, para decirle que estaba equivocado y que después de todo la amaba.


Pero nunca lo había hecho.


¿Por qué tenía que doler tanto tratar de ser feliz?


¿Y por qué seguir adelante después que enamorarse de Pedro había sido tan malditamente difícil?


Recogiendo el teléfono de la mesa, apenas había gruñido un hola cuando Isabel dijo:
—Paula, no te desperté, ¿verdad?


—No te preocupes por eso —dijo. Fue a sentarse en la cama, pero cuando se movió su estómago comenzó a revolverse con náuseas.


—Juré que no te llamaría, sé cuánto tienes que centrarte esta semana en tu pintura, pero, ¿podrías venir? Le pedí a Scott que me cubriera en el restaurante. Voy a hacerte el desayuno.


La idea de comer cualquier cosa hizo que la bilis subiera a la garganta de Paula, pero dijo de todos modos:
—Por supuesto. Allí estaré.


Tantas veces desde que había llegado a Blue Mountain Lake, Isabel había estado allí para ella. Primero con un trabajo y luego con su amistad. Así que, incluso una súbita gripe estomacal no iba a impedirle ayudar a Isabel.


Pero tan pronto como entró en la casa de su amiga y olió huevos friéndose en la cocina, tuvo que correr al cuarto de baño.


Isabel la encontró allí, vomitando.


—Oh, Dios mío —dijo su amiga, mientras le retiraba el pelo de la cara, y lo enroscaba en un moño—. La única vez que tuve esa clase de reacción al desayuno fue cuando yo… —Hizo una pausa, terminando con una voz suave—: Paula, ¿podrías estar embarazada?


Paula ni siquiera había tenido la oportunidad de limpiarse la boca aun cuando una segunda ronda la atacó. Un par de minutos más tarde mientras se recostaba contra la fresca pared del cuarto de baño, limpiándose la cara con una toalla de manos húmeda, que Isabel le había dado, encontró que no podía decir nada.


Ni siquiera decirle a su amiga que no podía ser cierto.


¿Cuántas veces ella y Pedro habían estado demasiado apurados para usar un condón?


Casi todas las veces, se dio cuenta ahora. Había estado tan hambrienta por su toque, tan desesperada por estar con él, que aparte de su única conversación sentida sobre la utilización de protección, no le había dado otro pensamiento.


—Voy a comprarte una prueba —dijo Isabel—. Iré al pueblo siguiente para que nadie piense nada.


Algo sonó en la parte posterior del cerebro de Paula. 


Lentamente, como si el pensamiento estuviera siendo arrastrado a través del barro por su pelo, dijo:
—Tú necesitabas algo. Dime lo que es, Isabel. Vine aquí por ti.


Pero su amiga ya había agarrado sus llaves y bolso.


—Mi asunto puede esperar. Averiguar sobre el tuyo no. No vayas a ninguna parte hasta que vuelva —apuntó un severo dedo hacia ella— sobre todo no a Poplar Cove. Voy a tirar los huevos de camino al auto. Ve a tomar una ducha a mi cuarto de baño y luego trata de relajarte. Conduciré rápido. Te lo prometo.


Paula se alegró de tener las indicaciones de Isabel. 


Permaneció en la ducha hasta que se quedó helada, se envolvió en una toalla, se puso su ropa de nuevo y volvió a sentarse en el sofá de la sala de estar de Isabel en la planta baja para esperar. Había un montón de revistas y libros que podría haber hojeado, un centenar de canales de televisión por cable que mirar, pero sus pensamientos en curso ya estaban proporcionando más que suficiente estímulo.


Había querido un bebé durante tanto tiempo, que no podía dejar de rezar para que Isabel estuviera en lo cierto, que estuviera embarazada.


Pero al mismo tiempo, no vivía en un mundo de fantasía. Ya no, de todos modos.


Había sido tan firme en cuanto a no usar el dinero de sus padres, sobre no querer usar el dinero de su marido, sobre mantenerse sola. Pero había una gran diferencia entre alimentarse con sobras del restaurante y criar bien a un niño. 


Quería ser capaz de pagar lecciones de ballet e ir a ver a los piratas en parques de atracciones. Quería asegurarse que siempre podría enviar a su hijo a los mejores médicos, las mejores escuelas, darle a él o a ella lo mejor de todo.


Incluso Isabel, una de las personas más fuertes que Paula había conocido, había dicho lo difícil que era criar a un niño sola, que a menudo había querido tener a un compañero para compartir las cargas y las alegrías de ser padres.


Examinando sus pensamientos, uno por uno, Paula sabía desde el principio que estaba excluyendo lo más importante.


Pedro.


Isabel entró cargando una bolsa de plástico blanco.


—Compré dos. Sólo para asegurarnos.


Paula se llevó las pruebas al cuarto de baño. Dos minutos más tarde, un signo positivo azul le devolvió la mirada.


Alegría, pura alegría diferente a cualquiera que hubiera experimentado alguna vez fuera de los brazos de Pedro, rugió a través de ella. Desgarrando la otra caja, reunió más orina y esperó otra vez. El tic tac de su corazón, golpeando tan fuerte que casi pensó que sus costillas podrían romperse desde dentro. Pero mucho antes de que los dos minutos pasaran, el óvalo abierto en el palito blanco leyó EMBARAZADA en letras azules brillantes.


Atrapando una visión de sí misma en el pequeño espejo oxidado del cuarto de baño, vio las lágrimas de alegría corriendo por su rostro.


Había deseado un bebé durante tanto tiempo, y ahora, totalmente por accidente, había logrado quedar embarazada.


No más mirar a madres recientes tratando de meter el carrito por la estrecha puerta del restaurante y desear ser ella. No más mirar el futuro y preguntarse cuándo, si acaso, ella llegaría a tener un niño.


Pero entonces, la golpeó, ¿realmente había sido un accidente? Si se hubiera acostado con alguien más salvo Pedro, ¿no habría tenido más cuidado? ¿Se había enamorado tan rápido, tan fuerte, que en secreto había querido quedar embarazada con el bebé de Pedro cada vez que estaban juntos?


Isabel llamó a la puerta.


— ¿Estás bien ahí?


Paula salió del cuarto de baño siendo capaz de decir una sola palabra.


—Embarazada.


Isabel gritó, echó sus brazos alrededor de ella, y la abrazó con fuerza.


—Estoy tan feliz por ti —dijo primero, después—: Todo estará bien, pase lo que pase.


—Tengo que ir a decírselo. Ahora mismo.


Isabel asintió.


— ¿Quieres que vaya contigo?


—No.


Esto era entre ella y Pedro, nadie más.


Alegría y miedo peleaban entre sí una y otra vez mientras se abría camino a través de la playa de Isabel hacia Poplar Cove. Y entonces lo vio de pie en la playa y sus piernas casi le fallaron.


Todo iba a estar bien, se repitió varias veces en su cabeza, antes de tomar una respiración profunda y dirigirse hacia él.


Había llegado el momento de decirle a Pedro que iba a ser papá.




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