lunes, 21 de septiembre de 2015

CAPITULO 3 (primera parte)





Seis meses más tarde...


Pedro pasó su motosierra constantemente a través de arbustos secos y tocones de árboles muertos mientras Samuel McKenzie y el hermano menor de Samuel, Cristian, trabajaban junto a él para despejar la línea de fuego a medio kilometro del incendio forestal. Los tres estaban trabajando en el borde sur del incendio, mientras que otros bomberos HotShot trabajaban las fronteras del este y el oeste.


Durante toda la mañana y tarde se dedicaron a abrir un camino de metro y medio. Sin combustible significa que no ardería, así que mientras las chispas no saltasen la línea, el incendio forestal moriría aquí. Nada del otro mundo, sólo la extinción de incendios forestales sacada del libro de texto. 


Esparcidos, trabajaron en silencio, sus motosierras, hachas y sierras de mano manteniendo un pesado ritmo mutuamente entendido.


Desolation Wilderness era un terreno accidentado, pero este bosque era el jardín del patio trasero para el equipo de bomberos HotShot de Tahoe Pines. No había necesidad de pedir ayuda a los paracaidistas del estado o a equipos urbanos de Lago Tahoe. Los bomberos HotShot fácilmente lo tenían cubierto.


En los últimos quince años, Pedro había apagado cientos de incendios. Algunos incendios asustaban mucho. Otros jugaban un poco antes de darte la ventaja, como una mujer haciéndose rogar. Y algunos eran cosas de novato. Las lluvias habían llegado tarde en la primavera y esta había sido una temporada a fuego lento hasta el momento. Éste no era más que un buen ejercicio de entrenamiento, sólo había estado ardiendo por un par de días. Era un dulce y fácil arder para saciar sus apetitos por algo de acción real. Ellos estarían de vuelta en la estación por la noche con tiempo para una ducha y una cerveza.


Y, sin embargo, Pedro estaba preocupado. Tenía un mal presentimiento sobre este incendio. Por cómo había comenzado. Y quién lo había comenzado.


Tan pronto como apagaran el fuego, él iba a ir a la cabaña de Jose Kellerman para tener una muy difícil charla; una que esperanzadoramente aseguraría que no habría más inexplicables incendios forestales en Desolation Wilderness este verano.


Cortando a través de una espesa maleza, Pedro pensó en el día en que había aterrizado en el porche de Jose casi veinte años atrás. Había sido un enojado y engreído joven de diecisiete años de edad, empeñado en la destrucción. 


Todavía recordaba la sonrisa que el bombero de mediana edad le había dado aquella tarde, casi como si estuviera diciendo Esto va a ser divertido, pedazo de mierda. Pedro no había sabido lo suficiente como para dar marcha atrás. Él había asumido que sus músculos jóvenes podían vencer a un tipo de edad cualquier día de la semana. Una cosa más sobre la que se había equivocado.


Los dos habían ido cabeza a cabeza, pecho a pecho, cara a cara, hasta que Pedro finalmente se dio cuenta que Jose no iba por él. Sus normas y su rudo amor eran su manera de ayudar. Debido a que en realidad le importaba.


Jose había sido, todavía era, el mejor maldito Bombero HotShot con el que había trabajado. Antes de que se hubiera retirado, había sido valiente, aunque inteligente, rápido con las decisiones, pero no temeroso de cambiar de opinión en situaciones difíciles. Una vez que Pedro sacó la cabeza de su culo de diecisiete años de edad y dio la vuelta, había mirado a Jose como un mentor, un hombre a emular. Casi dos décadas más tarde, él había llenado los zapatos de su mentor como superintendente del equipo de Bomberos HotShot de Tahoe Pines.


Pedro sólo podía rezar para que Jose no fuera quien necesitara ayuda en esta ocasión.


Dándose cuenta de que estaba tragando más suciedad que la que escupía, Pedro se quitó las gafas para tomar un largo trago de su botella de agua, pero apenas pasó sus labios cuando vio humo elevándose en su visión periférica.


De ninguna manera. De ninguna jodida manera. Él personalmente había explorado la zona en helicóptero al amanecer. El incendio había sido contenido al noreste del lugar en que estaban limpiando la línea de fuego.


A juzgar por la espesa y oscura nube en el cielo elevándose al sur de Samuel y Cristian, sin duda ya no estaba siendo contenido.


Pedro se secó el sudor de los ojos. Estaban trabajando en el peor lugar posible. La primera regla de los incendios forestales era una obviedad: la posición de misionero te mataría. Nunca vayas a la cima, porque los incendios podían, y lo hacían, ganarle la carrera cuesta arriba a un hombre el noventa y nueve por ciento de las veces.


De alguna manera, ellos habían terminado en la parte superior.


Una serie de rocas redondeadas los habían protegido durante toda la tarde de los vientos secos azotando el valle. Pedro rápidamente subió, coronando las rocas, y una pared de calor lo golpeó como un horno de cocción.


Agarró la radio de su bolsillo trasero y habló por esta. —Divisé un fuego rodando por el cañón medio kilometro al sur del punto de ignición.


A pesar de que normalmente Pedro confiaría en Gabriel Thompson, su jefe de equipo y segundo al mando, con su vida, no iba a esperar por confirmación.


Ya era hora de largarse.


Bajó por la roca y corrió hacia Samuel y Cristian. Los altos arbustos que los rodeaban eran un temporal parche fresco, uno que no dio aviso del infierno bailando encima de la colina. Pedro no tenía miedo por sí mismo, conseguiría salir de allí o morir en el intento, pero las vidas de sus hombres eran su responsabilidad. Él había estado orgulloso de dirigir a su equipo HotShot desde la última década. Estos chicos se sentían más como una familia que lo que había sentido por la mayoría de sus relaciones de sangre. Por lo menos, se aseguraría de que los hermanos MacKenzie salieran de la voladura en una sola pieza.


La radio de Pedro crujió.


Pedro —dijo Gabriel desde el punto de anclaje en la parte superior de la montaña, donde podía observar el progreso del fuego— ustedes tiene que salir. Ahora.


En todos sus años de trabajo conjunto, Pedro raramente había oído a Gabriel tan preocupado.


Pedro sabía que Gabriel quería escuchar que él ya estaba en su camino. Pero no iba a irse sin sus hombres.



—Me estoy moviendo hacia abajo para alertar a Samuel y a Cristian y luego nos retiraremos.


Un sordo: —Joder —fue seguido por una maraña de voces. 


Pedro se concentró en su misión. La velocidad era esencial cuando estas tratando de burlar un incendio que estaba muerto de hambre por carne fresca.


Rápidamente, escaneó la ladera circundante. Una retirada a lo largo del flanco oriental de la línea, el sendero despejado más cercano, sería un suicidio. Tendrían que correr al oeste, hacia arriba por una pendiente casi vertical.



En lugar de zigzaguear hacia abajo por la montaña, Pedro tomó la ruta más rápida, saltando y deslizándose por pendientes pronunciadas, sin dar una mierda por los moretones y raspaduras si eso significaba sacar a sus hombres con vida. La montaña por debajo de los hermanos McKenzie fue desapareciendo rápidamente debajo de una nube de humo.


El sudor corría por debajo del casco de Pedro; su corazón latía con fuerza; sus músculos del muslo se agrupaban y quemaban mientras trabajaba por mantenerse en pie en una pendiente cada vez más peligrosa.



Había hecho algunas locuras en su vida, pero correr directamente a una explosión le ganaba a todas. Y, sin embargo, ansiaba este tipo de adrenalina, la emoción de hacer frente a una situación casi imposible. Todos ellos lo hacían hasta cierto punto, y era parte de los fuertes lazos que mantenían a su grupo de veinte bomberos forestales juntos.


Como el infierno si ellos iban a estar disminuidos en tres cuando el día hubiera terminado.


Una vez cerca de los hermanos, no se molestó en gritar. 


Ellos no lo oirían por encima de las motosierras. Corrió por el desnivelado terreno, a toda velocidad sobre troncos de árboles recién cortados, agitando los brazos en un amplio arco para conseguir su atención.


Cristian miró hacia arriba primero y apagó su motor. Samuel rápidamente siguió su ejemplo. En el repentino silencio, Pedro podía oír el creciente rugido de las hambrientas llamas.


—Tenemos que salir de este cañón —dijo Pedro, señalando hacia la columna de humo elevándose sobre la espesa maleza—. Ahora.


Apreció lo calmados que estaban mientras apoyaban sus herramientas y hacían balance de la peligrosa situación.


—¿Una explosión? —preguntó Samuel.


Pedro asintió, sus pulmones ardiendo por el esfuerzo y el denso y fresco humo chupando todo el oxígeno. Suficiente charla. Ya era hora de conseguir la mierda fuera.


Momentos como éste reforzaban cuan crucial era su dura rutina diaria de entrenamiento. Correr un kilometro y medio en seis minutos con un paquete de cien kilos sobre tu espalda no era nada comparado a correr del humo mortal y las brasas a través de nubes negras, pero por lo menos, Pedro suponía, tenían una oportunidad de salir con vida. 


Siempre y cuando nadie tropezara y nadie dejara que el miedo obtuviera lo mejor de ellos.


Tomaron la primera subida en una carrera de velocidad, sin inmutarse por la fuerte pendiente. Un kilometro por delante, el fuego se había apoderado de la ladera occidental. Repleta de maleza, esta era el perfecto aperitivo de media tarde para el fuego. Sin perder el paso, Pedro lanzó su pesada mochila varios metros a un lado. El viento los azotó, conduciendo chispas y humo en sus bocas abiertas. Este picó como una perra y Cristian tosió fuerte varias veces en sucesión, pero apenas desaceleró el ritmo.


Pedro nunca había respetado más a sus muchachos. Allí estaban ellos, completamente jodidos, moviéndose a través de ceniza blanca, mientras el fuego lamía sus talones, y nadie estaba llorando como un bebé, nadie estaba buscando un refugio del fuego y arrastrándose en el interior.


En cambio, ellos estaban corriendo por sus vidas.








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