lunes, 21 de septiembre de 2015

CAPITULO 1 (primera parte)




Paula Chaves iba a encontrar al bastardo que había matado a su hermano pequeño e iba a hacerlo pagar.


Pero primero tenía que cuidar de los detalles. Los estúpidos malditos detalles.


Giró la llave en la cerradura de la casa de Antonio a la orilla del Bosque Nacional Tahoe y su garganta se tensó. ¿Cómo podía estar muerto?


Muerto.


A partir del martes, 15 de noviembre a las 02:09 AM, Antonio no era nada más que cenizas, los restos de sus huesos, piel y espíritu perdidos en los escombros de un edificio de apartamentos en Lago Tahoe Boulevard. Tres días atrás él había entrado a través de las llamas para salvar a un par de fanáticos de esquí de ser apedreados. Y murió como un héroe.


A los veintitrés años.


El propietario del lugar de Antonio necesitaba el lugar limpió para mostrárselo a potenciales inquilinos. Había sido amable sobre ello; si ella no podía venir por una semana o dos él estaría feliz de guardar todo lo de valor en un cobertizo de almacenamiento detrás del edificio. Paula había querido lanzar el teléfono a través de una ventana.


Todo lo de valor ya se había ido.


Parada en el escalón superior de cemento, Paula se obligó a abrir la puerta de la cabaña. Lo único que tenía que hacer era empacar las camisetas y jeans de Antonio, los libros y la crema de afeitar y podía largarse de allí. Pero no era tan sencillo. Porque la última vez que había estado en Tahoe que había sido el cumpleaños de su hermano. Hacía dos meses atrás él había estado teniendo el mejor momento de su vida en las Sierras, luchando contra incendios, embolsando chicas, golpeando las pistas de ski cuando el polvo estaba fresco.


Imágenes de su hermano y su padre se enredaron en el interior de su cabeza mientras se aferraba a la perilla de la puerta como si fuera un salvavidas. Julio Chaves también había sido bombero. Un bombero forestal, uno de los HotShot que apagaba el fuego del que el resto corría.


Cuando niña, ella había marcado el tiempo con la presencia de su padre. Por los seis meses que él había estado allí cada día. Haciendo su desayuno. Llevándola a la escuela. 
Pateando una pelota de fútbol con ella y Antonio en el patio trasero hasta que eran llamados a cenar. Había amado quedarse dormida con el sonido áspero de su voz mientras leía libros de cuentos, luego cerrarlos para inventar historias que eran aún mejores. Por los otros seis meses del año él no estaba. Luchaba contra los peores incendios que había habido nunca. El Incendio Wheeler en Ojai, California. El asedio de 1987 en Oregon. Julio Chaves había sido un héroe nacional, una y otra vez.


Paula conocía bomberos forestales que se iban un día con una sonrisa y una motosierra, y nunca regresaron. Ella aprendió a temer cada llamada telefónica tarde en la noche y las visitas inesperadas en la puerta principal. Su padre siempre volvió, gracias a Dios. Pero no pudo pelear contra una tos brutal. Y entonces, un año atrás él había sido diagnosticado con cáncer de pulmón agresivo. Todos esos años de aspirar la ceniza y el humo negro le habían pasado factura.


Ella todavía se estaba recuperando de la muerte de su padre cuando el jefe de bomberos de Antonio llamo. Un Chaves menos en el mundo.


Tal vez, pensó, si ella y Antonio hubiesen tenido una relación hermano-hermana antagónica al igual que muchos de sus amigos esto no habría dolido tanto. Pero él nunca había sido el tipo de hermano pequeño que le sacaba sus coletas y desordenaba sus cosas, e incluso aunque ella era cuatro años mayor no lo había tratado como a un bebé. Habían sido amigos, así como hermanos.


Su madre, Marta, había vivido en ascuas cada vez que su padre estaba fuera luchando contra los incendios. Y puesto que la organización y los detalles no eran el fuerte de su madre en el mejor de los casos, Paula había sido la encargada de asegurarse que Antonio se inscribiera en equipos e hiciera sus proyectos de la escuela a tiempo. Fue agradable ser necesaria, por lo que realmente no le había importado cuidar de su hermano. Y entonces, cuando su padre había muerto, todo se había dado vuelta, y Antonio se había ocupado de ella.


Ahora él se había ido también. Ella no había llorado todavía. ¿Cómo iba a hacerlo cuando su pecho se sentía como un bloque de hielo?


Sus amigas habían tratando de decir todas las cosas correctas, pero ninguna lo entendía realmente. Su novio, Daniel, un bombero de San Francisco, estaba completamente fuera de su terreno. Prácticamente había parecido aliviado cuando ella le había dicho que deberían tomarse un descanso. Y Marta era una ruina total, alternando entre llorar y dormir.


No había nadie más para cuidar de las cosas de Antonio. Sólo ella.


Había hecho una lista, sabía que tenía que empacar la ropa de Antonio para regalar, recopilar cartas y fotos importantes, cerrar sus cuentas bancarias, recoger su correo, y decirle a todos los que Antonio había amado, y todos los que lo habían amado a él, que se había ido. Pero ella no podía moverse. 


No podía obligarse a dar ni un solo paso en la casa de Antonio.


La desesperación la desgarró. Todo lo que quería era cerrar los ojos y olvidar por un segundo. Por alguna razón, de alguna manera, tenía que alejarse del dolor rasgándola en dos, tenía que olvidarse de todo. No sólo de que ella y su madre eran.



Habían sido amigos, así como hermanos.


No bebía mucho, nunca lo hacía, y nunca antes se había vuelto al alcohol por liberación. Pero ahora que Antonio estaba muerto todo había cambiado.


Ella había cambiado.


Cerró la puerta sin haber siquiera puesto un pie dentro de la cabaña y pasó por delante de su coche en el camino de entrada, dirigiéndose por la calle bordeada de pinos a un ritmo constante hacia el pueblo. La casa de Antonio estaba en la cima de una empinada colina y el paseo de Paula pronto se convirtió en una carrera de velocidad. Ella respiró el aire puro de las montañas en sus pulmones, corriendo mucho más allá de los límites de su resistencia, cada paso era un esfuerzo por conseguir alejarse de su dolor. Sus jeans y camiseta blanca se aferraban a su cuerpo mientras trataba de escapar de su pena.


Las torres casino en la frontera del estado de Nevada se elevaban altas en el cielo a su derecha, con suficiente alcohol para ahogarse, pero estaban a kilómetros de distancia y Paula no tenía mucha más resistencia en ella. Sin embargo, corrió. Rezando.


Sabía que debería estar orando por una iglesia para poder caer de rodillas y encontrar un poco de consuelo. Pero no quería creer en un Dios que podía llevarse a un niño apenas crecido que trataba de hacer algo bueno.


Por favor, Dios, te llevaste a Antonio. Te llevaste a papá. Me debes esta pequeña cosa. Es todo lo que pido.


Una nueva oleada de ira la sacudió. En realidad, estoy pidiendo un infierno mucho más que eso. Tengo que encontrar al asesino de Antonio. Y necesito que me lleves a él.


Las plantas de sus pies quemaban en sus sandalias mientras tomaba una curva cerrada. Y entonces lo vio: Bar & Parrilla Tahoe Pines.


Gracias, Dios, pensó. Y luego, otra inundación de amargura descendió: Pero Ella corrió hacia el restaurante, corriendo para purgar sus demonios, a pesar de que sabía que sudar y jadear no estaba haciéndolo mejor, eso no iba a traer a Antonio de nuevo a la vida.


Después de un rápido vistazo al tráfico, cruzó la carretera de dos carriles, llegando a un punto muerto frente al restaurante. Dolores agudos apuñalaron su estómago mientras se inclinaba sobre sus rodillas, el sudor goteando desde su frente al suelo.


Recuperando su respiración, se levantó y trató de abrir la puerta delantera, pero no se movía. El letrero en la puerta decía “Regreso a las 5 pm”. No era de extrañar que el aparcamiento estuviera prácticamente vacío. No necesitaba mirar su reloj para saber que era apenas media tarde.


Pero un solitario coche en la playa de estacionamiento le dio la esperanza de que el lugar no estuviera desierto. Presionó su rostro contra el vidrio esmerilado del restaurante y alcanzó a ver movimiento.


Bingo.


Ella golpeó la puerta. Pagaría el doble, triple, por sus bebidas.


Se observó a sí misma, como si desde la distancia, supiese que estaba actuando como loca, pero no importaba. No podía detenerse ahora. No cuando estaba tan cerca de volverse benditamente entumecida.


Un hombre con una gorra de béisbol abrió la puerta.


—¿Puedo ayudarte en algo?


—Una bebida —dijo ella, sorprendida por cuan ronca sonaba su voz— Necesito una bebida.


Su alta y musculosa contextura ocupaba la mayor parte de la puerta mientras la evaluaba. Paulaa fue repentinamente consciente de la forma en que su empapada camiseta se pegaba a su piel, del hecho de que no se había tomado la molestia de poner un sostén debajo de esta esa mañana. 


Todo lo que había podido hacer fue salir de la cama y lavarse los dientes. Demonios, no podía recordar la última vez que había comido.


Desde que la había golpeado la pubertad, los hombres le habían dicho que era hermosa. Que tenía un estupendo pelo. Estupenda piel. Grandes ojos. Un cuerpo aplastante. Y sin duda había habido momentos en los que no había estado por encima de usar sus activos para conseguir lo que quería. 


Pero ya nada era normal, nada era como debería ser, y no estaba para trabajar sus encantos con un extraño.


—¿Vas a dejarme entrar o no?


La comisura de su robusta boca se torció, ya sea en una sonrisa o una mueca ella no lo sabía y no le importaba.


Se hizo a un lado y ella pasó junto a él.


—Whisky, solo.


Él no era muy hablador, gracias a Dios, no como algunos camareros que ya habrían disparado cinco preguntas muy personales entre la puerta y el taburete de la barra. Sus manos eran rápidas, sexys también, se sorprendió de notarlo, mientras preparaba su bebida.


Puso el vaso en una servilleta y antes de que este llegara encima de la pulida barra de pino, ella lo agarró de sus dedos, inclinó su cabeza hacia atrás y bebió,estremeciéndose mientras ardía pasando por su garganta.


El primero saciaría su sed. El segundo podría relajar su fuertemente apretado estómago. Todo lo demás la ayudaría a olvidar, aunque sólo fuera por unos minutos.


El alcohol nunca había estado de acuerdo con ella y sabía que pagaría el precio de esto mañana. Pero lo único que importaba era pasar a través de los próximos minutos.


Ella puso su vaso vacío en la barra y otro apareció.


—Gracias —susurró mientras lo recogía.


El camarero estaba mirándola fijo, haciéndola sentir incómoda por todas las razones equivocadas. Cerró los ojos mientras tragaba. Desde que había recogido el teléfono tres días antes, se había sentido muerta por dentro. La sensación, el gusto, el olfato; todo se había echado a perder en ella.


Hasta ahora.


Sus miembros ya se sentían flojos por el whisky y descubrió que podía aflojar su mandíbula, por primera vez en días.


—¿Vives por aquí?


Ella levantó la mirada hacia el camarero, hacia sus ojos oscuros. Algo en su olor le era familiar, suciedad cocida al sol, hierba seca mezclada con jabón limpio. Cabello castaño oscuro salía justo por debajo de su gorra de béisbol y áspera barba cubría la mitad inferior de su cara.


—No —respondió finalmente, la palabra sintiéndose extraña cuando cruzó su lengua.


¿Cuándo fue la última vez que había hablado con alguien? ¿Ayer? ¿O era el día anterior?


El jefe de bomberos de Antonio se había ofrecido a hacerse cargo de los arreglos del funeral. Todo lo que ella tenía que hacer era recoger las cosas de Antonio de su cabaña, y ella ni siquiera podía manejar eso.


—¿Qué te trae a Tahoe?


—Tengo que limpiar el apartamento de mi hermano.


—¿Él se va del pueblo?


Ella tragó saliva, mirando fijamente su vaso.


—Ya se fue.


El camarero se apoyó contra el fregadero de acero detrás de él.


—Eso es muy malo. No me puedo imaginar alguna vez dejando Tahoe.


—Le encantaba estar aquí —dijo ella mientras un sollozo se levantaba en su garganta.


Oh Dios, no podía llorar aquí, en este bar, en frente de un extraño. De inmediato tomó otro trago de su vaso para evitar que todo se derramara.


Ella extendió su vaso.


—Tomaré otro, gracias.


Sus ojos estaban puestos en ella y no quería hacer frente a las preguntas en ellos, pero de alguna manera no podía obligarse a mirar hacia otro lado.


—¿Estás segura de eso? —preguntó— Tal vez deberías tomar un respiro durante unos minutos. Dime más sobre ti misma.


Ella parpadeó hacia él mientras rabia, frustración y miseria se arremolinaban juntas en sus entrañas. No había venido aquí para una sesión de terapia. Había venido para conseguir arruinarse.


Ella sacudió el vaso hacia él y un par de trozos de hielo se derramaron por el borde sobre la parte superior de la barra.


Su mensaje fue fuerte y claro, y cuando él se encogió de hombros y volvió a llenar su vaso, la forma en que su delgada camiseta rodó hasta sus gruesos bíceps le
hizo agua la boca. Ella no tenía que verlo desnudo para saber que su abdomen estaría marcado.


Él lucía duro y hermoso.


Y entonces cayó en la cuenta: Este extraño era otra señal. 


Primero el bar apareciendo al final de la carretera, y ahora, un ángel caído enviado para ayudarla a olvidar.


Por favor, Dios, permíteme olvidar.


Él se movió hacia delante, lo suficientemente cerca como para que ella extendiera su mano y tocara su cara. El impulso de tocarlo, besarlo sucedió tan rápido que ella no creía, no podía, esto la mataría si no lo hacía, simplemente se empujó a sí misma hacia arriba sobre el taburete de la barra y agarró un puñado de su camiseta en su mano. La boca de él golpeó la suya un momento antes de que ella estuviera preparada, quitando el aire de sus pulmones.


Su beso la consumió, rudo y seguro. Ella no había recuperado el aliento todavía, sólo pudo robar el aire de sus pulmones. Nunca la habían besado así, con una intensidad que le hizo olvidar dónde estaba, quién era ella, y que ni siquiera sabía el nombre de él.


Su vello facial era áspero contra su piel y le dio la bienvenida a la violencia de su beso. Todo era puramente físico ahora, acerca de perseguir la sensación. Paula dejó sus emociones en el taburete de la barra. Pertenecían a alguien que ya no quería ser.


Él sabía a azúcar, pero olía a humo. Sus rodillas encontraron la parte superior de la barra y se arrastró más cerca de él, usando su camiseta para hacer palanca con una mano, y en la parte posterior de su cuello con la otra. Las grandes manos de él rodearon su caja torácica y la levantó por encima de la barra sin separar sus lenguas, dientes y labios.


El salvajismo se unió a la desesperación cuando ella se apretó contra la dura pared de su pecho, pasando sus manos y dedos por encima de su torso. Su piel era cálida debajo del dobladillo de su camiseta y sus abdominales contraídos saltaron bajo sus dedos.


Sin previo aviso, él acortó la distancia que quedaba entre ellos, empujando sus caderas entre sus piernas. Su erección era dura contra su bajo vientre y ella instintivamente se frotó en la gruesa longitud. Él la empujó contra la pared y botellas frías se presionaron en su columna.


La angustia llegó a ella entonces, feroz y repentina.


Antonio estaba muerto. Y ella estaba en un bar con un desconocido. ¿Qué estaba haciendo? Tenía que calmarse y conseguir salir de aquí para limpiar su cabaña; y encontrar a la persona que había encendido el fuego que había cegado su vida.


Su estómago se retorció y su piel se sintió fría y pegajosa cuando la realidad amenazó con abrirse paso. Pero entonces el camarero pasó sus labios y dientes por encima de la línea de su mandíbula, hacia su cuello, y Paula se permitió perderse de nuevo en su toque, dejar que sus besos la envolvieran en una seguridad temporal.


Arqueó su cuello hacia atrás, temblando de gratitud, perdiéndose en este desconocido. Él movió sus manos sobre sus pechos y sus pulgares rozaron sus duros pezones un momento antes de que su boca la cubriera, primero a través de su camiseta sin mangas y luego, oh Dios, su lengua se movió sobre la piel desnuda, exigiendo una excitación que nunca había conocido antes.


Ella se movió en su boca, deseando más fricción, más calor. 


Su codo capturó una botella y esta se estrelló contra el suelo. El aroma a bourbon impregnó todo; un telón de fondo apropiado para su feroz y anónimo hacer el amor.


El desconocido no dio indicios de haber escuchado la botella hacerse añicos y con cada áspero beso que plantaba en su piel febril, la realidad y los vidrios rotos se movieron más en la distancia. Él se irguió de nuevo y capturó su boca, robándole a su cerebro la capacidad de seguir la dirección de sus manos, para darse cuenta de que él había desabrochado sus jeans. Sus dedos se deslizaron en su empapado vello púbico, su humedad.


Ella no se sorprendió por nada salvo la fuerza de su necesidad mientras corcoveaba su cadera en las manos de él, en silencio rogándole que entrara en ella. Su beso fue implacable, su boca nunca abandonando la suya, su lengua moviéndose al ritmo de sus dedos mientras resbalaban y se deslizaban, dentro luego fuera de su cuerpo desesperado.


Ella nunca había estado tan fuera de control, nunca quiso correrse tan mal. Le arañó la espalda, las caderas, usando toda su fuerza para tirar de él hacia ella. Él obedeció y su erección vestida se unió a sus manos entre sus piernas, embistiendo, empujando más y más duro. Un orgasmo se la llevó, tirando de ella bajo oleadas de placer intenso.


Paula fue atrapada en medio de un hermoso y violento océano. Ahogándose, gritó pidiendo ayuda, pero estaba demasiado ida.


Repentinos sollozos sacudieron su cuerpo con tanta fuerza como su clímax en curso y ella fue incapaz de controlar cualquiera de ellos. Lo único que pudo hacer fue sostener al hombre entre sus piernas.









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