domingo, 25 de octubre de 2015

CAPITULO 18 (tercera parte)




Paula empujó su silla hacia atrás tan rápido que el fuerte roce de la silla se hizo eco a lo largo del porche. Agarró sus platos.


—Voy a limpiar esto.


Pero la cocina no estaba lo suficientemente lejos, no le daba el espacio que necesitaba para reagruparse de nuevo.


Había estado a punto de arrojarse a él, a punto de suplicarle que le hiciera el amor, quitar los platos y la comida de la mesa del comedor y tirar de él hacia abajo sobre ella como agradecimiento no sólo por decir algo tan increíblemente dulce, sino por captar su arte de una manera que muy pocas personas alguna vez lo habían hecho.


Sólo que, acababa de contarle toda su triste historia. Si algo sucedía, se sentiría como si fuera por compasión.


Entró en la cocina con el resto de los platos, su gran presencia parecía aspirar todo el aire de la habitación.


—Estuve fuera de lugar. En este momento y anoche.


Sabiendo que ambos estaban tratando de mantenerse por encima de la línea de lo que había sucedido, se limitó a decir:
—No te preocupes por eso, Pedro. No pasa nada.


Saliendo de un pasado que involucraba mucha charla, ella con propósito se movió a un tema más inocuo.


—Me encantaría saber cómo era el lago cuando eras niño. Siempre soñé con venir a un lugar como este.


Se acercó al fregadero, abriéndolo para lavar los platos a mano.


—Aprendí a nadar cuando tenía tres años y mi hermano me empujó del final del muelle —ante su jadeo, dijo—: no te preocupes. No habría dejado que me ahogara. Eso es lo que dice, de todos modos. El resto del verano apenas salíamos del lago, salvo para tripular con mi abuelo en su Sun Fish.


— ¿Y, cuando eras un adolescente, todavía era tan divertido?


—Claro —dijo, su voz más tranquila de lo que se la había escuchado—. Samuel, algunos amigos y yo pasamos un verano reconstruyendo un barco de fiesta descompuesto a partir de cero. Hizo anillos de espuma en el medio del lago hasta que el guardabosque salió a darnos una multa por conducción temeraria.


— ¿Cómo pudiste estar alejado durante tanto tiempo? —preguntó—. Obviamente te encanta estar aquí.


Sus manos se quedaron quietas en el agua jabonosa.


—Ya te lo dije. Tenía un trabajo que hacer.


—Por supuesto extinguir incendios es importante —estuvo de acuerdo— pero, ¿qué pasa con el resto de tu vida? No puedes ser superhéroe veinticuatro—siete. Sin duda, el Servicio Forestal no espera que renuncies a todo por el trabajo.


—Nadie me obligó a continuar ahí —ahora estaba a la defensiva, raspó la esponja en el ya limpio plato—. Fue mi elección. Nunca he deseado otra cosa en mi vida. No quería nada más.


— ¿En serio? ¿No hay nada más que desees? ¿Nada?


Después de anoche, se había dicho a sí misma que no iba a presionarlo tan duro otra vez, pero no podía evitarlo. No cuando no podía comprender plenamente lo que estaba diciendo.


— ¿No quieres una familia? ¿Hijos? ¿Algo más allá de tu trabajo?


—Después del incendio vi lo rápido que todo podía convertirse en humo. Cuán malditamente fácil sería para mí salir por la puerta una mañana y no volver. No me gustaría dejar una familia detrás. Y no puedo vivir sin los incendios. Así que, síp, ya hice mi elección.


Ahora fue su turno de pedir disculpas.


—Es muy loable. Elegir extinguir incendios por encima de todo lo demás. No era mi intención hacer que sonara como que tu elección es incorrecta. Simplemente no estoy segura de si yo podría hacer lo mismo.


Golpeó un plato en el escurridor.


— ¿No crees que he pasado por esto cientos de veces? Qué tal si me hubiera tomado un tiempo libre, conseguido dormir más, pasado un tiempo con alguien que no estuviera también viviendo y respirando fuego, ¿podría haber escapado de las llamas?


—Lo que ocurrió en Lake Tahoe no fue tu culpa, Pedro.


—Uno de nuestros hombres murió en ese incendio. Jamie. No era más que un chico. Un novato encantado de trabajar en su primer par de incendios durante el verano.


Quiso poner sus brazos alrededor de él, pero después de anoche tocarlo parecía la peor opción posible.


No, a menos que quisiera terminar en sus brazos de nuevo.


Cosa que deseaba.


Agarró fuerte la toalla de los platos.


—Estoy segura de que tú y tu equipo hicieron todo lo que posible para salvarlo.


—Se quedaron sin un hombre. Yo. Debería haber estado allí fuera con Jamie cuando estalló la bomba. Tal vez podría haber visto que algo no estaba bien y haberlo sacado a tiempo. En su lugar, estaba allí solo, sin una posibilidad en el infierno. Debería estar agradecido de poder estar aquí de pie y lavar los platos. Puedo correr y nadar, volver a salir al bosque cada vez que quiera. Pero todo lo que puedo hacer es quejarme de mis manos, por no haber sido autorizado a hacer mi trabajo.


Salió de la habitación y ella quiso ir tras él, obligarlo a ver que estaba haciéndolo lo mejor que podía, mejor que la mayoría, y que tenía que dejar de golpearse a sí mismo por ser humano.


Pero algo le decía que no la oiría. No esta noche.


Todavía no. Tal vez nunca.


No se sorprendió cuando lo escuchó encender su camioneta y conducir lejos.


El teléfono sonó y había estado tan profunda en sus pensamientos que estuvo a punto de dejar caer el plato que había estado sosteniendo.


—Siento molestarla esta noche —dijo un hombre— pero, me preguntaba, ¿de casual esta mi hijo allí?


La historia de Isabel volvió a ella al instante, junto con el final infeliz, Él me engañó. Ella quedó embarazada. Se casó con ella.


—Debe ser Andres.


—Sí. No me di cuenta que mis padres alquilaban la cabaña. ¿Ha disfrutado de estar allí?


Es extraño cuán diferente era esta conversación con el padre de Pedro que cualquiera que hubiera tenido con su hijo. Pedro no gastaba palabras, mientras su padre le parecía tan extremadamente suave. Y, sin embargo, ninguno de los dos sabía que Helena y Jorge habían decidido alquilar la cabaña de madera. No era la familia más cercana del mundo.


—Poplar Coves es maravillosa, gracias. Y, sí Pedro se está quedando aquí, pero acaba de salir.


A algún lugar, a cualquier lugar para alejarse. Porque todo lo que ella había dicho le recordaba su propio dolor.


— ¿Podría decirle a Pedro que llamé? ¿Qué me gustaría mucho hablar con él?


Se preguntó si oía cosas que no estaban allí, por el toque de desesperación en la voz de Andres.


—Por supuesto. Se lo diré.


Después de colgar, tomó una nota adhesiva de la nevera y escribió, ―Tu padre llamo. Decidiendo rápidamente que podría no verla en la nevera, se dirigió hacia arriba con la nota y por el pasillo hacia su dormitorio.


Se detuvo en el umbral, pensando en lo que había sucedido en la habitación no hacía veinticuatro horas, su cuerpo había respondido con un flujo de deseo. De anhelo.


No era ciega a todas las razones para no enamorarse de Pedro.


Quería niños y una familia. Él no. Estaba buscando equilibrio. Él le había dado toda su atención a los incendios, y sólo a ellos. Pero cada vez que estaba con él, no podía evitar ver, no sólo lo diferente que era Pedro de su superficial ex marido, sino lo diferente que era de alguien que jamás hubiera conocido antes.


Era un héroe y sin embargo no podía perdonarse a sí mismo por no ser el hombre que una vez fue. Todo en ella dolía por sanar su dolor. Su arrepentimiento. Tirar de él en sus brazos y abrazarlo fuerte hasta que finalmente pudiera dejar que todo se fuera.


Mientras ponía la nota sobre su almohada, incluso mientras intentaba, una vez más, recordarse a sí misma que no había llegado al lago para involucrarse con un hombre fuera de los límites, se sintió como si estuviera viendo un accidente a punto de ocurrir en su espejo retrovisor. Y no había nada que pudiera hacer para detenerlo.


Porque no estaba segura de querer hacerlo.







CAPITULO 17 (tercera parte)




El estómago de Pedro gruñó, pero quería terminar el cableado del panel eléctrico de la cocina antes de detenerse por hoy. Mañana, tiraría a la basura la vieja cocina e iría al pueblo para recoger una nueva. Cada treinta minutos más o menos, cuando se ponía de pie para estirar sus piernas y espalda, sus ojos eran atraídos al porche.


A Paula.


Sus manos se movían rápidamente mientras pintaba, eran movimientos ágiles y llenos de color. Era increíblemente talentosa, cualquiera podía ver eso, incluso un hombre como él, que no sabía nada sobre arte.


La vio acumular sus rizos en la parte superior de su cabeza mientras el calor de la tarde se hacía presente y los rayos del sol se movían por el porche. No pudo dar un paso más lejos antes de que lo notara de pie en el marco de la puerta.


Trató de cubrir el lienzo con sus brazos como si quisiera ocultarlo.


—No está terminado. No estoy segura de que sea bueno todavía.


—Es bueno.


El color corrió a sus mejillas por su cumplido.


—Gracias.


Mirando fijo hacia su pintura, se dio cuenta de que por fin veía la quietud que había estado buscando en el muelle esa primera noche.


— ¿Cómo lo hiciste?


— ¿Hacer qué?


Apartó la mirada de la pintura, atrapando la desconcertada mirada de Paula, y se dio cuenta de que había hablado en voz alta.


—No importa.


—No —dijo ella— ibas decir algo sobre mi pintura.


Levantó las manos.


—No sé nada de arte.


—Sólo escúpelo ya —dijo, claramente frustrada—. ¿Qué ibas a decir?


—El lago. Las montañas —odiaba esto, sentirse como un idiota. Cada vez que estaba con ella, algo sucedía. Sus manos se adormecían. Hablaba demasiado—. No conozco a nadie más que los vea así.


— ¿Así cómo? —presionó ella.


¿Por qué no podía dejar las cosas como estaban?


—Vivos —gruñó él—. Se ven con vida.


Sus ojos se agrandaron mientras movía una mano sobre su corazón.


— ¿Lo puedes ver? ¿Lo que estoy pintando?


—Te lo dije. No sé de qué estoy hablando.


Su aliento quedó atrapado en su garganta cuando ella sonrió de regreso hacia él; sus mejillas eran de un color rosa, su pelo estaba recogido en su cabeza dejando al descubierto su cuello largo y delgado.


—No. Quiero decir, sí, así es. Tienes razón. Estoy pintando el lago. La energía que está dentro y alrededor de este todos los días. Y nadie jamás realmente ve… —sacudió la cabeza—. Con el arte abstracto, la mayoría de las personas piensan que es sólo un montón de colores al azar.


Oh mierda. Esta conversación, esas sonrisas, eran lo contrario de lo que debería estar haciendo.


—Limpiaré mis herramientas y saldré de tu vista por un rato.


Parpadeó ante el abrupto cambio, antes de decir:
—No te vayas —viéndose nerviosa, agregó— haré tacos turcos. ¿Tienes hambre?


—Estoy muerto de hambre —admitió— pero puedo comer algo en el pueblo.


Ya se estaba moviendo por delante suyo hacia la cocina, sacando pimientos, salsa y aceitunas negras.


—No es problema. Terminaría con sobras de todos modos.


Pensando en cómo Tim había dicho que Kelsey se sentiría insultada si no se comía el desayuno que había hecho, Pedro se dijo a sí mismo que no tenía más remedio que aceptar.


Golpeó sus nudillos contra la cocina.


—Probablemente necesites esto, ¿verdad?


—Una cocina sin duda sería muy útil.


Dulce señor, la cocina era tan pequeña que estaban prácticamente uno encima del otro. Apretando sus dedos alrededor del borde de la cocina lo suficientemente duro como para volver blancos sus nudillos, empujó la cocina a su lugar contra la pared.


—Me limpiaré y bajare a ayudar.


Encendiendo el grifo, entró en el agua helada antes de que las viejas tuberías tuvieran la oportunidad de calentarse y decidió dejarla fría. La cena sería una lección de autocontrol.


O un purgatorio.


La mesa verde de comedor estilo rural en el porche estaba puesta y llena de comida para el momento en que regresó a la planta baja, con una cerveza delante de cada plato. 


Sentándose en lados opuestos de la estrecha mesa, ninguno de los dos habló mientras se concentraban en prepararse sus tacos.


Después de tomar un bocado, Pedro tuvo que decirle:
—Esto está muy bueno, Paula.


Espantando sus elogios con la mano, dijo:
—No es nada. Sólo son tacos.


Terminó el primer taco, y comenzó otro.


—Deberías estar en la cocina, no sirviendo mesas.


—Servir mesas es sólo por dinero. Prefiero pintar.


Ver como succionaba su labio inferior debajo de sus dientes superiores hizo que no sólo la ingle de Pedro reaccionara, sino también algo en su pecho. Y a pesar de que se había dicho a sí mismo una y otra vez que debía mantener las distancias, se encontró con que quería saber más de ella, quería tratar de resolver ese misterio.


Tal vez entonces dejaría de ser tan malditamente intrigante.


— ¿Por qué estás aquí?


Parpadeó, claramente fuera de balance por su abrupta pregunta.


—La mayoría de la gente nunca ha oído hablar de Blue Mountain Lake.


Apoyó su taco a medio comer.


—Me divorcié. Y sólo para que quede claro, fui la que quiso acabar. Pero una vez que todo terminó supe que ya no podía quedarme allí.


— ¿Dónde es allí?


—En la Ciudad de Nueva York.


La imagen fue volviéndose más clara.


—No atendías mesas en la ciudad, ¿verdad?


—No. Hacía un montón de recaudación de fondos —levantó las cejas—. Más de lo que pensarías que es humanamente posible, en realidad.


Otra pieza del rompecabezas se deslizó en su lugar. No se vestía como una niña rica, pero había una sofisticación en la forma en que se movía.


—La mayoría de la gente no se aleja del dinero.


Tomó un largo trago de su botella de cerveza, luego dijo:
—Sé que esto va a sonar como si fuera una pobre niña rica, pero me encanta lo diferente que Blue Mountain Lake es de mi vida anterior. Mis padres piensan que estoy loca por querer estar aquí, no pueden creer que esté atendiendo mesas por nada, pero es mi decisión. Esperé treinta y tres años por esto, por algo que fuera todo mío, por usar mis propias manos y cerebro en lugar de que todo me lo entregaran en bandeja de plata —hizo una pausa, lo miró directamente a los ojos—. Vine aquí para conseguir finalmente que todo esté bien.


En cualquier otro momento, a cualquier otra persona, la habría dejado en paz. Pero la forma en la que Paula lo había presionado a hablar sobre el fuego, sobre sus manos, todavía le picaba. Lo llamaría retribución, y trabajaría como el infierno por creer que eso era todo. En lugar de cien por ciento fascinación.


— ¿Por qué se desmoronó tu matrimonio?


En vez de acobardarse ante su pregunta directa, le devolvió la mirada.


— ¿Qué es esto, veinte preguntas?


—Ayer por la noche me hiciste preguntas. Ahora es mi turno.


Pareció considerarlo antes de asentir.


—Bien. Pero te ahorraré los detalles sangrientos.


Jesús, ya había sentido que lo entendía anoche, pero ahora parecía que casi había estado en su cabeza también.


—Te los sacaré de todos modos.


La tensión giró de nuevo hacia el calor, de nuevo a la química sensual que no podían empujar hacia abajo.


—Fue lujuria a primera vista. Jeremias y yo nos conocimos en la cena de una fiesta dada por un amigo de la familia. Nos fuimos temprano para tener sexo en su casa de la fraternidad.


¿Lujuria? Chispas de celos se dispararon a través suyo.


Parecía que tenía razón. No quería los detalles sangrientos, después de todo.


—Tenía veintidós años. Una virgen en su último año de universidad, la chica buena que había estado guardándose a sí misma para el Sr. Perfecto. Tan ingenua que no lo creerías. En pocas semanas su anillo estaba en mi dedo. Mis padres lucharon contra ello, me dijeron que redujera la velocidad, pero simplemente pensé que estaban siendo los habituales ricos cautos, que eran unos snobs porque él no tenía una gran cuenta bancaria. Así que rompí el acuerdo prenupcial que ellos querían que él firmara y cuando quiso dinero para iniciar una empresa se lo di sin hacer la debida diligencia. Estaba tan ciega y estúpidamente enamorada —torció la boca—. Y entonces un día me di cuenta de que no había sido amor en absoluto. Sólo muy buen sexo que se fue tan rápido como llegó.


Bastante bien, pero no tan grandioso o fantástico como debería. Pedro hizo los cálculos.


—Debes haber estado con él diez años.


—No me lo recuerdes. Qué desperdicio. Diez años que pasé tratando de fingir que todo estaba bien, tratando de convencerme a mí misma que no había hecho la elección equivocada, que no había fracasado.


— ¿Por qué te fuiste?


Cerró sus ojos con fuerza.


—Preferiría no hablar de eso.


Un buen tipo lo habría dejado pasar. Pero había perdido a ese tipo en el fuego.


—Hablé anoche. Lo justo es justo.


Sin abrir los ojos, dijo:
—Estábamos en una de las subastas que había organizado. A Jeremias le gustaba ser el subastador, era bastante bueno en realidad. Excepto que esa noche, había estado bebiendo. Y cuando bebía se volvía... cruel.


Los puños de Pedro se apretaron.


— ¿Te lastimó?


Sus ojos se abrieron.


—No —sacudió su cabeza—. Sí. Fue una de esas subastas de “comprar una cita” y yo era una de las mujeres a ser subastada. Hizo una broma.


—Una broma.


—Sobre una vaca —dos puntos brillantes de color se extendieron a través de sus mejillas—. Sobre como que si viviéramos en la India, yo sería el premio de la noche. Que debía haber algún tipo por ahí al que le gustaran —levantó sus manos para hacer comillas alrededor de sus palabras— las chicas grandes como yo. Y luego hizo una mueca para mostrar cuán repugnante pensaba que era.


Pedro no conocía al tipo, pero quería hacerlo pedazos con sus propias manos.


—Mi padre lo tiró fuera del escenario. No recuerdo exactamente cómo llegué a él a través de todas las mesas y sillas —sonrió entonces, un giro amargo de sus labios—. Pero nunca olvidaré lo bien que se sintió abofetearlo. El sonido que hizo cuando la palma de mi mano golpeó su mandíbula. Y luego se volvió hacia mí con ambos puños en alto, me habría golpeado si uno de los amigos de mi padre no me hubiera sacado del camino a tiempo.


Tomó aire, pareció regresar al porche, a la mesa del comedor.


—Esa fue la gota que colmó el vaso. ¿Cuál era el punto de seguir pretendiendo? Todo el mundo ya podía ver el desastre que era mi matrimonio. Así que terminé. Y salí como la mierda de allí.


—Tu marido era un idiota.


Sonrió, casi parecía sorprendida por eso.


—Estás en lo cierto. Lo era. Lo es.


—Y estaba equivocado. Sobre ti, sobre tu apariencia.


Pedro, no tienes que hacerlo. Me llevó mucho tiempo, pero por fin estoy empezando a llegar a un acuerdo con mi cuerpo. Con mi forma —otra sonrisa, esta vez más triste que feliz—. Pasé un montón de veranos en campamentos para gordos.


—Whoa. Es una broma, ¿verdad?


—Cada verano tenía que pasar el rato con cincuenta de mis mejores amigos con sobrepeso. Podría citar el manual de calorías textualmente.


Odiaba todo lo relacionado con la idea de un campamento para gordos.


Sobre todo cuando no había nada malo con Paula.


Nada en absoluto.


—Todavía no lo entiendo. ¿Por qué te enviarían a ti a…?


No, no diría las palabras. No cuando no encajaban con ella.


En la superficie Paula parecía tan fuerte. No se había dejado afectar por nada de su basura, en cambio le había devuelto los ataques cada vez.


Pero ahora, por primera vez, vio un atisbo de la fragilidad que había estado escondiendo.


—Supongo que mis padres pensaban que la vida sería más fácil para mí si era más bonita, si podía usar las mismas cosas que todas las demás. Pero como dije, lo superé —extendió sus brazos—. Después de mi divorcio, me di cuenta que era hora de un nuevo enfoque. De decir esta soy yo. Lo tomas o lo dejas.


Jesús, no entendía, lo mucho que él quería tomarlo.


Tomarla. La ira se precipitó a través de él al pensar en lo que ese idiota de su ex marido le había dicho, por la forma en que sus padres habían menospreciado su belleza; se olvidó de su promesa de permanecer en territorio neutral.


—Desde el primer momento en que te vi de pie en el porche con tus pantalones cortados y apretada camiseta, te deseé.









CAPITULO 16 (tercera parte)





Dirigiéndose dentro de la tienda de comestibles después del trabajo, Paula omitió la pila de cestas de plástico azul para agarrar uno de los carros con ruedas. Estaba a medio camino a través del pasillo de productos cuando se preguntó qué diablos estaba haciendo comprando toda esta comida. 


Ciertamente no necesitaba una bolsa entera de manzanas o un gran manojo de bananas.


Cinco minutos con un hombre bajo su techo y se había convertido en la Madre.


Pedro no era un invitado real. No tenía que darle de comer. O limpiar tras él. Era un niño grande. Podía cuidar de sí mismo. Encontrar su propio alimento. Cocinar sus propias comidas.


Pero cuando empezó a poner de nuevo las bananas en la pila no pudo evitar sentirse como una perra.


Necesitaba alimentarse de todos modos. Así que, realmente, ¿cuál era el gran problema con hacer suficiente para dos? Se sentiría horrible sentándose en el comedor mientras él se moría de hambre.


Sobre todo teniendo en cuenta lo mucho que se ejercitaba. 


Si hubiera sido una mujer quien hubiera aparecido en su porche ayer, ¿habría actuado de la misma manera?


No, por supuesto que no.


En realidad, se dijo mientras ponía las bananas de nuevo en su carro y continuaba por el pasillo de la carne, recogiendo un asado y un poco de pavo molido, siempre le había gustado cocinar.


Y las comidas para uno podían volverse un poco aburridas, a menos que no te importara tener toneladas de sobras. Por los siguientes días, tendría la oportunidad de hacer algunas de las nuevas recetas que había arrancado de la revista Cooking Light. Eso sería divertido.


Y luego él se iría y ella volvería a su vida habitual. La cabaña toda para sí misma. Libre para hacer lo que quisiera, cuando quisiera, sin dejar entrar a nadie más.


Es curioso cómo eso ya no sonaba tan bien como una vez lo había hecho.


Treinta minutos más tarde se detuvo en Poplar Cove junto a una camioneta Ford clásica. Adivinando rápidamente que Pedro la había cambiado por su auto de alquiler, se sorprendió gratamente por su elección. Habría supuesto que un bombero elegiría una de esas camionetas monstruosas de enormes llantas, las que necesitabas una escalera para subirte en ellas. No algo con abolladuras y arañazos. No pudo evitar sonreír mientras miraba dentro por la ventanilla y veía cinta adhesiva sobre todos los asientos.


Todo volvía a las primeras impresiones y cuán incorrectas podían ser. Porque aquí había más pruebas de que Pedro no era para nada como su ex marido. Jeremias no habría sido capturado ni muerto en una vieja camioneta destartalada.


Con sus bolsas de comestibles en la mano, Paula subió por las escaleras del porche hacia los sonidos de martillazos. Su corazón dio un vuelco ante el pensamiento de un hombre que realmente sabía hacer algo más que atornillar una bombilla. Diciéndose a sí misma que había un montón de cosas más sexys que un hombre que sabía cómo usar las herramientas de mano, aunque justo en ese momento no se le ocurrió ninguna, respiró hondo y se dirigió a la cocina.


No se dio cuenta de ella al principio y por una buena razón. 


Había arrancado la vieja cocina de la pared y estaba arrodillado frente a un panel de cables de aspecto muy confuso. No queriendo que se electrocutara a sí mismo, estaba a punto de darse la vuelta y salir cuando levantó la vista.


Y entonces, antes de que se diera cuenta de lo que estaba haciendo, tomó las bolsas de las compras y comenzó a vaciar el contenido sobre las encimeras de formica. Su ex nunca había hecho eso. Había sido muy claro sobre cuáles eran las funciones de la mujer y lo que era trabajo de hombres.


Por otra parte, Jeremias no había sabido cómo martillear un clavo o rehacer un sistema eléctrico tampoco. ¿Por qué, se preguntó, le había permitido hacer tan poco fuera de la oficina? ¿Por qué no había pensado alguna vez en pedirle lo que quería?


—Debería haber hablado contigo antes de empezar a romper la cocina en pedazos —dijo Pedro, y agradeció las disculpas tras sus palabras—. Afortunadamente, el refrigerador tiene un interruptor diferente.


Al darse cuenta de que estaba allí de pie como una idiota, se movió a su lado para empezar a guardar la carne y el queso. 


En la pequeña cocina, captó su aroma embriagador, el olor a limpio de un hombre trabajando duro para hacer las cosas seguras. Abriendo la nevera, se alegró por el frío del aire.


Entre los dos, la tarea de poner todo en su lugar se hizo rápidamente, dejándole una sensación incómoda. Tomó un destornillador y se puso en cuclillas sobre la caja eléctrica cuando ella sacudió su pulgar por encima del hombro.


—Saldré de tu camino. Estaba a punto de salir al porche a pintar.


En el porche, organizó sus pinturas y lienzos.


Por lo general, en cuestión de segundos, estaba trabajando duro. Hoy, sin embargo, pasaron unos buenos cinco minutos antes de que se diera cuenta de que todavía estaba mezclando rojo y naranja, los colores habían formado un feo marrón.


Se volvió y miró por encima del hombro hacia la cocina. 


Estaba en silencio mientras rehacía el cableado, y suponía que podía fingir que las cosas estaban de vuelta a la normalidad, que estaba sola y contenta en la cabaña frente al lago. Pero la presencia de Pedro era tan grande, tan abrumadora, que sus pensamientos seguían moviéndose de nuevo hacia él.


Tal vez debería empacar sus cosas y salir de la cabaña para pintar, encontrar un terreno llano para pararse y conseguir estar de nuevo en su elemento. Pero no podía huir de él todo el verano. Si ese era su plan, bien podría mudarse.


Cerrando los ojos, estaba tratando de relajarse tomando varias respiraciones profundas cuando oyó a Pedro patear en la cocina y murmurar una maldición. Abrió los ojos y con una sonrisa en sus labios, tomó el pincel y comenzó a moverlo, casi con voluntad propia, en grandes trazos anchos de vibrante color.