lunes, 21 de septiembre de 2015

CAPITULO 3 (primera parte)





Seis meses más tarde...


Pedro pasó su motosierra constantemente a través de arbustos secos y tocones de árboles muertos mientras Samuel McKenzie y el hermano menor de Samuel, Cristian, trabajaban junto a él para despejar la línea de fuego a medio kilometro del incendio forestal. Los tres estaban trabajando en el borde sur del incendio, mientras que otros bomberos HotShot trabajaban las fronteras del este y el oeste.


Durante toda la mañana y tarde se dedicaron a abrir un camino de metro y medio. Sin combustible significa que no ardería, así que mientras las chispas no saltasen la línea, el incendio forestal moriría aquí. Nada del otro mundo, sólo la extinción de incendios forestales sacada del libro de texto. 


Esparcidos, trabajaron en silencio, sus motosierras, hachas y sierras de mano manteniendo un pesado ritmo mutuamente entendido.


Desolation Wilderness era un terreno accidentado, pero este bosque era el jardín del patio trasero para el equipo de bomberos HotShot de Tahoe Pines. No había necesidad de pedir ayuda a los paracaidistas del estado o a equipos urbanos de Lago Tahoe. Los bomberos HotShot fácilmente lo tenían cubierto.


En los últimos quince años, Pedro había apagado cientos de incendios. Algunos incendios asustaban mucho. Otros jugaban un poco antes de darte la ventaja, como una mujer haciéndose rogar. Y algunos eran cosas de novato. Las lluvias habían llegado tarde en la primavera y esta había sido una temporada a fuego lento hasta el momento. Éste no era más que un buen ejercicio de entrenamiento, sólo había estado ardiendo por un par de días. Era un dulce y fácil arder para saciar sus apetitos por algo de acción real. Ellos estarían de vuelta en la estación por la noche con tiempo para una ducha y una cerveza.


Y, sin embargo, Pedro estaba preocupado. Tenía un mal presentimiento sobre este incendio. Por cómo había comenzado. Y quién lo había comenzado.


Tan pronto como apagaran el fuego, él iba a ir a la cabaña de Jose Kellerman para tener una muy difícil charla; una que esperanzadoramente aseguraría que no habría más inexplicables incendios forestales en Desolation Wilderness este verano.


Cortando a través de una espesa maleza, Pedro pensó en el día en que había aterrizado en el porche de Jose casi veinte años atrás. Había sido un enojado y engreído joven de diecisiete años de edad, empeñado en la destrucción. 


Todavía recordaba la sonrisa que el bombero de mediana edad le había dado aquella tarde, casi como si estuviera diciendo Esto va a ser divertido, pedazo de mierda. Pedro no había sabido lo suficiente como para dar marcha atrás. Él había asumido que sus músculos jóvenes podían vencer a un tipo de edad cualquier día de la semana. Una cosa más sobre la que se había equivocado.


Los dos habían ido cabeza a cabeza, pecho a pecho, cara a cara, hasta que Pedro finalmente se dio cuenta que Jose no iba por él. Sus normas y su rudo amor eran su manera de ayudar. Debido a que en realidad le importaba.


Jose había sido, todavía era, el mejor maldito Bombero HotShot con el que había trabajado. Antes de que se hubiera retirado, había sido valiente, aunque inteligente, rápido con las decisiones, pero no temeroso de cambiar de opinión en situaciones difíciles. Una vez que Pedro sacó la cabeza de su culo de diecisiete años de edad y dio la vuelta, había mirado a Jose como un mentor, un hombre a emular. Casi dos décadas más tarde, él había llenado los zapatos de su mentor como superintendente del equipo de Bomberos HotShot de Tahoe Pines.


Pedro sólo podía rezar para que Jose no fuera quien necesitara ayuda en esta ocasión.


Dándose cuenta de que estaba tragando más suciedad que la que escupía, Pedro se quitó las gafas para tomar un largo trago de su botella de agua, pero apenas pasó sus labios cuando vio humo elevándose en su visión periférica.


De ninguna manera. De ninguna jodida manera. Él personalmente había explorado la zona en helicóptero al amanecer. El incendio había sido contenido al noreste del lugar en que estaban limpiando la línea de fuego.


A juzgar por la espesa y oscura nube en el cielo elevándose al sur de Samuel y Cristian, sin duda ya no estaba siendo contenido.


Pedro se secó el sudor de los ojos. Estaban trabajando en el peor lugar posible. La primera regla de los incendios forestales era una obviedad: la posición de misionero te mataría. Nunca vayas a la cima, porque los incendios podían, y lo hacían, ganarle la carrera cuesta arriba a un hombre el noventa y nueve por ciento de las veces.


De alguna manera, ellos habían terminado en la parte superior.


Una serie de rocas redondeadas los habían protegido durante toda la tarde de los vientos secos azotando el valle. Pedro rápidamente subió, coronando las rocas, y una pared de calor lo golpeó como un horno de cocción.


Agarró la radio de su bolsillo trasero y habló por esta. —Divisé un fuego rodando por el cañón medio kilometro al sur del punto de ignición.


A pesar de que normalmente Pedro confiaría en Gabriel Thompson, su jefe de equipo y segundo al mando, con su vida, no iba a esperar por confirmación.


Ya era hora de largarse.


Bajó por la roca y corrió hacia Samuel y Cristian. Los altos arbustos que los rodeaban eran un temporal parche fresco, uno que no dio aviso del infierno bailando encima de la colina. Pedro no tenía miedo por sí mismo, conseguiría salir de allí o morir en el intento, pero las vidas de sus hombres eran su responsabilidad. Él había estado orgulloso de dirigir a su equipo HotShot desde la última década. Estos chicos se sentían más como una familia que lo que había sentido por la mayoría de sus relaciones de sangre. Por lo menos, se aseguraría de que los hermanos MacKenzie salieran de la voladura en una sola pieza.


La radio de Pedro crujió.


Pedro —dijo Gabriel desde el punto de anclaje en la parte superior de la montaña, donde podía observar el progreso del fuego— ustedes tiene que salir. Ahora.


En todos sus años de trabajo conjunto, Pedro raramente había oído a Gabriel tan preocupado.


Pedro sabía que Gabriel quería escuchar que él ya estaba en su camino. Pero no iba a irse sin sus hombres.



—Me estoy moviendo hacia abajo para alertar a Samuel y a Cristian y luego nos retiraremos.


Un sordo: —Joder —fue seguido por una maraña de voces. 


Pedro se concentró en su misión. La velocidad era esencial cuando estas tratando de burlar un incendio que estaba muerto de hambre por carne fresca.


Rápidamente, escaneó la ladera circundante. Una retirada a lo largo del flanco oriental de la línea, el sendero despejado más cercano, sería un suicidio. Tendrían que correr al oeste, hacia arriba por una pendiente casi vertical.



En lugar de zigzaguear hacia abajo por la montaña, Pedro tomó la ruta más rápida, saltando y deslizándose por pendientes pronunciadas, sin dar una mierda por los moretones y raspaduras si eso significaba sacar a sus hombres con vida. La montaña por debajo de los hermanos McKenzie fue desapareciendo rápidamente debajo de una nube de humo.


El sudor corría por debajo del casco de Pedro; su corazón latía con fuerza; sus músculos del muslo se agrupaban y quemaban mientras trabajaba por mantenerse en pie en una pendiente cada vez más peligrosa.



Había hecho algunas locuras en su vida, pero correr directamente a una explosión le ganaba a todas. Y, sin embargo, ansiaba este tipo de adrenalina, la emoción de hacer frente a una situación casi imposible. Todos ellos lo hacían hasta cierto punto, y era parte de los fuertes lazos que mantenían a su grupo de veinte bomberos forestales juntos.


Como el infierno si ellos iban a estar disminuidos en tres cuando el día hubiera terminado.


Una vez cerca de los hermanos, no se molestó en gritar. 


Ellos no lo oirían por encima de las motosierras. Corrió por el desnivelado terreno, a toda velocidad sobre troncos de árboles recién cortados, agitando los brazos en un amplio arco para conseguir su atención.


Cristian miró hacia arriba primero y apagó su motor. Samuel rápidamente siguió su ejemplo. En el repentino silencio, Pedro podía oír el creciente rugido de las hambrientas llamas.


—Tenemos que salir de este cañón —dijo Pedro, señalando hacia la columna de humo elevándose sobre la espesa maleza—. Ahora.


Apreció lo calmados que estaban mientras apoyaban sus herramientas y hacían balance de la peligrosa situación.


—¿Una explosión? —preguntó Samuel.


Pedro asintió, sus pulmones ardiendo por el esfuerzo y el denso y fresco humo chupando todo el oxígeno. Suficiente charla. Ya era hora de conseguir la mierda fuera.


Momentos como éste reforzaban cuan crucial era su dura rutina diaria de entrenamiento. Correr un kilometro y medio en seis minutos con un paquete de cien kilos sobre tu espalda no era nada comparado a correr del humo mortal y las brasas a través de nubes negras, pero por lo menos, Pedro suponía, tenían una oportunidad de salir con vida. 


Siempre y cuando nadie tropezara y nadie dejara que el miedo obtuviera lo mejor de ellos.


Tomaron la primera subida en una carrera de velocidad, sin inmutarse por la fuerte pendiente. Un kilometro por delante, el fuego se había apoderado de la ladera occidental. Repleta de maleza, esta era el perfecto aperitivo de media tarde para el fuego. Sin perder el paso, Pedro lanzó su pesada mochila varios metros a un lado. El viento los azotó, conduciendo chispas y humo en sus bocas abiertas. Este picó como una perra y Cristian tosió fuerte varias veces en sucesión, pero apenas desaceleró el ritmo.


Pedro nunca había respetado más a sus muchachos. Allí estaban ellos, completamente jodidos, moviéndose a través de ceniza blanca, mientras el fuego lamía sus talones, y nadie estaba llorando como un bebé, nadie estaba buscando un refugio del fuego y arrastrándose en el interior.


En cambio, ellos estaban corriendo por sus vidas.








CAPITULO 2 (primera parte)






El llanto detuvo a Pedro Alfonso en seco en su camino. Esto había sido consensual, ¿verdad? Ella había agarrado su camiseta, y no al revés. Aún así, él debería haberlo sabido mejor al hacerlo con una mujer que parecía tan infeliz.


El problema era que, Pedro no había tenido a una mujer en casi seis meses. Y maldita sea, ésta se veía bien cuando golpeó la puerta del restaurante de su amigo. Ella había exigido entrar y tomar una bebida, pero él la habría dejado entrar de todos modos, con su largo cabello oscuro, senos que se enarbolan por la fresca brisa viniendo del lago, y un culo tan redondo y dulce que podía hacer llorar a un hombre.


Un incendio tras otro habían quemado toda su primavera, verano y la mayor parte del otoño. Cada catorce días él había conseguido dos días para dormir como los muertos y repostar. Y luego estaba de nuevo en las montañas; derribando árboles, fogatas contraproducentes, despejando líneas de fuego, y caminando rutas de treinta y dos kilómetros, con 70 litros de agua y motosierras en su espalda.


Ser un bombero forestal era el mejor maldito trabajo del mundo, ya sea que estuviera protegiendo a un millar de hectáreas de antiguo bosque o salvando casas en el borde del bosque cuando los propietarios ya habían perdido la esperanza de que tendrían un hogar al cual regresar.


Pedro nunca olvidaba ni por un segundo cuán afortunado era por ser un bombero HotShot. Luchar contra el fuego había salvado su vida, le había dado una manera de canalizar su innata ferocidad, y su ira adolescente, en algo bueno. Quince años más tarde, dormir en las rocas bajo una nube de humo negro seguía siendo tan bueno como el Ritz, pero seis meses de casi celibato apestaban. Sobre todo si se trataba de un año seco y la gente era estúpida sobre colillas de cigarrillos y fumar marihuana.


O, en algunos casos, si un pirómano tenía un interés personal.


Razón por la cual había estado feliz de dejar que esta mujer creyera que era un camarero real, sobre todo ya que su amigo Eduardo Myers, dueño del lugar, no volvería por lo menos durante una hora. Diablos, sí, ella había parecido ser la manera perfecta de romper la sequía de este verano.


Después de la forma en que ella había exigido entrar para tomar algo él debería haberlo pensado mejor en vez de tocar su piel dorada, debería haber mantenido su boca y manos fuera de la sexy extraña. Pero ella había sabido tan dulce. Y él había estado sorprendido por la instantánea electricidad entre ellos. No había deseado a una mujer así en años.


Tan pronto como el llanto de la mujer empezó, se detuvo. 


Sus brazos se aflojaron alrededor de su pecho. Después de ayudar a sobrevivientes del fuego frenéticos toda su vida adulta, Pedro sabía moverse lentamente, con cuidado.


Sus pupilas estaban enormes y por un minuto él creyó que ella realmente no lo veía. De repente, su mirada se centró.


—Oh Dios.


Él tenía que hacerle la pregunta difícil primero.


—¿Querías esto?


Ella parpadeó una vez, luego dos.


—No —dijo— Dios, no.


Mierda. Ella iba a darle la vuelta por algo que él no había hecho. No por su propia cuenta de todos modos. Pero eso no importaba, no cuando los mandamases del Servicio Forestal tendrían que sacarlo de su equipo hasta que hubieran establecido su investigación sobre el asunto. Todo por culpa de unos cuantos besos calientes.


Ella ya no estaba mirando hacia él cuando saltó lejos. 


Fragmentos de vidrio crujieron debajo de sus zapatos.


—Lo lamento —murmuró, casi para sí misma.


¿Lo lamentaba? Él no esperaba una disculpa, eso era seguro.


Ella sacudió otra mirada hacia él.


—No era mi intención que esto suceda. Nosotros casi...


Sus palabras se desvanecieron y él la miró atentamente. Ella era voluble e impredecible y él estaba mucho más allá de desear meterse en sus pantalones. Sus lágrimas apagaron ese fuego completamente. En cualquier caso, cada instinto le decía que ella estaba en problemas. Él ponía su vida en la línea años tras año para proteger a las personas. Infiernos, cuando tenía diecisiete años la ayuda había llegado en su camino cuando más la necesitaba. No podía alejarse de los problemas ahora, ni siquiera si era lo más inteligente de hacer.


—¿Necesitas ayuda?


Ella retrocedió aún más, golpeando la pared de paneles oscuros con el hombro. Ella negó con la cabeza.


—Lo lamento —dijo otra vez—. No debería haber venido aquí. Fue un error.


Parecía que iba a desplomarse, y él dio un paso hacia ella, listo para atraparla cuando cayese. La preocupación de que creyese que la había atacado tomó un segundo plano atrás de su preocupación por su salud y seguridad. Tenía que llevarla a un médico para averiguar si había algo física, o mentalmente, mal con ella y tenía miedo de decírselo a él.


Pero antes de que pudiera poner sus brazos de nuevo a su alrededor, ella voló fuera del bar, por los escalones hacia el comedor, y fue a través de la puerta principal en un instante. 


Treinta segundos más tarde, desapareció detrás de un bosque de árboles frondosos.









CAPITULO 1 (primera parte)




Paula Chaves iba a encontrar al bastardo que había matado a su hermano pequeño e iba a hacerlo pagar.


Pero primero tenía que cuidar de los detalles. Los estúpidos malditos detalles.


Giró la llave en la cerradura de la casa de Antonio a la orilla del Bosque Nacional Tahoe y su garganta se tensó. ¿Cómo podía estar muerto?


Muerto.


A partir del martes, 15 de noviembre a las 02:09 AM, Antonio no era nada más que cenizas, los restos de sus huesos, piel y espíritu perdidos en los escombros de un edificio de apartamentos en Lago Tahoe Boulevard. Tres días atrás él había entrado a través de las llamas para salvar a un par de fanáticos de esquí de ser apedreados. Y murió como un héroe.


A los veintitrés años.


El propietario del lugar de Antonio necesitaba el lugar limpió para mostrárselo a potenciales inquilinos. Había sido amable sobre ello; si ella no podía venir por una semana o dos él estaría feliz de guardar todo lo de valor en un cobertizo de almacenamiento detrás del edificio. Paula había querido lanzar el teléfono a través de una ventana.


Todo lo de valor ya se había ido.


Parada en el escalón superior de cemento, Paula se obligó a abrir la puerta de la cabaña. Lo único que tenía que hacer era empacar las camisetas y jeans de Antonio, los libros y la crema de afeitar y podía largarse de allí. Pero no era tan sencillo. Porque la última vez que había estado en Tahoe que había sido el cumpleaños de su hermano. Hacía dos meses atrás él había estado teniendo el mejor momento de su vida en las Sierras, luchando contra incendios, embolsando chicas, golpeando las pistas de ski cuando el polvo estaba fresco.


Imágenes de su hermano y su padre se enredaron en el interior de su cabeza mientras se aferraba a la perilla de la puerta como si fuera un salvavidas. Julio Chaves también había sido bombero. Un bombero forestal, uno de los HotShot que apagaba el fuego del que el resto corría.


Cuando niña, ella había marcado el tiempo con la presencia de su padre. Por los seis meses que él había estado allí cada día. Haciendo su desayuno. Llevándola a la escuela. 
Pateando una pelota de fútbol con ella y Antonio en el patio trasero hasta que eran llamados a cenar. Había amado quedarse dormida con el sonido áspero de su voz mientras leía libros de cuentos, luego cerrarlos para inventar historias que eran aún mejores. Por los otros seis meses del año él no estaba. Luchaba contra los peores incendios que había habido nunca. El Incendio Wheeler en Ojai, California. El asedio de 1987 en Oregon. Julio Chaves había sido un héroe nacional, una y otra vez.


Paula conocía bomberos forestales que se iban un día con una sonrisa y una motosierra, y nunca regresaron. Ella aprendió a temer cada llamada telefónica tarde en la noche y las visitas inesperadas en la puerta principal. Su padre siempre volvió, gracias a Dios. Pero no pudo pelear contra una tos brutal. Y entonces, un año atrás él había sido diagnosticado con cáncer de pulmón agresivo. Todos esos años de aspirar la ceniza y el humo negro le habían pasado factura.


Ella todavía se estaba recuperando de la muerte de su padre cuando el jefe de bomberos de Antonio llamo. Un Chaves menos en el mundo.


Tal vez, pensó, si ella y Antonio hubiesen tenido una relación hermano-hermana antagónica al igual que muchos de sus amigos esto no habría dolido tanto. Pero él nunca había sido el tipo de hermano pequeño que le sacaba sus coletas y desordenaba sus cosas, e incluso aunque ella era cuatro años mayor no lo había tratado como a un bebé. Habían sido amigos, así como hermanos.


Su madre, Marta, había vivido en ascuas cada vez que su padre estaba fuera luchando contra los incendios. Y puesto que la organización y los detalles no eran el fuerte de su madre en el mejor de los casos, Paula había sido la encargada de asegurarse que Antonio se inscribiera en equipos e hiciera sus proyectos de la escuela a tiempo. Fue agradable ser necesaria, por lo que realmente no le había importado cuidar de su hermano. Y entonces, cuando su padre había muerto, todo se había dado vuelta, y Antonio se había ocupado de ella.


Ahora él se había ido también. Ella no había llorado todavía. ¿Cómo iba a hacerlo cuando su pecho se sentía como un bloque de hielo?


Sus amigas habían tratando de decir todas las cosas correctas, pero ninguna lo entendía realmente. Su novio, Daniel, un bombero de San Francisco, estaba completamente fuera de su terreno. Prácticamente había parecido aliviado cuando ella le había dicho que deberían tomarse un descanso. Y Marta era una ruina total, alternando entre llorar y dormir.


No había nadie más para cuidar de las cosas de Antonio. Sólo ella.


Había hecho una lista, sabía que tenía que empacar la ropa de Antonio para regalar, recopilar cartas y fotos importantes, cerrar sus cuentas bancarias, recoger su correo, y decirle a todos los que Antonio había amado, y todos los que lo habían amado a él, que se había ido. Pero ella no podía moverse. 


No podía obligarse a dar ni un solo paso en la casa de Antonio.


La desesperación la desgarró. Todo lo que quería era cerrar los ojos y olvidar por un segundo. Por alguna razón, de alguna manera, tenía que alejarse del dolor rasgándola en dos, tenía que olvidarse de todo. No sólo de que ella y su madre eran.



Habían sido amigos, así como hermanos.


No bebía mucho, nunca lo hacía, y nunca antes se había vuelto al alcohol por liberación. Pero ahora que Antonio estaba muerto todo había cambiado.


Ella había cambiado.


Cerró la puerta sin haber siquiera puesto un pie dentro de la cabaña y pasó por delante de su coche en el camino de entrada, dirigiéndose por la calle bordeada de pinos a un ritmo constante hacia el pueblo. La casa de Antonio estaba en la cima de una empinada colina y el paseo de Paula pronto se convirtió en una carrera de velocidad. Ella respiró el aire puro de las montañas en sus pulmones, corriendo mucho más allá de los límites de su resistencia, cada paso era un esfuerzo por conseguir alejarse de su dolor. Sus jeans y camiseta blanca se aferraban a su cuerpo mientras trataba de escapar de su pena.


Las torres casino en la frontera del estado de Nevada se elevaban altas en el cielo a su derecha, con suficiente alcohol para ahogarse, pero estaban a kilómetros de distancia y Paula no tenía mucha más resistencia en ella. Sin embargo, corrió. Rezando.


Sabía que debería estar orando por una iglesia para poder caer de rodillas y encontrar un poco de consuelo. Pero no quería creer en un Dios que podía llevarse a un niño apenas crecido que trataba de hacer algo bueno.


Por favor, Dios, te llevaste a Antonio. Te llevaste a papá. Me debes esta pequeña cosa. Es todo lo que pido.


Una nueva oleada de ira la sacudió. En realidad, estoy pidiendo un infierno mucho más que eso. Tengo que encontrar al asesino de Antonio. Y necesito que me lleves a él.


Las plantas de sus pies quemaban en sus sandalias mientras tomaba una curva cerrada. Y entonces lo vio: Bar & Parrilla Tahoe Pines.


Gracias, Dios, pensó. Y luego, otra inundación de amargura descendió: Pero Ella corrió hacia el restaurante, corriendo para purgar sus demonios, a pesar de que sabía que sudar y jadear no estaba haciéndolo mejor, eso no iba a traer a Antonio de nuevo a la vida.


Después de un rápido vistazo al tráfico, cruzó la carretera de dos carriles, llegando a un punto muerto frente al restaurante. Dolores agudos apuñalaron su estómago mientras se inclinaba sobre sus rodillas, el sudor goteando desde su frente al suelo.


Recuperando su respiración, se levantó y trató de abrir la puerta delantera, pero no se movía. El letrero en la puerta decía “Regreso a las 5 pm”. No era de extrañar que el aparcamiento estuviera prácticamente vacío. No necesitaba mirar su reloj para saber que era apenas media tarde.


Pero un solitario coche en la playa de estacionamiento le dio la esperanza de que el lugar no estuviera desierto. Presionó su rostro contra el vidrio esmerilado del restaurante y alcanzó a ver movimiento.


Bingo.


Ella golpeó la puerta. Pagaría el doble, triple, por sus bebidas.


Se observó a sí misma, como si desde la distancia, supiese que estaba actuando como loca, pero no importaba. No podía detenerse ahora. No cuando estaba tan cerca de volverse benditamente entumecida.


Un hombre con una gorra de béisbol abrió la puerta.


—¿Puedo ayudarte en algo?


—Una bebida —dijo ella, sorprendida por cuan ronca sonaba su voz— Necesito una bebida.


Su alta y musculosa contextura ocupaba la mayor parte de la puerta mientras la evaluaba. Paulaa fue repentinamente consciente de la forma en que su empapada camiseta se pegaba a su piel, del hecho de que no se había tomado la molestia de poner un sostén debajo de esta esa mañana. 


Todo lo que había podido hacer fue salir de la cama y lavarse los dientes. Demonios, no podía recordar la última vez que había comido.


Desde que la había golpeado la pubertad, los hombres le habían dicho que era hermosa. Que tenía un estupendo pelo. Estupenda piel. Grandes ojos. Un cuerpo aplastante. Y sin duda había habido momentos en los que no había estado por encima de usar sus activos para conseguir lo que quería. 


Pero ya nada era normal, nada era como debería ser, y no estaba para trabajar sus encantos con un extraño.


—¿Vas a dejarme entrar o no?


La comisura de su robusta boca se torció, ya sea en una sonrisa o una mueca ella no lo sabía y no le importaba.


Se hizo a un lado y ella pasó junto a él.


—Whisky, solo.


Él no era muy hablador, gracias a Dios, no como algunos camareros que ya habrían disparado cinco preguntas muy personales entre la puerta y el taburete de la barra. Sus manos eran rápidas, sexys también, se sorprendió de notarlo, mientras preparaba su bebida.


Puso el vaso en una servilleta y antes de que este llegara encima de la pulida barra de pino, ella lo agarró de sus dedos, inclinó su cabeza hacia atrás y bebió,estremeciéndose mientras ardía pasando por su garganta.


El primero saciaría su sed. El segundo podría relajar su fuertemente apretado estómago. Todo lo demás la ayudaría a olvidar, aunque sólo fuera por unos minutos.


El alcohol nunca había estado de acuerdo con ella y sabía que pagaría el precio de esto mañana. Pero lo único que importaba era pasar a través de los próximos minutos.


Ella puso su vaso vacío en la barra y otro apareció.


—Gracias —susurró mientras lo recogía.


El camarero estaba mirándola fijo, haciéndola sentir incómoda por todas las razones equivocadas. Cerró los ojos mientras tragaba. Desde que había recogido el teléfono tres días antes, se había sentido muerta por dentro. La sensación, el gusto, el olfato; todo se había echado a perder en ella.


Hasta ahora.


Sus miembros ya se sentían flojos por el whisky y descubrió que podía aflojar su mandíbula, por primera vez en días.


—¿Vives por aquí?


Ella levantó la mirada hacia el camarero, hacia sus ojos oscuros. Algo en su olor le era familiar, suciedad cocida al sol, hierba seca mezclada con jabón limpio. Cabello castaño oscuro salía justo por debajo de su gorra de béisbol y áspera barba cubría la mitad inferior de su cara.


—No —respondió finalmente, la palabra sintiéndose extraña cuando cruzó su lengua.


¿Cuándo fue la última vez que había hablado con alguien? ¿Ayer? ¿O era el día anterior?


El jefe de bomberos de Antonio se había ofrecido a hacerse cargo de los arreglos del funeral. Todo lo que ella tenía que hacer era recoger las cosas de Antonio de su cabaña, y ella ni siquiera podía manejar eso.


—¿Qué te trae a Tahoe?


—Tengo que limpiar el apartamento de mi hermano.


—¿Él se va del pueblo?


Ella tragó saliva, mirando fijamente su vaso.


—Ya se fue.


El camarero se apoyó contra el fregadero de acero detrás de él.


—Eso es muy malo. No me puedo imaginar alguna vez dejando Tahoe.


—Le encantaba estar aquí —dijo ella mientras un sollozo se levantaba en su garganta.


Oh Dios, no podía llorar aquí, en este bar, en frente de un extraño. De inmediato tomó otro trago de su vaso para evitar que todo se derramara.


Ella extendió su vaso.


—Tomaré otro, gracias.


Sus ojos estaban puestos en ella y no quería hacer frente a las preguntas en ellos, pero de alguna manera no podía obligarse a mirar hacia otro lado.


—¿Estás segura de eso? —preguntó— Tal vez deberías tomar un respiro durante unos minutos. Dime más sobre ti misma.


Ella parpadeó hacia él mientras rabia, frustración y miseria se arremolinaban juntas en sus entrañas. No había venido aquí para una sesión de terapia. Había venido para conseguir arruinarse.


Ella sacudió el vaso hacia él y un par de trozos de hielo se derramaron por el borde sobre la parte superior de la barra.


Su mensaje fue fuerte y claro, y cuando él se encogió de hombros y volvió a llenar su vaso, la forma en que su delgada camiseta rodó hasta sus gruesos bíceps le
hizo agua la boca. Ella no tenía que verlo desnudo para saber que su abdomen estaría marcado.


Él lucía duro y hermoso.


Y entonces cayó en la cuenta: Este extraño era otra señal. 


Primero el bar apareciendo al final de la carretera, y ahora, un ángel caído enviado para ayudarla a olvidar.


Por favor, Dios, permíteme olvidar.


Él se movió hacia delante, lo suficientemente cerca como para que ella extendiera su mano y tocara su cara. El impulso de tocarlo, besarlo sucedió tan rápido que ella no creía, no podía, esto la mataría si no lo hacía, simplemente se empujó a sí misma hacia arriba sobre el taburete de la barra y agarró un puñado de su camiseta en su mano. La boca de él golpeó la suya un momento antes de que ella estuviera preparada, quitando el aire de sus pulmones.


Su beso la consumió, rudo y seguro. Ella no había recuperado el aliento todavía, sólo pudo robar el aire de sus pulmones. Nunca la habían besado así, con una intensidad que le hizo olvidar dónde estaba, quién era ella, y que ni siquiera sabía el nombre de él.


Su vello facial era áspero contra su piel y le dio la bienvenida a la violencia de su beso. Todo era puramente físico ahora, acerca de perseguir la sensación. Paula dejó sus emociones en el taburete de la barra. Pertenecían a alguien que ya no quería ser.


Él sabía a azúcar, pero olía a humo. Sus rodillas encontraron la parte superior de la barra y se arrastró más cerca de él, usando su camiseta para hacer palanca con una mano, y en la parte posterior de su cuello con la otra. Las grandes manos de él rodearon su caja torácica y la levantó por encima de la barra sin separar sus lenguas, dientes y labios.


El salvajismo se unió a la desesperación cuando ella se apretó contra la dura pared de su pecho, pasando sus manos y dedos por encima de su torso. Su piel era cálida debajo del dobladillo de su camiseta y sus abdominales contraídos saltaron bajo sus dedos.


Sin previo aviso, él acortó la distancia que quedaba entre ellos, empujando sus caderas entre sus piernas. Su erección era dura contra su bajo vientre y ella instintivamente se frotó en la gruesa longitud. Él la empujó contra la pared y botellas frías se presionaron en su columna.


La angustia llegó a ella entonces, feroz y repentina.


Antonio estaba muerto. Y ella estaba en un bar con un desconocido. ¿Qué estaba haciendo? Tenía que calmarse y conseguir salir de aquí para limpiar su cabaña; y encontrar a la persona que había encendido el fuego que había cegado su vida.


Su estómago se retorció y su piel se sintió fría y pegajosa cuando la realidad amenazó con abrirse paso. Pero entonces el camarero pasó sus labios y dientes por encima de la línea de su mandíbula, hacia su cuello, y Paula se permitió perderse de nuevo en su toque, dejar que sus besos la envolvieran en una seguridad temporal.


Arqueó su cuello hacia atrás, temblando de gratitud, perdiéndose en este desconocido. Él movió sus manos sobre sus pechos y sus pulgares rozaron sus duros pezones un momento antes de que su boca la cubriera, primero a través de su camiseta sin mangas y luego, oh Dios, su lengua se movió sobre la piel desnuda, exigiendo una excitación que nunca había conocido antes.


Ella se movió en su boca, deseando más fricción, más calor. 


Su codo capturó una botella y esta se estrelló contra el suelo. El aroma a bourbon impregnó todo; un telón de fondo apropiado para su feroz y anónimo hacer el amor.


El desconocido no dio indicios de haber escuchado la botella hacerse añicos y con cada áspero beso que plantaba en su piel febril, la realidad y los vidrios rotos se movieron más en la distancia. Él se irguió de nuevo y capturó su boca, robándole a su cerebro la capacidad de seguir la dirección de sus manos, para darse cuenta de que él había desabrochado sus jeans. Sus dedos se deslizaron en su empapado vello púbico, su humedad.


Ella no se sorprendió por nada salvo la fuerza de su necesidad mientras corcoveaba su cadera en las manos de él, en silencio rogándole que entrara en ella. Su beso fue implacable, su boca nunca abandonando la suya, su lengua moviéndose al ritmo de sus dedos mientras resbalaban y se deslizaban, dentro luego fuera de su cuerpo desesperado.


Ella nunca había estado tan fuera de control, nunca quiso correrse tan mal. Le arañó la espalda, las caderas, usando toda su fuerza para tirar de él hacia ella. Él obedeció y su erección vestida se unió a sus manos entre sus piernas, embistiendo, empujando más y más duro. Un orgasmo se la llevó, tirando de ella bajo oleadas de placer intenso.


Paula fue atrapada en medio de un hermoso y violento océano. Ahogándose, gritó pidiendo ayuda, pero estaba demasiado ida.


Repentinos sollozos sacudieron su cuerpo con tanta fuerza como su clímax en curso y ella fue incapaz de controlar cualquiera de ellos. Lo único que pudo hacer fue sostener al hombre entre sus piernas.