viernes, 30 de octubre de 2015
CAPITULO 35 (tercera parte)
La oscuridad lo estaba tragando, tirando de él hacia abajo, cuando las palabras de Paula “te amo, Pedro se arremolinaron alrededor de su cerebro, envolviéndose alrededor de su pecho, el lugar vacío donde debería estar su corazón.
Ella no podía amarlo. Allí no había nada para amar. No era más que un cascarón ahora. Un cascarón vacío. Trató de abrirse camino de vuelta a la cima, pero nunca se había enfrentado a una amenaza tan grande, ni siquiera en el fuego que había quemado su piel.
Sintió la humedad debajo de sus dedos cuando ella suavemente tocó su cara. No había llorado en la montaña, no había llorado en el hospital, no había llorado después de la llamada telefónica. No había llorado hasta que empujó a Paula en la pared, la hizo correrse para él, debajo de sus dedos, y luego la oyó decir...
El dolor desgarrador en su pecho era tan intenso, que envolvió sus manos alrededor de sus caderas más duro, hundiendo sus dedos en su suavidad.
—Paula.
Oyó la violencia en su nombre, la miró a los ojos, vio el amor en ellos, y sabía que tenía que parar. Alejarse. Dejarla en paz. Antes de que hiciera algo por lo que nunca se perdonaría a sí mismo.
Y aún así, lo único que pudo decir fue:
—No puedo dejarte ir.
—No tienes que hacerlo, Pedro. Ya te lo he dicho.
Nunca había luchado tan duro, y sin embargo, segundo a segundo, se iba más lejos, en el agujero negro en el centro de la resaca.
Ningún fuego lo había asustado así, abrumándolo por completo. Su pasión por Paula, el deseo sin fin que crecía a cada segundo que pasaba con ella, cada vez que la tocaba, era la fuerza más intensa que jamás había conocido.
—Nunca debí haberte tocado. Debería haberte dejado sola. Tienes que huir de mí. Tan rápido como puedas.
Estaba tan hueco como un tronco podrido, desmoronándose en el exterior, nada más que aire en su centro.
—No debería hacer esto. Lo que estoy a punto de hacer.
Fue la única advertencia que tenía. Lo único que podía hacer era esperar que ella fuera lo suficientemente fuerte para salvarlos a ambos, lo suficientemente inteligente como para huir rápidamente.
Pero en vez de huir, en lugar de empujarlo lejos, sintió sus dedos rasgando sus pantalones justo cuando él arrancaba la ropa de ella.
Él forzó las palabras:
—No, Paula —incluso cuando silenciosamente suplicaba, Sí. Por favor, no me dejes ahora.
Y entonces, como si pudiera oír su oración silenciosa, ella dijo:
—No voy a ninguna parte —y abrió más las piernas, sus pantorrillas viniendo alrededor de sus caderas. Sintió que la mano de ella se movía hacia abajo a sus bragas para hacerlas a un lado una fracción de segundo antes de que empujara sus talones contra su culo, llevándolo dentro.
—Déjate ir —susurró Paula contra su frente—. Solo deja que se vaya.
Y luego estaba envolviendo sus piernas más apretadas alrededor de su cintura para montarlo tan duro como él la montó, tomándolo más profundamente de lo que nunca había hecho antes. Pero cuando él rugió su liberación, fue el latido de su corazón contra su pecho lo que más sintió.
—Me mudaré esta noche.
Sus piernas todavía estaban envueltas alrededor de su cintura, sus brazos alrededor de su cuello, el sudor goteando entre sus cuerpos semidesnudos. Y él era un idiota que acababa de hacer algo que nunca pensó que podría. Le había hecho daño, había oído su grito de dolor cuando la empujó contra la pared. E igual no se había detenido. No podía haberse detenido.
Bruscamente, ella se desenredó de él. Lo empujó. Y fue entonces cuando vio los moretones en sus muñecas, visibles incluso en la tenue luz del porche.
Moretones. De sus manos.
—Escucho todo lo que dices —dijo ella—. Incluso las cosas que no dices. Especialmente esas. Pero no has oído una maldita cosa de lo que he dicho, ¿verdad?
Ella era la única razón por la que había sido capaz de mantener las piezas juntas, y él se lo devolvía robándole su dulzura.
Se lo devolvía haciéndole daño.
—Yo te obligué, Paula. Hice que me follaras. Aquí. Así.
Se sentía perdido sin ella presionándose contra él, un hombre en una isla con nada más a qué aferrarse. Miró su vestido arruinado en el suelo, se subió los jeans con las manos temblorosas.
—Fui un animal.
Un sonido de rabia brotó de su garganta.
—Sí, querías hacerlo jodidamente. Querías tomar lo que hay entre nosotros y hacerlo feo y despreciable, pero no pudiste. ¿No ves eso, Pedro? No pudiste.
—Te hice correr. Puse mis manos sobre ti y te controlé.
Ella agarró sus manos, metió una en sus pechos, la otra entre sus piernas.
— ¿Crees que puedes hacer que me corra con sólo ponerme las manos encima? ¿Simplemente frotándote contra mí? ¿Me estoy corriendo ahora? ¡No!
Ella le apartó las manos, dio media vuelta, su piel enrojecida por la ira.
—Si me hubieras hecho daño, si realmente hubieras estado tratando de controlarme, yo no habría tenido un orgasmo como ese. Estoy enamorada de ti, Pedro, pero eso no quiere decir que sea una marioneta de la que estás sosteniendo las cuerdas.
—Tus muñecas. Le hice eso a tus muñecas.
Ella se detuvo en seco y miró sus brazos.
—Siempre me he magullado fácilmente —dijo con desdén, antes de mirar hacia él—. ¿Estás escuchando una palabra de lo que estoy diciendo? Te amo. Así como eres. Todo lo que quiero es que me hables. Que me dejes entrar.
Él estaba tratando de captar sus palabras, estaba tratando de procesar la fuerza de su emoción, todo lo que estaba ofreciéndole, pero tan pronto como oyó la palabra amor de nuevo, lo golpeó, un golpe bajo en el centro de su estómago: sólo había una cosa peor que perder el uso de sus manos, sólo una cosa peor que perder toda su identidad como un bombero.
Permitirse amar a Paula... y perderla también.
Porque ahora que todo de lo que había estado completamente seguro durante treinta años se había convertido en humo, lo único que sabía con certeza era que todo lo bueno al final se le escapaba de las manos.
Era la única verdad que sabía. La única cosa de la que podía tener la certeza.
La frustración de ella se hizo eco desde el porche, a la playa, el agua rompiendo en la orilla.
—Nunca pensé que fueras un cobarde, Pedro. Nunca. Pero si te vas esta noche, sabré que lo eres. Es posible que te hayas demostrado a ti mismo ser un héroe cien veces en un incendio forestal. Bueno, esta es tu oportunidad de demostrármelo a mí.
CAPITULO 34 (tercera parte)
Después de meter a Isabel en la cama con un par de pastillas para la migraña, Paula regresó a Poplar Cove, increíblemente sacudida por lo que acababa de ver.
Andres e Isabel obviamente se habían amado profundamente una vez. Y entonces alguien había cometido un error, lo suficientemente grande como para separarlos.
Antes de hoy, Paula habría asumido que treinta años eran suficientes para superar el amor perdido. Ahora sabía lo equivocada que estaba.
Los pensamientos de Paula giraron de nuevo hacia Pedro, al hecho de amarlo. No saber a dónde iba ese amor, si alguna vez podría aceptarlo. Si él podría alguna vez devolvérselo. Y cómo se sentiría ella en treinta años, si él no podía hacerlo.
¿Estaría rota como Isabel y Andres?
*****
Se dirigió derecho hacia él, lo apartó de los troncos para atraer su boca hacia la suya, lo besó como si hubiesen pasado semanas en lugar de horas desde que lo había visto.
Cada momento con él era tan precioso. No iba a dar un solo segundo por sentado. No cuando ella acababa de ver una prueba de lo rápido que podría desaparecer.
Que todo podría desaparecer en un instante.
Ella debería soltarlo ahora, permitirle volver al trabajo, pero no podía
Todavía no. Le pasó una mano por el pelo, por un lado de la frente.
— ¿Puedes tomar un descanso por unos minutos?
No sonrió entonces, sólo deslizó su mano en la de ella, permitiéndole llevarlo por las escaleras hasta su dormitorio.
Ella había decorado la habitación desvergonzadamente femenina y colorida, y sin embargo, él encajaba perfectamente en medio de todo. La pieza faltante para hacer que todo se uniera, el intenso balance masculino que no había visto que fuera necesario.
Ella deslizó sus manos bajo su camiseta, pasando sus manos sobre la pared de su pecho, levantando el dobladillo para presionar besos por donde sus manos vagaban.
—Paula —dijo, su nombre un sonido crudo, áspero en sus labios— ¿tienes alguna idea de lo que me haces? ¿Cuánto te necesitaba justo cuando entraste?
Tirando de la camiseta por encima de su cabeza, apoyó la mejilla contra su pecho, y escuchó los latidos de su corazón.
—Si es algo parecido a la forma en que yo te necesitaba —dijo suavemente contra su piel— entonces sí, lo hago.
Las manos de él se enredaron a través de su pelo, inclinó su boca de nuevo hacia la de él mientras movía sus manos hacia sus jeans, haciendo estallar el botón, bajando el cierre y empujándolos fuera de sus caderas para que cayeran al suelo. Con sus manos, sintió su erección presionando el frente de sus bóxers. La lengua de él se deslizó en su boca y ella lo acarició a través de la fina tela, envolviendo su mano alrededor de su gruesa longitud mientras su lengua encontraba la suya.
Pero entonces él apartó sus dedos con los suyos.
—No así —él le quitó sus pantalones y bragas, antes de tirar de ella hacia abajo sobre la alfombra—. Justo así.
Y entonces, él estaba empujando dentro de ella, sus caderas acunadas entre sus muslos, hasta que palpitaba contra su centro.
Sus ojos eran oscuros y calientes mientras se sostenía a sí mismo allí, por encima de ella, completamente inmóvil.
—Dulce Paula—susurró antes de besarla suavemente. Con ternura—. Yo...
No dijo nada más, pero él no tenía que hacerlo. Podía sentir lo mucho que le importaba en la forma en que la besó, en la forma en que era tan cuidadoso con ella, incluso cuando pensaba que estaba siendo rudo.
—Lo sé —dijo Paula, y luego su boca estuvo sobre la de ella otra vez y ellos estaban volaron. Y después de eso mientras yacía en el suelo debajo de él, tan perfectamente completa, sabía que aunque Pedro en realidad nunca dijo la palabra amor en voz alta, al menos en ese momento con ella en el suelo de su dormitorio, él lo sentía.
Esa noche, mientras cenaban en el porche, ella tuvo que preguntar.
— ¿Cómo te fue con tu padre?
—Él quiere ayudar con la cabaña.
— ¿En serio? ¿Esa es la única razón que te dio por venir aquí?
Pedro se quedó en silencio por un largo momento.
—Samuel le llamó. Le dijo la noticia. Estaba preocupado.
La noticia. Eso era todo lo que diría acerca de la llamada telefónica que había cambiado su vida.
— ¿Qué le dijiste?
Él levantó su cerveza, bebió de esta antes de responder.
—Lo mismo que he estado diciéndole a todo el mundo.
—Que estás bien.
—Así es.
Paula se mordió la lengua en un esfuerzo por mantener su boca cerrada. Pero después de lo que acababa de pasar arriba se sentía tan cerca de él, demasiado preocupada como para seguir escuchando la misma mentira una y otra vez.
— ¿Alguien te cree todavía?
—Di eso de nuevo.
Sus palabras eran frías. Duras. Pero ella no podía echarse atrás. No esta vez.
—Sigues diciendo que estás bien. Pero tú y yo sabemos que no es cierto. No lo estás. No podrías. Todavía no. No cuando todo lo que alguna vez quisiste fue simplemente alejado de ti.
—Jesús —dijo Pedro, estrellando su botella sobre la mesa con tanta fuerza que una grieta apareció en el lugar que golpeó—. ¿Qué diablos pasa con ustedes? Creen que es un crimen mirar el lado positivo. ¿No es eso lo que se supone que debo hacer? ¿Ver cómo el mundo es mi maldita ostra ahora? Ahora que la lucha contra el fuego no me está atando, no está tomando cada maldito segundo de mi vida, ¿no debería estar viendo las infinitas posibilidades?
—Sí, Pedro. Sí a todo eso. Pero eso no significa que no puedas llorar en primer lugar, dejar salir todo. Incluso si es sólo por cinco minutos.
— ¿No lo entiendes? —él se apartó de la mesa—. Yo puedo viajar por el mundo, ver las siete jodidas maravillas. Seguir adelante hasta que me sienta como dando vueltas y vuelva a empezar.
—Pero eso no es lo que quieres —lo desafió de nuevo.
— ¿Cómo diablos sabes lo que quiero?
Ella empujó su silla hacia atrás, se acercó a él, y le tomó las manos entre las suyas.
—Porque te conozco. Sé quién eres en realidad. Y quiero ayudarte. Por favor, déjame ayudarte, Pedro.
—Está bien. ¿Quieres ayudarme? Te mostraré exactamente cómo puedes ayudar. La única manera en que puedes ayudar.
Él le dio la vuelta y la empujó en los troncos a sus espaldas, clavándola con fuerza contra la pared con sus muñecas agarradas firmemente en sus manos por encima de su cabeza. Él estaba respirando con dificultad y ella jadeó atónita de sorpresa ante su tratamiento brusco.
—Sé que no quieres decir eso —dijo ella un segundo antes de que él le cubriera los labios con los suyos en un beso tan rudo que ella probó sangre. No estaba segura de si era de él o de ella, y la verdad torcida era que mientras su boca devoraba la suya, a ella no le importaba. No cuando lo único que quería era seguir enredando su lengua contra la suya.
No cuando ella con mucho gusto tomaría el siguiente aliento de sus pulmones.
Pero un segundo después estaba apartando su boca de la de ella y apretando su agarre sobre sus muñecas, lo bastante fuerte que gritó. Podía sentir la ira salir de él en ondas, como si estuviera incluso más enojado ahora, porque no había huido de él.
Empujó su muslo entre los de ella, con tanta fuerza que una oleada de miedo la recorrió. Trató de apartarse de él, arrancar sus muñecas de su férreo control, pero él se limitó a sostenerla con más fuerza.
—Háblame, Pedro —le rogó.
—Crees que sabes lo que quiero —dijo, sus palabras eran duras, totalmente en desacuerdo con el sonido suave de las olas en la orilla—. Te equivocas. Esto es lo que quiero. Todo lo que quiero.
Ella lo sintió dejar caer una mano de sus muñecas, pero en vez de dejarla ir, le arrancó su vestido de verano con un movimiento rápido.
No podía ver sus ojos claramente en la oscuridad, sólo las sombras debajo de sus pómulos, los planos de su rostro, que era tan hermoso para ella. Todo estaba ocurriendo demasiado rápido para encontrar alguna palabra para detenerlo, demasiado rápido que ni siquiera sabía si eso es lo que quería, y entonces él estaba cubriendo uno de sus pechos con su palma, apretándola rudamente, marcándola con el intenso calor que siempre se vertía desde su cuerpo.
Su cuerpo reaccionó al instante a su toque, abriéndose para dejarlo entrar, humedad rápidamente revistiendo sus delgadas bragas, la parte superior del muslo de él.
—Pedro —ella jadeó mientras instintivamente se frotaba contra él, buscando el placer que sabía era esperado en sus brazos, incluso ahora. Y entonces su mano estaba entre sus piernas.
Sus caderas instintivamente se movieron hacia sus dedos, buscando más, pero incluso mientras empujaba dos dedos dentro de ella, incluso mientras ella respondía a su toque como siempre lo había hecho, fue golpeada con la sensación de que él estaba atrapado en el espacio entre la realidad y una pesadilla. Al igual que aquella noche en su habitación cuando había corrido para ayudarlo y Pedro había tirado de ella con fuerza contra él.
Y al igual que entonces, su temor se fue tan rápido como había llegado. Porque incluso con este borde áspero y desigual, ella sabía que él nunca le haría daño deliberadamente.
¿Cómo podía tener miedo de él, cuando en su núcleo Pedro era el hombre más decente, más heroico que había conocido?
Una palabra de ella y él se detendría.
Pero Paula no quería que él lo hiciera.
—Esto es lo que soy ahora —dijo él, las palabras crudas mientras salían de su garganta, su boca moviéndose a su cuello, chupando y mordiendo al mismo tiempo. Soltó sus muñecas con su otra mano y la movió hacia sus pechos, rodando un pezón erecto entre su pulgar e índice, haciéndola jadear de nuevo con otro golpe de puro placer—. Esto es en lo que me he convertido. Y ahora que has visto al verdadero yo, es el momento de hacer tu elección.
—Puedes tratar de convencerme cien veces —se las arregló para decir con el poco aire que le quedaba en los pulmones
— y nunca te creería.
Pero en lugar de calmarlo, sus palabras parecían enviarlo aún más cerca del borde mientras sus dedos se movían dentro, luego fuera de ella, el pulgar presionando contra su clítoris, su palma agarrando su pecho. Y entonces los temblores estaban apoderándose de su cuerpo, tensándose alrededor de sus dedos, sus ojos cerrándose, su cabeza cayendo hacia atrás contra un tronco.
Cuando se corrió, su orgasmo duro lo que parecieron horas y él le susurró al oído:
—Es tu elección, nena. Tómame justo así. O déjame jodidamente en paz.
A través del aturdimiento del deseo, podía ver lo que él estaba haciendo, estaba tratando de usar el sexo como un arma. Tratando de romperla con este, empujando sus límites para ver si podía hacerla huir.
Y tal vez si no hubiera estado huyendo durante muchos años, si no estuviera tan condenadamente cansada de ir en círculos y no llegar absolutamente a ninguna parte, podría haber dejado que la asustara.
¿No sabía que ella ya había hecho su elección? ¿Que lo elegiría cada vez? No sólo por la forma en que su cuerpo iba en espiral fuera de control cada vez que la tocaba.
Sino porque amar a Pedro era lo que su corazón sabía, era la emoción más verdadera que jamás había sentido.
Nunca había pensado en anunciar sus sentimientos a él de esta manera, contra la pared, atrapada en su calor, su fuerza abrumadora, pero ahora veía que así era cómo habían sido las cosas con Pedro desde el principio.
Salvajes.
Inesperadas.
Aterradoras.
Pero hermosas y totalmente preciosas, todo al mismo tiempo.
—Te amo, Pedro.
El alivio de finalmente confesar lo que sentía, aceptándolo plenamente, fue tan dulce que tuvo que decirlo de nuevo.
—Te amo con todo lo que soy.
—No —sus ojos eran oscuros. Salvajes—. No lo haces. No puedes.
—Lo hago. Puedo.
Ella le acercó la cara con las dos manos, haciendo que la mirara.
—Así que si esto es lo que quieres de mí, si esto es lo que necesitas para abrirte paso hacia el otro lado, entonces tómalo. Estoy entregándome a ti libremente.
Él cerró los ojos, todavía luchando una guerra contra sí mismo, la misma que había estado luchando durante dos años.
— ¿Me has oído, Pedro? He hecho mi elección. Entregarme a ti. Porque te amo.
Y luego, por debajo de sus pestañas, vio salir una lágrima, sus dientes, su mandíbula apretadas contra esta, incluso mientras caía en un sendero lento sobre su pómulo, luego en su boca.
Ella movió sus labios hacia los suyos, probando la sal allí.
—Tómame, Pedro —susurró contra su boca—. Soy tuya.
CAPITULO 33 (tercera parte)
Andres levantó a Isabel y corrió por la playa hacia su casa.
Verla perder el conocimiento de esa manera lo había asustado y aunque sus párpados ya estaban parpadeando abiertos, sus ojos trabajando para centrarse en su cara, él todavía estaba sacudido.
—Estoy bien —intentó decir ella, pero las palabras sonaron débiles, totalmente diferente a ella.
—Shh —dijo él, por instinto presionando sus labios contra su frente—. Te tengo —dijo mientras tomaba los escalones a donde recordaba estaba el antiguo dormitorio principal cuando era niño. Empujando la puerta con una rodilla, vio que de hecho Isabel había tomado cargo de la habitación de sus padres, la había transformado como si fuera suya.
Gentilmente la puso en la cama, se trasladó al otro lado de la habitación y recogió una manta de un cofre en la esquina. La llevó de vuelta a la cama, la cubrió con esta, se sentó en el borde y le acarició el cabello. Un millar de emociones corrieron a través de él mientras la miraba, acostada en la cama, su pelo rubio desplegado en la almohada. No tenía sentido desear poder haber despertado junto a ella de esta manera una y mil veces en los últimos treinta años. Pero lo deseó de todos modos.
Y luego ella estaba moviéndose por debajo de la manta, pateándola fuera para alejarse de él y sentándose en la cabecera de madera gruesa, sosteniendo su cabeza entre las manos.
— ¿Qué quieres, Andres?
Lo recordaba ahora, ella nunca había sido una persona tímida, nunca había tenido miedo de decirle exactamente lo que pensaba. Pero estaba preocupado por la forma en que había caído en la playa, tenía que asegurarse de que no estaba enferma.
— ¿Estás enferma?
—No —la palabra fue un fuerte disparo de sus labios.
—Te desmayaste.
Se masajeó las sienes.
—Tengo dolor de cabeza. No dormí bien —ella dejó caer las manos, mirándolo fijo—. ¿Por qué diablos estás aquí?
—Isa...
—Ya te dije que no me llames así.
Respirando, descubrió que sus pulmones no querían tomar, o dar, ningún respiro.
—He venido a decirte que lo siento.
Ella parpadeó una vez, dos veces, casi como si estuviera tratando de averiguar exactamente qué juego estaba jugando.
—Está bien.
Él estuvo sorprendido por su respuesta. Tenía que haber más allí, ¿no?
Pero ella ya estaba balanceando sus piernas por el lado opuesto de la cama. Él extendió una mano para detenerla.
—No, espera.
Él bajó la mirada hacia donde se estaban tocando, sintiendo la misma fuerte oleada de la electricidad que siempre había estado entre ellos. Sabía que debería alejar su mano, pero simplemente no podía dejarla ir. No cuando había esperado tanto tiempo para volver a tocarla.
—Por favor. Necesito decir estas cosas.
Su pecho subía y bajaba rápidamente cuando ella retiró su mano.
—Está bien —se movió más lejos de él en la cama—. Adelante.
No había tenido tiempo de ensayar esto, odiaba tratar de ganársela sin un plan.
—La jodí, Isabel. Sé que ya sabes eso, pero he querido que me escucharas decirlo durante tanto tiempo. No sé lo que pasó hace treinta años atrás, por qué me emborraché esa noche y...
—Y te acostaste con alguien más —dijo ella, terminando rápidamente su oración—. La dejaste embarazada y te casaste.
Él se quedó completamente rígido.
—Tú fuiste la única que amé. Siempre.
—Deberías haber pensado en eso antes de tener relaciones sexuales con ella.
—Yo era un niño estúpido. Lleno de hormonas. No sabía qué hacer con ellas.
— ¿En serio? —desafió—. ¿No pudiste encontrar nuevas excusas en los últimos treinta años? ¿No pudiste pensar en nada más que cuán duro estabas porque yo no te calmaría?
Eso es triste, Andres. Muy triste.
—Te lo juro, si hubiera sabido la forma en que esto pondría nuestras vidas del revés, si hubiera podido ver cómo iba a salir todo, yo nunca lo hubiera hecho.
—Todavía no lo entiendes, ¿verdad? Crees que terminamos porque la dejaste embarazada, ¿no? ¿Por qué tenías que hacer lo correcto y casarte con ella? Crees que si hubiera sido solo una noche sin consecuencias, entonces yo eventualmente te habría perdonado.
Ella estaba de rodillas ahora en la cama, en el calor de su furia.
—Pues te has equivocado. Rompiste mi confianza, Andres. Nunca podría haberte perdonado, incluso si no hubiera habido un bebé involucrado.
Observó impotente cómo se levantó de la cama, fue a su armario y volvió con un puñado de papeles. Los empujo en su pecho.
—Aquí. Esto es tuyo —ella señaló la puerta—. Ahora vete.
Él miró abajo, dándose cuenta que estaba sosteniendo las cartas que ella le había escrito, las que había mantenido en la cómoda en Poplar Cove. La desesperación lo desgarró.
No podía dejarla ir tan fácilmente. No ahora que finalmente estaba con ella de nuevo.
— ¿No te acuerdas de lo que era para nosotros, Isa? ¿No te acuerdas de que íbamos a dejar todo atrás y dar la vuelta al mundo en un barco que construiría? ¿No puedes recordar lo mucho que me amabas?
— ¡A ti, a ti, a ti!
Ella estaba gritando ahora, viniendo hacia él desde el otro lado de la habitación, sus puños golpeando su pecho. Tuvo que poner sus manos sobre sus hombros para sujetarlos a ambos firmes.
— ¡Yo, yo, yo! Cada cosa que has dicho hasta ahora ha sido sobre ti. Acerca de la cantidad de dolor que llevas adentro. De lo mucho que necesitas perdón. Acerca de cuánto has cambiado. Acerca de cómo debería mirar hacia las cartas como prueba de lo mucho que te amé.
—Isa, lo siento, yo no quería...
— ¡No! ¡No más! —ella se apartó de él—. No quiero oír nada más. ¿Crees que debería estar impresionada de que siempre me amaras más que a tu esposa?
—Ella es mi ex esposa ahora.
—Por supuesto que lo es —se burló—. ¿No entiendes que un hombre de verdad habría aceptado el desastre que hizo de sí mismo y tomado la responsabilidad? ¿No ves que un hombre de verdad habría dado hasta la última gota de sí mismo a su esposa e hijos y se hubiera asegurado de olvidarse de una chica que dejó atrás?
Sus palabras fueron un lanzamiento a cien kilómetros por hora directamente a su estómago. Había tratado de ser ese hombre, entregarse a su esposa e hijos, pero cada año se hacía más duro hasta que un día simplemente no podía hacerlo más.
—Qué te parece si tú y yo dejamos nuestra pequeña reunión improvisada en esto: Tú fuiste un infiel hijo de puta. La cagaste. Seguimos adelante con nuestras vidas. Así que si te hace sentir mejor, y consigue que te largues como el infierno fuera de mi vida, entonces voy a decir lo que necesitas tan desesperadamente oír. Te perdono. De hecho, simplemente no me importa en absoluto, cual sea la crisis de madurez que estás teniendo. Tengo una gran vida aquí en Blue Mountain. Una vida que he construido enteramente por mí misma, y no necesito que vengas al pueblo tratando de meterte en el medio de todo.
Hizo una pausa, tomó un par de respiraciones temblorosas, luego juntó sus manos delante de ella.
—Ahora bien, si hemos completamente terminado aquí, apreciaría mucho que te fueras.
—Me iré —dijo en voz baja, a pesar del tamborileo rabioso de su corazón ante el conocimiento de lo mucho que todavía lo odiaba—. Te dejaré sola. Pero primero tengo que decir una cosa más.
Sus ojos eran piedra fría cuando él dijo:
—Realmente lamento lo que hice. Si pudiera cambiar el pasado, lo haría. Pero tienes razón, nunca me olvidé de ti. Y aunque sé que crees que eso me hace menos hombre, he pasado treinta años echándote de menos, Isabel. Treinta años amándote. Y a pesar de lo que sientes por mí, me voy a pasar los próximos treinta sintiéndome de la misma manera.
Él se alejó, sus ojos llorosos ahora, un cuadro perfecto de un hombre de mediana edad roto, mientras se abría camino por las escaleras. Paula entró por la puerta principal de Isabel, exclamando con sorpresa cuando lo vio.
—Oh, no esperaba que estuvieras aquí. Solo venía a comprobar...
Ella se detuvo y él sabía que debía haber leído todo lo que estaba sintiendo en su rostro. Debía haber visto la vergonzosa humedad en los bordes de sus ojos.
Ella le puso la mano en su brazo.
— ¿Es la primera vez que ves a Isabel desde...?
Jesús, incluso la novia de Pedro sabía lo idiota que era su padre.
—Está arriba —fue lo único que pudo decir—. Cuida de ella. Por mí.
*****
Isabel miró desde donde estaba todavía de pie, congelada, mientras Paula se precipitaba por la puerta.
— ¿Por qué estaba Andres aquí? —preguntó Paula—. ¿Por qué estaba al borde de las lágrimas?
— ¿Estaba a punto de llorar?
—Sí.
Isabel estaba sorprendida por cuán cerca estaba la rabia de la tristeza. Sería mucho más fácil si pudiera aferrarse a su furia, envolverse en ella como una armadura.
Se suponía que el tiempo lo curaba todo.
No lo hacía peor.
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