domingo, 25 de octubre de 2015

CAPITULO 17 (tercera parte)




El estómago de Pedro gruñó, pero quería terminar el cableado del panel eléctrico de la cocina antes de detenerse por hoy. Mañana, tiraría a la basura la vieja cocina e iría al pueblo para recoger una nueva. Cada treinta minutos más o menos, cuando se ponía de pie para estirar sus piernas y espalda, sus ojos eran atraídos al porche.


A Paula.


Sus manos se movían rápidamente mientras pintaba, eran movimientos ágiles y llenos de color. Era increíblemente talentosa, cualquiera podía ver eso, incluso un hombre como él, que no sabía nada sobre arte.


La vio acumular sus rizos en la parte superior de su cabeza mientras el calor de la tarde se hacía presente y los rayos del sol se movían por el porche. No pudo dar un paso más lejos antes de que lo notara de pie en el marco de la puerta.


Trató de cubrir el lienzo con sus brazos como si quisiera ocultarlo.


—No está terminado. No estoy segura de que sea bueno todavía.


—Es bueno.


El color corrió a sus mejillas por su cumplido.


—Gracias.


Mirando fijo hacia su pintura, se dio cuenta de que por fin veía la quietud que había estado buscando en el muelle esa primera noche.


— ¿Cómo lo hiciste?


— ¿Hacer qué?


Apartó la mirada de la pintura, atrapando la desconcertada mirada de Paula, y se dio cuenta de que había hablado en voz alta.


—No importa.


—No —dijo ella— ibas decir algo sobre mi pintura.


Levantó las manos.


—No sé nada de arte.


—Sólo escúpelo ya —dijo, claramente frustrada—. ¿Qué ibas a decir?


—El lago. Las montañas —odiaba esto, sentirse como un idiota. Cada vez que estaba con ella, algo sucedía. Sus manos se adormecían. Hablaba demasiado—. No conozco a nadie más que los vea así.


— ¿Así cómo? —presionó ella.


¿Por qué no podía dejar las cosas como estaban?


—Vivos —gruñó él—. Se ven con vida.


Sus ojos se agrandaron mientras movía una mano sobre su corazón.


— ¿Lo puedes ver? ¿Lo que estoy pintando?


—Te lo dije. No sé de qué estoy hablando.


Su aliento quedó atrapado en su garganta cuando ella sonrió de regreso hacia él; sus mejillas eran de un color rosa, su pelo estaba recogido en su cabeza dejando al descubierto su cuello largo y delgado.


—No. Quiero decir, sí, así es. Tienes razón. Estoy pintando el lago. La energía que está dentro y alrededor de este todos los días. Y nadie jamás realmente ve… —sacudió la cabeza—. Con el arte abstracto, la mayoría de las personas piensan que es sólo un montón de colores al azar.


Oh mierda. Esta conversación, esas sonrisas, eran lo contrario de lo que debería estar haciendo.


—Limpiaré mis herramientas y saldré de tu vista por un rato.


Parpadeó ante el abrupto cambio, antes de decir:
—No te vayas —viéndose nerviosa, agregó— haré tacos turcos. ¿Tienes hambre?


—Estoy muerto de hambre —admitió— pero puedo comer algo en el pueblo.


Ya se estaba moviendo por delante suyo hacia la cocina, sacando pimientos, salsa y aceitunas negras.


—No es problema. Terminaría con sobras de todos modos.


Pensando en cómo Tim había dicho que Kelsey se sentiría insultada si no se comía el desayuno que había hecho, Pedro se dijo a sí mismo que no tenía más remedio que aceptar.


Golpeó sus nudillos contra la cocina.


—Probablemente necesites esto, ¿verdad?


—Una cocina sin duda sería muy útil.


Dulce señor, la cocina era tan pequeña que estaban prácticamente uno encima del otro. Apretando sus dedos alrededor del borde de la cocina lo suficientemente duro como para volver blancos sus nudillos, empujó la cocina a su lugar contra la pared.


—Me limpiaré y bajare a ayudar.


Encendiendo el grifo, entró en el agua helada antes de que las viejas tuberías tuvieran la oportunidad de calentarse y decidió dejarla fría. La cena sería una lección de autocontrol.


O un purgatorio.


La mesa verde de comedor estilo rural en el porche estaba puesta y llena de comida para el momento en que regresó a la planta baja, con una cerveza delante de cada plato. 


Sentándose en lados opuestos de la estrecha mesa, ninguno de los dos habló mientras se concentraban en prepararse sus tacos.


Después de tomar un bocado, Pedro tuvo que decirle:
—Esto está muy bueno, Paula.


Espantando sus elogios con la mano, dijo:
—No es nada. Sólo son tacos.


Terminó el primer taco, y comenzó otro.


—Deberías estar en la cocina, no sirviendo mesas.


—Servir mesas es sólo por dinero. Prefiero pintar.


Ver como succionaba su labio inferior debajo de sus dientes superiores hizo que no sólo la ingle de Pedro reaccionara, sino también algo en su pecho. Y a pesar de que se había dicho a sí mismo una y otra vez que debía mantener las distancias, se encontró con que quería saber más de ella, quería tratar de resolver ese misterio.


Tal vez entonces dejaría de ser tan malditamente intrigante.


— ¿Por qué estás aquí?


Parpadeó, claramente fuera de balance por su abrupta pregunta.


—La mayoría de la gente nunca ha oído hablar de Blue Mountain Lake.


Apoyó su taco a medio comer.


—Me divorcié. Y sólo para que quede claro, fui la que quiso acabar. Pero una vez que todo terminó supe que ya no podía quedarme allí.


— ¿Dónde es allí?


—En la Ciudad de Nueva York.


La imagen fue volviéndose más clara.


—No atendías mesas en la ciudad, ¿verdad?


—No. Hacía un montón de recaudación de fondos —levantó las cejas—. Más de lo que pensarías que es humanamente posible, en realidad.


Otra pieza del rompecabezas se deslizó en su lugar. No se vestía como una niña rica, pero había una sofisticación en la forma en que se movía.


—La mayoría de la gente no se aleja del dinero.


Tomó un largo trago de su botella de cerveza, luego dijo:
—Sé que esto va a sonar como si fuera una pobre niña rica, pero me encanta lo diferente que Blue Mountain Lake es de mi vida anterior. Mis padres piensan que estoy loca por querer estar aquí, no pueden creer que esté atendiendo mesas por nada, pero es mi decisión. Esperé treinta y tres años por esto, por algo que fuera todo mío, por usar mis propias manos y cerebro en lugar de que todo me lo entregaran en bandeja de plata —hizo una pausa, lo miró directamente a los ojos—. Vine aquí para conseguir finalmente que todo esté bien.


En cualquier otro momento, a cualquier otra persona, la habría dejado en paz. Pero la forma en la que Paula lo había presionado a hablar sobre el fuego, sobre sus manos, todavía le picaba. Lo llamaría retribución, y trabajaría como el infierno por creer que eso era todo. En lugar de cien por ciento fascinación.


— ¿Por qué se desmoronó tu matrimonio?


En vez de acobardarse ante su pregunta directa, le devolvió la mirada.


— ¿Qué es esto, veinte preguntas?


—Ayer por la noche me hiciste preguntas. Ahora es mi turno.


Pareció considerarlo antes de asentir.


—Bien. Pero te ahorraré los detalles sangrientos.


Jesús, ya había sentido que lo entendía anoche, pero ahora parecía que casi había estado en su cabeza también.


—Te los sacaré de todos modos.


La tensión giró de nuevo hacia el calor, de nuevo a la química sensual que no podían empujar hacia abajo.


—Fue lujuria a primera vista. Jeremias y yo nos conocimos en la cena de una fiesta dada por un amigo de la familia. Nos fuimos temprano para tener sexo en su casa de la fraternidad.


¿Lujuria? Chispas de celos se dispararon a través suyo.


Parecía que tenía razón. No quería los detalles sangrientos, después de todo.


—Tenía veintidós años. Una virgen en su último año de universidad, la chica buena que había estado guardándose a sí misma para el Sr. Perfecto. Tan ingenua que no lo creerías. En pocas semanas su anillo estaba en mi dedo. Mis padres lucharon contra ello, me dijeron que redujera la velocidad, pero simplemente pensé que estaban siendo los habituales ricos cautos, que eran unos snobs porque él no tenía una gran cuenta bancaria. Así que rompí el acuerdo prenupcial que ellos querían que él firmara y cuando quiso dinero para iniciar una empresa se lo di sin hacer la debida diligencia. Estaba tan ciega y estúpidamente enamorada —torció la boca—. Y entonces un día me di cuenta de que no había sido amor en absoluto. Sólo muy buen sexo que se fue tan rápido como llegó.


Bastante bien, pero no tan grandioso o fantástico como debería. Pedro hizo los cálculos.


—Debes haber estado con él diez años.


—No me lo recuerdes. Qué desperdicio. Diez años que pasé tratando de fingir que todo estaba bien, tratando de convencerme a mí misma que no había hecho la elección equivocada, que no había fracasado.


— ¿Por qué te fuiste?


Cerró sus ojos con fuerza.


—Preferiría no hablar de eso.


Un buen tipo lo habría dejado pasar. Pero había perdido a ese tipo en el fuego.


—Hablé anoche. Lo justo es justo.


Sin abrir los ojos, dijo:
—Estábamos en una de las subastas que había organizado. A Jeremias le gustaba ser el subastador, era bastante bueno en realidad. Excepto que esa noche, había estado bebiendo. Y cuando bebía se volvía... cruel.


Los puños de Pedro se apretaron.


— ¿Te lastimó?


Sus ojos se abrieron.


—No —sacudió su cabeza—. Sí. Fue una de esas subastas de “comprar una cita” y yo era una de las mujeres a ser subastada. Hizo una broma.


—Una broma.


—Sobre una vaca —dos puntos brillantes de color se extendieron a través de sus mejillas—. Sobre como que si viviéramos en la India, yo sería el premio de la noche. Que debía haber algún tipo por ahí al que le gustaran —levantó sus manos para hacer comillas alrededor de sus palabras— las chicas grandes como yo. Y luego hizo una mueca para mostrar cuán repugnante pensaba que era.


Pedro no conocía al tipo, pero quería hacerlo pedazos con sus propias manos.


—Mi padre lo tiró fuera del escenario. No recuerdo exactamente cómo llegué a él a través de todas las mesas y sillas —sonrió entonces, un giro amargo de sus labios—. Pero nunca olvidaré lo bien que se sintió abofetearlo. El sonido que hizo cuando la palma de mi mano golpeó su mandíbula. Y luego se volvió hacia mí con ambos puños en alto, me habría golpeado si uno de los amigos de mi padre no me hubiera sacado del camino a tiempo.


Tomó aire, pareció regresar al porche, a la mesa del comedor.


—Esa fue la gota que colmó el vaso. ¿Cuál era el punto de seguir pretendiendo? Todo el mundo ya podía ver el desastre que era mi matrimonio. Así que terminé. Y salí como la mierda de allí.


—Tu marido era un idiota.


Sonrió, casi parecía sorprendida por eso.


—Estás en lo cierto. Lo era. Lo es.


—Y estaba equivocado. Sobre ti, sobre tu apariencia.


Pedro, no tienes que hacerlo. Me llevó mucho tiempo, pero por fin estoy empezando a llegar a un acuerdo con mi cuerpo. Con mi forma —otra sonrisa, esta vez más triste que feliz—. Pasé un montón de veranos en campamentos para gordos.


—Whoa. Es una broma, ¿verdad?


—Cada verano tenía que pasar el rato con cincuenta de mis mejores amigos con sobrepeso. Podría citar el manual de calorías textualmente.


Odiaba todo lo relacionado con la idea de un campamento para gordos.


Sobre todo cuando no había nada malo con Paula.


Nada en absoluto.


—Todavía no lo entiendo. ¿Por qué te enviarían a ti a…?


No, no diría las palabras. No cuando no encajaban con ella.


En la superficie Paula parecía tan fuerte. No se había dejado afectar por nada de su basura, en cambio le había devuelto los ataques cada vez.


Pero ahora, por primera vez, vio un atisbo de la fragilidad que había estado escondiendo.


—Supongo que mis padres pensaban que la vida sería más fácil para mí si era más bonita, si podía usar las mismas cosas que todas las demás. Pero como dije, lo superé —extendió sus brazos—. Después de mi divorcio, me di cuenta que era hora de un nuevo enfoque. De decir esta soy yo. Lo tomas o lo dejas.


Jesús, no entendía, lo mucho que él quería tomarlo.


Tomarla. La ira se precipitó a través de él al pensar en lo que ese idiota de su ex marido le había dicho, por la forma en que sus padres habían menospreciado su belleza; se olvidó de su promesa de permanecer en territorio neutral.


—Desde el primer momento en que te vi de pie en el porche con tus pantalones cortados y apretada camiseta, te deseé.









No hay comentarios:

Publicar un comentario