Sus labios estaban entumecidos. Así como sus manos. Oh Dios, Pedro tenía que estar mejorando, no empeorando. No merecía nada de esto, no cuando no había sido nada menos que un héroe.
Dispuesta a no venirse abajo en el pasillo del hospital, preguntó:
— ¿Hay algún problema con Pedro?
El médico levantó las cejas.
—Físicamente, no.
Ella tuvo que parpadear un par de veces.
— ¿Quiere decir que va a estar bien?
El hombre agitó una mano en el aire y de repente se dio cuenta que parecía más irritado que preocupado.
—Está muy golpeado y tuvimos que sacar un par de fragmentos de bala de su pierna. El problema no es su estado de salud.
—Entonces, ¿qué está mal?
El médico se pellizcó el puente de la nariz.
—Está volviendo locas a las enfermeras de su piso preguntando por usted. Trató de levantarse y salir de su cuarto media docena de veces. Y se negó a tomar cualquiera medicamento para dormir o los analgésicos que necesita. Me temo que vamos a necesitar de su ayuda para que coopere.
Paula no pudo reprimir una sonrisa. Gracias a Dios, sonaba justo al Pedro Alfonso que siempre había conocido.
Y siempre amó.
*****
Sentado en la cama, con las sábanas cubriendo sus caderas, Pedro se quitó la bata del hospital y la arrojó en una silla. Una enfermera entró en la habitación e hizo una doble toma cuando vio su pecho desnudo.
— ¿Hay algo malo con su bata? —le preguntó tartamudeando las palabras, sin apartar los ojos de su cuerpo desnudo.
—Necesito mi ropa —gruñó.
Tenía que salir de esta cama, esta habitación, y encontrar a Paula. Tenía que asegurarse que estaba bien. Odiaba estar lejos, sin saber si estaba sufriendo.
—Sr. Alfonso—dijo un médico joven mientras daba un paso hacia delante— es un placer conocerlo.
No tenía el tiempo para esta mierda, para conocer a más doctores que querían exclamar oohh y ahh sobre sus heridas. La bala apenas le había rozado el muslo. Él estaba bien.
— ¿Qué pasó con mi ropa?
El médico se rió entre dientes.
—Estaba prácticamente destrozada —golpeando el gráfico que sostenía, dijo—: Estará contento con saber que el TAC que se le practicó salió normal. Nada roto. ¿Cómo se siente ahora?
—Me siento bien. Tan pronto como consiga algo de ropa me iré de aquí.
La enfermera miró impotente al doctor. El hombre se encogió de hombros.
—Me temo que no podemos dejarle ir todavía, pero podemos tratar de conseguirle algo de ropa.
—No sé si podré encontrar algo que le quede —dijo la enfermera, sonrojándose profusamente mientras gesticulaba hacia los hombros musculosos de Pedro y su amplio pecho.
—El Dr. Keyes tiene una estructura similar. ¿Por qué no va a ver si tiene un juego de ropa extra que pueda prestarle al Sr. Alfonso? —volviéndose de nuevo hacia Paula, le dijo—: Antes que me vaya, ¿podría decirme cómo lo hizo?
— ¿Hacer qué?
—Sobrevivir a esa caída. Podría haber muerto de una docena de formas diferentes. Pero no lo hizo.
Paula lo había necesitado. Él necesitaba regresar al sendero para poder salvarla a ella y a Agustina; y casarse con Paula.
Esa había sido su motivación, lisa y llanamente.
—Tenía asuntos pendientes —y una mujer que amaba esperándole al otro lado.
Y entonces una mujer entró cargando un fardo de ropa, pero no era la enfermera.
Era Paula.
El helicóptero aterrizó en el techo del hospital y Paula miró impotente cómo Pedro y Agustina, ambos todavía inconscientes, eran trasladados al interior.
Desesperada por quedarse con cada uno de ellos y oír lo que los médicos tuvieran que decir sobre sus condiciones, estaba poco dispuesta a someterse a su propia ronda de pruebas. Sin duda, estaba cansada y raspada.Pero sobre todo, tenía miedo.
¿El hombre le había hecho daño a Agustina durante sus tres días de cautiverio?
¿Cuán graves eran las heridas y hemorragias de Pedro?
¿Después de años luchando contra fuegos brutales, finalmente había empujado su cuerpo demasiado lejos?
El corto vuelo en helicóptero le había parecido interminable mientras trataba de detener la hemorragia en el muslo de Pedro, presionando una venda limpia tras otra contra la herida abierta por el arma de fuego. Pero las vendas se llenaban de sangre casi tan pronto como las colocaban.
Incluso cuando había visto al hombre empujar a Pedro fuera del sendero, había estado segura de que aún estaba vivo. Pero al ver toda esa sangre, notando lo vacío de color que estaba su rostro, lo fría que estaba su piel, era la primera vez que había tenido miedo de que el hombre que amaba pudiese morir.
Si hubiera podido, habría cambiado sus lugares, se habría puesto delante de esa bala y habría dejado que acabara con ella. En cambio, lo había visto desde lejos, impotente en un segundo plano mientras se aferraba a su hermana.
Una hora después de llegar al hospital, el médico que estaba atendiéndola le tendió un pequeño vaso de papel blanco con cuatro pastillas. A pesar de que los resultados de sus tomografías y radiografías no parecían problemáticos, se veía muy preocupado.
—Su cuerpo ha tenido bastante a lo que hacer frente esta semana, Sra. Chaves. Es hora de darle un poco de descanso. Estas pastillas le ayudarán.
Paula no tomó el vaso.
— ¿Qué son?
—Antiinflamatorios y algo para ayudarla a relajarse.
—No —dijo con firmeza—. No quiero ningún sedante.
No podía atenderse, aún si el agotamiento se acercaba a ella desde todos los ángulos. No cuando dos de las personas que más quería en el mundo estaban heridas e inconscientes.
El doctor frunció el ceño.
—Voy a dejarlas con su enfermera con la esperanza de que lo reconsidere.
Pero Paula no tenía intención de tomar las píldoras.
Después que el doctor hubiera abandonado la habitación, se levantó de la cama y entró al cuarto de baño para salpicarse agua fría en la cara.
Por segunda vez en una semana, mirarse en el espejo era como mirar a una extraña. ¿Quién era esta mujer con los ojos desorbitados y el pelo enredado?
Y, sin embargo, cuanto más tiempo se miraba, más familiar le parecía. Se había enterrado bajo su “perfecta” recreación de Paula Chaves durante el tiempo suficiente. Y a pesar de que no era una mujer salvaje, independientemente de lo que parecía actualmente, su viaje a través de las Montañas Rocosas con Pedro la había convencido de no perder más tiempo jugando a lo seguro.
La vida era preciosa. De aquí en adelante, iba a arriesgar todo.
Sobre todo su corazón.
Quitándose la bata del hospital, abrió el grifo de la pequeña ducha y rápidamente se lavó a sí misma, de la cabeza a los pies. Podría haber vivido con la suciedad y el barro, con los enredos en su pelo, pero quería desesperadamente lavarse los recuerdos del hombre que había secuestrado a su hermana, del modo en que se había presionado contra ella en la moto todoterreno, la sensación de sus manos alrededor de su cuello, tirando de su pelo.
El jabón del dispensador estándar del hospital era de un olor tan dulce como cualquiera de las marcas de lujo que había usado en los últimos años. Hizo que sus cortes recientes picaran, pero se alegró de ello porque significaba que todavía estaba viva.
Rápidamente se secó con la toalla y peinó su pelo con los dedos lo mejor que pudo. Su ropa estaba arruinada, pero era todo lo que tenía, por tanto se puso de nuevo el pantalón caqui rasgado y sucio, y su camisa junto a sus calcetines y botas.
Tres días atrás había estado en esta misma situación, levantándose de una cama de hospital y vistiéndose a pesar de las órdenes del médico para que descansara. No había modo en que pudiera haber predicho su reencuentro con Pedro o su amor recién descubierto.
Volviendo a la habitación, recogió el teléfono y marcó un número que esperaba todavía estuviera en servicio. Por suerte, la cálida voz que recordaba contestó.
—Cristian, soy Paula —su corazón palpitaba con fuerza ante las noticias que estaba a punto de darle al hermano de Pedro—. Le han disparado a Pedro. Creo que deberías venir.
— ¿Dónde está?
No había ni un rastro de miedo en la voz de su casi cuñado, pero los hermanos Alfonso siempre escondían muy bien sus emociones bajo una armadura de autocontrol casi impenetrable.
—Hospital General de Vail. La herida es en su muslo derecho —su voz se rompió—. Lo siento mucho. No debería haber consentido que me ayudara a buscar a mi hermana.
Se dio cuenta que no tenía sentido lo que decía, Cristian no sabía nada sobre la desaparición de Agustina, pero no podía encontrar las palabras para explicarlo. Todavía no.
—Traté de disuadirlo de ir a Colorado —dijo Cristian—. Traté de decirle que era una mala idea volver a verte.
Ella tomó una respiración temblorosa. Por supuesto le habría advertido a Pedro sobre ir allí. Cristian había estado allí para recoger los pedazos. Ella no.
—No sabía eso —admitió—. Pero entiendo por qué lo hiciste.
—Olvídate de mí. La única razón por la que estoy diciéndote esto es para que sepas que Pedro quiso ir a Vail a pesar de todas mis buenas razones para que se quedara lo más lejos posible. Quería estar contigo, Paula. Tan simple como eso.
Se sorprendió al darse cuenta de que realmente era así de simple. Ella y Pedro eran dos personas que querían estar juntos. Ellos se pertenecían. Claro que era complicado. Pero era real. Y puro.
—Estoy seguro que averiguaré lo que pasó bastante pronto —añadió Cristian— pero lo único que sé con certeza es que si Pedro quiere hacer algo, si quiere ayudar a alguien, no hay nada que pueda hacer para detenerlo. Incluso si pensamos que sería mejor que siguiera sin nosotros.
Rápidamente se dio cuenta que Cristian no estaba simplemente hablando de todo lo que Pedro había hecho para ayudarla a encontrar a Agustina. También se refería a lo que había hecho para salvar su vida en el desierto de Desolation el verano anterior.
—Tomaré el próximo avión —su conexión se cortó.
Colgando, mientras salía al pasillo, su cerebro la llevó diez años atrás, al día en que le había dicho a Pedro que estaba embarazada y él le había hecho la propuesta rápidamente.
“Nunca he hecho nada porque tenga que hacerlo” era lo que le había dicho entonces. “Desde el primer momento en que te vi, te quise”.
Sabía que Cristian tenía razón. Pedro se hacía cargo de la gente. Extraños. Familia. Ella. Nunca cambiaría. Y no quería que lo hiciera. Lo amaba tal y como era.
Lentamente caminó al puesto de enfermeras, finalmente comenzando a notar lo magullados y golpeados que sentía sus miembros.
Sabiendo que debería ser simpática y cortés con el extremadamente ocupado personal del hospital, pero no teniendo un ápice de energía adicional para una sonrisa, dijo:
—Tengo que ver a Agustina Chaves y a Pedro Alfonso.
—Por supuesto, Sra. Chaves —dijo la mujer, obviamente reconociéndola a pesar de su actual aspecto—. La llevaré donde su hermana —dijo la menuda mujer, poniéndose de pie y saliendo a la sala de espera.
—Tengo que ver a Pedro, también —insistió Paula—. Necesito saber cómo está, si va a estar bien.
—Lo siento, Sra. Chaves —le dijo la enfermera— pero me temo que no puedo hablar con usted acerca de su caso.
—Sé que no soy su esposa —suplicó Paula, poniendo su mano sobre el brazo de la mujer— pero tengo que estar con él. Me necesita.
Los ojos marrones de la mujer estaban llenos de empatía.
—No puedo asegurar nada, pero después de que la lleve a ver a su hermana, me pondré en contacto con su cirujano y veré si podemos establecer una visita.
— ¿Cirujano? —la sola palabra sonó hueca por el miedo.
Sabía que había sido alcanzado por la bala, pero esperaba que simplemente hubiera atravesado la piel. ¿Sus heridas habían sido peor de lo que habían sabido, especialmente teniendo en cuenta su terrible caída?
De repente, no podía respirar. La enfermera tomó su brazo.
—Creo que debería descansar, Sra. Chaves.
Sabiendo que tenía que reagruparse, o sería enviada a pasar más pruebas, Paula dijo:
—Estoy bien —con voz firme—. Y aprecio su ayuda.
La enfermera apretó sus labios, claramente discrepando con la autovaloración de Paula, pero siguió enseñándole el camino al cuarto de Agustina.
—Se alegrará de oír que su hermana lo está haciendo muy bien. Estaba sumamente deshidratada y un poco magullada en la cara, pero parece que estará bien.
—Gracias —dijo a la mujer una vez que llegaron a la puerta de Agustina—. Esperaré aquí por noticias de Pedro.
Asintiendo, la enfermera regresó de nuevo a su puesto.
Entrando a la habitación de Agustina, la vio tendida en la cama bajo una gruesa manta blanca, su piel pálida, sus ojos cerrados. Parecía tan diminuta en esa cama de hospital que su garganta se cerró por las lágrimas mientras miraba a la pequeña hermana que tanto amaba.
Moviéndose a su lado, Paula cubrió la mano de Agustina con la suya y se sorprendió cuando ésta abrió los ojos.
—Hola —graznó Agustina.
Paula recogió el vaso de agua que había al lado de la cama y lo puso en sus labios. Después de que vaciara el vaso, tuvo que preguntarle:
— ¿Te hizo daño?
—Sólo aquí, con su arma —dijo Agustina, tocándose la mejilla—. Ese era su gran truco, supongo —dijo, mirando los hematomas a juego con los de Paula—. Pero creo que realmente estaba esperando a qué hicieras algo.
—Gracias a Dios —dijo Paula, contenta, al menos el hombre no había violado a su hermana—. Nunca me asustes de nuevo, ¿de acuerdo?
—Espero no hacerlo nunca —contestó Agustina, sus labios torciéndose en una pequeña sonrisa.
Su hermanita era hermosa, pensó. Una mujer joven y magnífica con toda su vida por delante. Podría hacer cualquier cosa. Ser cualquier cosa. Si sólo creyera en sí misma como Paula creía en ella.
Agustina succiono su labio inferior, tal como solía hacerlo cuando era una niña.
—Gracias por venir por mí.
Paula sacudió la cabeza.
— ¿Bromeas? Nada podría haberme impedido el ir a buscarte. Nada.
Agustina cerró los ojos, las oscuras manchas bajo ellos reflejando las que Paula había visto bajo sus propios ojos en el espejo del cuarto de baño. Todavía sosteniendo la mano de Agustina, se sentó en la silla al lado de la cama, planeando quedarse con ella todo el tiempo que la dejaran las enfermeras.
—Nunca debí venir a Colorado —dijo finalmente Agustina, sus palabras suaves y arrepentidas. Abriendo los ojos, dijo—: Si no hubieras venido a encontrarte conmigo en Vail, no habrías tenido ese accidente. Y luego ese tipo no habría…
Su rostro se contrajo y sus palabras se desvanecieron.
—No te atrevas a culparte a ti misma —le dijo Paula—. El accidente podría haber ocurrido en cualquier lugar. Y me alegro de haber ido a la comuna. Conocí a tus amigos y oí hablar del trabajo que has estado haciendo. Estaba equivocada al suponer que era un mal lugar sin comprobarlo primero.
—Ese día no fue como invitarte a tomar el té —reconoció Agustina.
Una risita se le escapó a Paula. El breve estallido de felicidad se sentía increíblemente bien; y muy inesperado, dadas las circunstancias.
Abriendo la boca para liberar a su hermana de toda responsabilidad, un repentino destello de intuición la retuvo.
No podía continuar como lo había hecho antes. No si quería que las cosas cambiaran. Además, Agustina ya no necesitaba ser mimada. Siempre había sido fuerte y había logrado escapar no una sino dos veces de su secuestrador, lo que demostraba su fuerza una vez más.
—Oí que has estado cocinando y ayudando con los niños. Quiero que sepas que estoy muy orgullosa de ti, Agustina, pero creo que es hora de que aclaremos las cosas.
Los ojos de Agustina se hicieron más grandes y Paula se sintió tentada a retroceder, pero si algo había aprendido en los últimos días, era que debía sacar todo a la luz.
— ¿Por qué te fuiste?
Las palabras apenas habían salido de su boca cuando se dio cuenta que era exactamente la misma pregunta que Pedro le había hecho.
Él había estado en lo cierto cuando le dijo que ella y su hermana eran más parecidas de lo que jamás hubiera pensado; ambas se escapaban de la gente cuando tenían miedo.
Asintiendo, como si hubiera esperado la pregunta, Agustina se frotó los ojos antes de contestar. A pesar de lo delgada que estaba, lo frágil que su cuerpo parecía, Paula no se pudo perder la nueva madurez en su pensativa expresión. La Agustina que había conocido en San Francisco se habría puesto inmediatamente a la defensiva.
—Oí por casualidad a tu personal de PR diciéndote que era mala para tu imagen.
Sorprendida, Paula contuvo el aliento, pero antes de que pudiera decir algo Agustina levantó una mano.
—Por favor, déjame tratar de sacarlo todo, ¿de acuerdo?
—Está bien —estuvo de acuerdo Paula— trataré de no interrumpir.
Agustina necesitaba contar su historia, por muy dolorosa que fuera. Por primera vez, Paula tenía que escuchar. Sólo escuchar. Como debería haber escuchado a Pedro hace tantos años.
—He querido alejarme durante mucho tiempo y me dije que sería mejor para las dos si simplemente me iba. Pensé que si no estaba, entonces no tendrías que preocuparte más por mí y no seguiría decepcionándote.
Dios, era difícil no decir nada, pensó Paula, mientras la dejaba continuar.
—Creo que parte de irme fue querer hacerte daño —admitió Agustina—. Nunca me pareció justo que nuestra madre te conservara a ti y no a mí. ¡Como que te odiaba por ello! Por ser mejor que yo. Por ser más adorable. Pero una vez que llegué a la Granja y comencé a hacer amigos, me ayudaron a ver que no estaba siendo justa.
Agustina suspiró.
—En realidad, lo que realmente dijeron es que había estado actuando como una niña mimada. Me ayudaron a ver que estaba tan ocupada tratando de no ser tú todos estos años, que me olvidé de ser yo misma —su boca se curvó en una media sonrisa triste—. Sé que es difícil de creer, pero cuando te pedí que nos encontráramos era porque trataba de encontrar una manera de pedir disculpas — otra mueca en sus labios—. Realmente lamento haber sido tan idiota todos estos años.
A pesar de que había prometido guardar silencio, Paula no podía evitar decir:
—Sin embargo, No sirvió de nada que inmediatamente saltara sobre tu garganta, ¿verdad?
—Supongo que no seríamos invitadas por nadie a tomar té, ¿¡eh!? —bromeó Agustina.
Queriendo poner todo sobre la mesa, Paula sabía que Agustina no era la única que tenía que pedir perdón.
—Yo también lo estropeé. No debí tratar de reunirte con mamá. No sé lo que estaba pensando. Fue una idea terrible.
Agustina se encogió de hombros.
—En cierto modo, fue algo bueno que hicieras eso. Me hizo darme cuenta de la mierda que debió haber sido quedarse con ella —mirándose las manos, todavía juntas en la cama, dijo—: Nunca te pregunté cómo fue vivir con ella.
Era tan tentador hacerla parecer normal, mejor de lo que era.
Pero Paula no quería mentir más. No a su hermana. Y no a sí misma.
—Si no escondía un poco de su dinero de desempleada cada mes, ella y sus novios se gastaban todo en los bares.
— ¿Eran horribles sus novios?
—Algunos estaban bien, pero otros no —casi se estremeció recordándolo— daban miedo. Una vez que empecé a desarrollarme trataron de arrinconarme, tocarme. Y ella siempre estaba demasiado perdida como para detenerlos.
—No me extraña que no quisieras que yo bebiera. O saliera con alguien.
Paula puso su mano libre sobre su corazón.
—Sé que era agobiante, pero estaba tan asustada por cualquier cosa que pudiera pasarte. No sé si podre cambiar en una noche, pero ¿sería suficientemente bueno si te prometo por lo menos tratar de ser menos controladora?
—No se puede hacer nada si eres una fanática del control —dijo Agustina—. Una vez que conocí a nuestra madre, las cosas se pusieron mucho más claras. Comencé a ver por qué habías trabajado tan duro por tu empleo, la casa y la seguridad. No querías ser como ella.
—No —dijo suavemente Paula, pensando otra vez en Pedro y el bebé que no tenían—. No quería.
Agustina apretó su mano.
—Realmente lamento todas las formas en que te he hecho daño, Paula. Sobre todo cuando has hecho más por mí que cualquier otra persona.
—Eres mi hermana —dijo Paula suavemente—. Y te quiero. Haría cualquier cosa por ti.
—Te quiero, también —le dijo Agustina— pero así son las cosas. No quiero que me cuides más. Necesito mi propio espacio para descubrirme a mí misma.
—Lo sé —dijo Paula—. Sólo desearía que no hubiéramos tenido que pasar por todo esto para entenderlo.
Agustina se chupó el labio otra vez, la frente arrugada.
—Así pues, ¿estuviste en la Granja? —cuando Paula asintió, le preguntó— ¿Cómo es que lograste llegar allí arriba? ¿Caminando?
—Haciendo rafting por el río, trepando rocas y durmiendo bajo las estrellas. Su hermana no podía haber parecido más sorprendida.
— ¿Hiciste todo eso? ¿Por ti misma?
En un instante, todas sus preocupaciones sobre Sam se estrellaron en ella.
—No, no lo hice todo sola —Agustina había estado inconsciente cuando Pedro apareció—. Tuve ayuda. Mucha ayuda —Paula tragó pasando el nudo en su garganta—. Su nombre es Pedro Alfonso y estuve comprometida con él hace mucho tiempo.
Pero antes de que pudiera contarle más a su hermana sobre los actos heroicos de Pedro, y sobre cómo se habían vuelto a enamorar, un golpe sonó en la puerta de la habitación de Agustina.
Un doctor canoso estaba en la entrada.
—Busco a Paula Chaves —su expresión era seria.
Apenas sintiendo a Agustina apretar su mano, Paula empujó su silla hacia atrás y se levantó.
—Sí, soy yo.
—Soy el cirujano de Pedro Alfonso. Necesito hablar con usted inmediatamente.
El tiempo parecía ir más lento cuando el dedo del hombre se retorció en el gatillo. Y entonces, de repente, arena, tierra y agujas de pinos estaban azotando sus ojos y Paula notó el zumbido de las aspas de helicóptero que estaban rompiendo el silencio del bosque.
Sin verlo aún, Paula sintió la presencia de Pedro y se llenó de renovada fuerza.
Pero antes de que pudiera actuar, Agustina aprovechó la distracción del hombre, pateándolo con fuerza en las bolas, con éxito, haciéndole perder el equilibrio, el fuerte sonido de un disparo perdiéndose y chocando contra uno de los remolques.
Cuando las llaves cayeron de su bolsillo, a pesar de su evidente agotamiento y lesiones, su ruda hermana pequeña logró apoderarse de estas con sus manos atadas.
Precipitándose hacia Paula, se puso a trabajar en deshacer las cadenas alrededor de su muñeca derecha.
Pero todo lo que Paula quería era que su hermana escapara.
—¡Dame las llaves y corre! —le suplicó a Agustina.
Pero la expresión obstinada de Agustina decía que no iba a ir a ninguna parte.
—No voy a dejarte —dijo con voz grave.
Pero segundos después, al ver que el hombre estaba de vuelta parado, Paula agarró las llaves con su mano libre y lo intentó de nuevo.
—¡Vete!
Esta vez Agustina comenzó a correr, pero estaba demasiado débil para ir más rápido que el hombre con el arma. Con su rostro furioso, él la agarró por los cabellos y la arrastró hacia el bosque.
Oh, Dios.Paula necesitaba deshacer las últimas cerraduras así podría correr detrás de ellos y salvar a su hermana, pero apenas podía trabajar con sus dedos entumecidos.
Y entonces, milagrosamente, Pedro estaba a su lado.
—La ha llevado al bosque. Tenemos que salvarla.
Tomando las llaves y rápidamente abriendo las cerraduras alrededor de su muñeca izquierda y tobillos, él desenredó sus cadenas con mano firme.
—Corre hacia el claro detrás de ti y espera en el helicóptero por nosotros.
Sin esperar a que estuviese de acuerdo, él corrió hacia el bosque, siguiendo los dos pares de huellas.
Los miembros de Paula se sacudieron cuando levantó una pierna sobre el asiento y se sostuvo a sí misma contra el manillar. Confiaba en Pedro para hacer todo lo posible por salvar a Agustina y sabía que él quería que estuviera segura en el helicóptero, tal como ella había querido que Agustina corriera a la seguridad, pero no había manera en que pudiera sentarse y esperar al costado mientras él se enfrentaba a un hombre verdaderamente enloquecido.
No cuando las vidas de las dos personas que más le importaban estaban en la línea de fuego.
Avanzando tan rápido como podía sobre sus piernas parcialmente entumecidas, oró a cada paso para que Agustina todavía estuviera con vida. Corriendo más allá del último remolque, en la densa arboleda, su corazón se aceleró por una combinación de pánico y esfuerzo. Pero lo que vio delante hizo que su corazón casi se detuviese.
El hombre había empujado a Agustina al suelo, una bota en su cráneo.
Pero su arma estaba apuntando directamente a Pedro.
******
Mirando hacia el cañón de la pistola, Pedro sabía que tenía sólo unos segundos para actuar, cuando de repente oyó un chisporroteo familiar.
Una bengala.
Debería estar furioso porque Paula no lo hubiese escuchado cuando le había dicho que se metiera en el maldito helicóptero, pero ¿cómo podía estar sorprendido por su rapidez de pensamiento? Ella siempre había sido la persona más inteligente que conocía.
La mecha encendida voló por encima del hombro de Pedro, clavándose en el pecho del otro hombre. La camisa se le incendió y él se tambaleó hacia atrás.
Gritando de dolor, el hombre saltó por el bosque, dejando a Agustina allí tirada. Pedro y Paula se lanzaron hacia ella, pero Paula fue más rápida. Tirando de su hermana la levantó del suelo del bosque, hundiéndose en la tierra, sostuvo el cuerpo de su hermana en sus brazos.
Pedro volvió su enfoque hacia el hombre que casi había tomado todo de él, justo a tiempo para ver el arma apuntando hacia ellos. Con un rugido, justo cuando sonó un disparo, Pedro se lanzó hacia el hombre.
Hubo un fuerte tirón en su muslo, pero él ya había estado ignorando un dolor brutal por más de una hora. La nueva herida apenas se registró.
Luchando con el hombre, rodaron uno sobre el otro, la pendiente volviéndose más pronunciada y más precaria cada pocos metros. Echando un vistazo rápido hacia el bosque, Pedro se dio cuenta que estaban en el borde de un precipicio e iban aumentando la velocidad.
En el último segundo, soltó su agarre sobre el extraño, se estiró con su brazo sano, se apoderó de un tronco de árbol estrecho y se aferró por todo lo que valía la pena.
Las manos del hombre se deslizaron de alrededor de los hombros de Pedro, sus ojos abriéndose con el repentino conocimiento de que iba a morir. Abajo, abajo, abajo cayó, sus gritos de auxilio haciendo eco a través del bosque.
Y entonces, sus gritos fueron repentinamente rotos por el sonido de su pistola estallando.
Todo quedó en silencio.
No era la primera vez que Pedro veía a alguien morir en las montañas. Pero era la primera vez que no iría a sacar el cuerpo.
Con la sangre goteando de su brazo, de su rostro, pero sobre todo de su muslo, Pedro sabía que tenía que ponerse a salvo. Su visión comenzaba a irse, se encaramó sobre un espeso arbusto que esperaba mantuviera su peso.
Levantó la vista hacia la montaña donde Paula todavía estaba sentada sosteniendo a su hermana, lágrimas corriendo por sus mejillas.
Ella estaba a salvo. Su trabajo estaba hecho.
Su cerebro y cuerpo finalmente podían apagarse.