domingo, 25 de octubre de 2015
CAPITULO 16 (tercera parte)
Dirigiéndose dentro de la tienda de comestibles después del trabajo, Paula omitió la pila de cestas de plástico azul para agarrar uno de los carros con ruedas. Estaba a medio camino a través del pasillo de productos cuando se preguntó qué diablos estaba haciendo comprando toda esta comida.
Ciertamente no necesitaba una bolsa entera de manzanas o un gran manojo de bananas.
Cinco minutos con un hombre bajo su techo y se había convertido en la Madre.
Pedro no era un invitado real. No tenía que darle de comer. O limpiar tras él. Era un niño grande. Podía cuidar de sí mismo. Encontrar su propio alimento. Cocinar sus propias comidas.
Pero cuando empezó a poner de nuevo las bananas en la pila no pudo evitar sentirse como una perra.
Necesitaba alimentarse de todos modos. Así que, realmente, ¿cuál era el gran problema con hacer suficiente para dos? Se sentiría horrible sentándose en el comedor mientras él se moría de hambre.
Sobre todo teniendo en cuenta lo mucho que se ejercitaba.
Si hubiera sido una mujer quien hubiera aparecido en su porche ayer, ¿habría actuado de la misma manera?
No, por supuesto que no.
En realidad, se dijo mientras ponía las bananas de nuevo en su carro y continuaba por el pasillo de la carne, recogiendo un asado y un poco de pavo molido, siempre le había gustado cocinar.
Y las comidas para uno podían volverse un poco aburridas, a menos que no te importara tener toneladas de sobras. Por los siguientes días, tendría la oportunidad de hacer algunas de las nuevas recetas que había arrancado de la revista Cooking Light. Eso sería divertido.
Y luego él se iría y ella volvería a su vida habitual. La cabaña toda para sí misma. Libre para hacer lo que quisiera, cuando quisiera, sin dejar entrar a nadie más.
Es curioso cómo eso ya no sonaba tan bien como una vez lo había hecho.
Treinta minutos más tarde se detuvo en Poplar Cove junto a una camioneta Ford clásica. Adivinando rápidamente que Pedro la había cambiado por su auto de alquiler, se sorprendió gratamente por su elección. Habría supuesto que un bombero elegiría una de esas camionetas monstruosas de enormes llantas, las que necesitabas una escalera para subirte en ellas. No algo con abolladuras y arañazos. No pudo evitar sonreír mientras miraba dentro por la ventanilla y veía cinta adhesiva sobre todos los asientos.
Todo volvía a las primeras impresiones y cuán incorrectas podían ser. Porque aquí había más pruebas de que Pedro no era para nada como su ex marido. Jeremias no habría sido capturado ni muerto en una vieja camioneta destartalada.
Con sus bolsas de comestibles en la mano, Paula subió por las escaleras del porche hacia los sonidos de martillazos. Su corazón dio un vuelco ante el pensamiento de un hombre que realmente sabía hacer algo más que atornillar una bombilla. Diciéndose a sí misma que había un montón de cosas más sexys que un hombre que sabía cómo usar las herramientas de mano, aunque justo en ese momento no se le ocurrió ninguna, respiró hondo y se dirigió a la cocina.
No se dio cuenta de ella al principio y por una buena razón.
Había arrancado la vieja cocina de la pared y estaba arrodillado frente a un panel de cables de aspecto muy confuso. No queriendo que se electrocutara a sí mismo, estaba a punto de darse la vuelta y salir cuando levantó la vista.
Y entonces, antes de que se diera cuenta de lo que estaba haciendo, tomó las bolsas de las compras y comenzó a vaciar el contenido sobre las encimeras de formica. Su ex nunca había hecho eso. Había sido muy claro sobre cuáles eran las funciones de la mujer y lo que era trabajo de hombres.
Por otra parte, Jeremias no había sabido cómo martillear un clavo o rehacer un sistema eléctrico tampoco. ¿Por qué, se preguntó, le había permitido hacer tan poco fuera de la oficina? ¿Por qué no había pensado alguna vez en pedirle lo que quería?
—Debería haber hablado contigo antes de empezar a romper la cocina en pedazos —dijo Pedro, y agradeció las disculpas tras sus palabras—. Afortunadamente, el refrigerador tiene un interruptor diferente.
Al darse cuenta de que estaba allí de pie como una idiota, se movió a su lado para empezar a guardar la carne y el queso.
En la pequeña cocina, captó su aroma embriagador, el olor a limpio de un hombre trabajando duro para hacer las cosas seguras. Abriendo la nevera, se alegró por el frío del aire.
Entre los dos, la tarea de poner todo en su lugar se hizo rápidamente, dejándole una sensación incómoda. Tomó un destornillador y se puso en cuclillas sobre la caja eléctrica cuando ella sacudió su pulgar por encima del hombro.
—Saldré de tu camino. Estaba a punto de salir al porche a pintar.
En el porche, organizó sus pinturas y lienzos.
Por lo general, en cuestión de segundos, estaba trabajando duro. Hoy, sin embargo, pasaron unos buenos cinco minutos antes de que se diera cuenta de que todavía estaba mezclando rojo y naranja, los colores habían formado un feo marrón.
Se volvió y miró por encima del hombro hacia la cocina.
Estaba en silencio mientras rehacía el cableado, y suponía que podía fingir que las cosas estaban de vuelta a la normalidad, que estaba sola y contenta en la cabaña frente al lago. Pero la presencia de Pedro era tan grande, tan abrumadora, que sus pensamientos seguían moviéndose de nuevo hacia él.
Tal vez debería empacar sus cosas y salir de la cabaña para pintar, encontrar un terreno llano para pararse y conseguir estar de nuevo en su elemento. Pero no podía huir de él todo el verano. Si ese era su plan, bien podría mudarse.
Cerrando los ojos, estaba tratando de relajarse tomando varias respiraciones profundas cuando oyó a Pedro patear en la cocina y murmurar una maldición. Abrió los ojos y con una sonrisa en sus labios, tomó el pincel y comenzó a moverlo, casi con voluntad propia, en grandes trazos anchos de vibrante color.
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