domingo, 4 de octubre de 2015

CAPITULO 3 (segunda parte)








—Lo lamento —dijo la doctora en voz baja—. Tu hermano no lo logró.


Ojos oscuros parpadearon con incredulidad. Esto no estaba sucediendo. Su mellizo no podía estar muerto. No cuando estuvieron juntos esa misma tarde. Compartieron un par de cervezas en amigable silencio hasta que Jacobo trajo lo del laboratorio de metanfetamina de nuevo, diciendo que no tenían el dinero suficiente, que debían cerrar el negocio antes que se enredaran y terminaran en la cárcel. Pocas horas antes, le había dicho a Jacobo que se fuera al infierno, le dijo que él era el cerebro de la empresa y sabía lo que era mejor para los dos.


De acuerdo con los paramédicos, Jacobo había estado conduciendo por la carretera 70 cuando sus neumáticos resbalaron sobre el hielo negro. Se estrelló de frente contra otro vehículo y los paramédicos se habían apresurado a llevar a Jacobo al Hospital General de Vail.


Durante dos horas, Jacobo había estado luchando por su vida. Ahora no estaba peleando más.


El cuerpo del hombre rechazó la noticia, de la cabeza a los pies, por dentro y por fuera. La bilis subió por su garganta y vomitó sobre las baldosas de linóleo de color azul y verde en vez de lanzarse a un bote de basura.


Más que solo mellizos, él y Jacobo habían sido extensiones del otro. Perder a su hermano era como ser escindido en dos, a través de sus huesos, vísceras y órganos.


Necesitaba aire, necesitaba salir de la sala de espera de la UCI, lejos de todas esas personas que todavía tenían la esperanza de que sus seres queridos se recuperaran de ataques cardíacos y coágulos sanguíneos. Abrió la puerta hacia el patio, justo a tiempo para ver a un chillón grupo de periodistas acosando a todo aquel que llevara delantal.


— ¿Tiene una actualización de Paula Chaves? —preguntó uno de los reporteros en un hilo de voz, a una enfermera que pasaba.


Otro se precipitó hacia un médico, luces intermitentes, cámara lista.


—Nos han dicho que Paula Chaves estuvo en una colisión frontal en la carretera 70. ¿Podría confirmar eso para nosotros, doctor?


¿Paula Chaves?


¿Ella era el otro conductor? ¿Era la persona cuya inútil conducción había terminado con la vida de Jacobo?


Sólo la había visto en su espectáculo de televisión por cable un puñado de veces en los últimos años, pero su rostro estaba en la tapa de suficientes diarios y revistas para que supiera qué aspecto tenía.


Rubia. Mimada. Rica. Sin ninguna preocupación en el mundo.


—Por favor —rogó otro reportero al médico— podría decirnos cómo está ella, ¿si ha sido gravemente herida, o si va a estar bien?
.

Ninguno de los periodistas había dicho siquiera que había otra persona involucrada en el accidente. Todo lo que importaba era Paula, Paula, Paula.


Saber que a nadie le importaba una mierda su hermano fue un golpe lo suficientemente grande como para enviarlo por completo sobre el borde.


— ¿Le gustaría volver a entrar para despedirse?


La doctora que le había dado la mala noticia todavía estaba esperando por él junto a la puerta. Su voz era amable sin embargo sabía que su hermano era solo un extraño más que había muerto durante su  turno.



Antes que pudiera responder, una chica alta y rubia pasó corriendo hacia la sala de espera. Por un momento no podía creer lo que veía.


Si Paula Chaves había estado en el accidente con su hermano, ¿cómo estaba corriendo junto a él ahora?


Le tomó unos minutos darse cuenta que esa chica con jeans manchados de suciedad y un impermeable de gran tamaño, apenas había salido de la adolescencia. A pesar de que tenía un asombroso parecido con la famosa cara que había visto decenas de veces, no había manera que fuera la “importante” mujer sobre la que los periodistas trepaban unos sobre otros para obtener una primicia.


—Soy la hermana de Paula Chaves —dijo la niña a la doctora con voz entrecortada, sus mejillas surcadas de lágrimas—. Vi en la televisión que Paula estuvo en un accidente —ella agarró el brazo de la doctora—. ¡Tengo que verla!


La doctora los miró a los dos e incluso en su niebla de dolor, pudo ver que ella se debatía entre el tipo con el hermano muerto y la chica con la hermana herida. Pero ambos sabían que la famosa hermana iba a ganar.


—Disculpen, Jeannie, ¿podrías venir a ayudarme?


Un momento después, una joven enfermera dio vuelta en la esquina y la doctora le explicó: —Esta es la hermana de Paula Chaves.


—Ven conmigo —dijo la enfermera a la niña, cuyo abrigo estaba goteando en un charco sobre la alfombra—. Voy a tener que ver tu identificación primero.


—Ella no va a morir, ¿verdad? —preguntó la hermana de Paula con voz temblorosa.


—No lo sé, cariño —dijo la enfermera con voz suave—. Vas a tener que preguntarle a su médico.


—Lamento mucho todo esto —le dijo la médica a él mientras pasaba su insignia por delante de la cerradura de la puerta de la UCI—. Sé lo difícil que es para usted.


Quería utilizar a la médica como un saco de boxeo, gritar que ella no sabía absolutamente nada acerca de él, nada sobre el agujero en su pecho que estaba haciéndose más grande a cada segundo. En cambio, en silencio la siguió por el pasillo hasta la concurrida UCI.


Las luces del techo habían sido atenuadas en la pequeña habitación de su hermano y una sábana blanca se había colocado sobre su cuerpo. La doctora quitó la tela para revelar la cara sin vida de su hermano y antes de que pudiera prepararse a sí mismo, un dolor como jamás había sentido lo arrasó. Se sentía mareado y aturdido. Como si pudiera caer al suelo en cualquier momento.


Aproximándose y tocando suavemente el rostro sin movimiento de su hermano, tan parecido al suyo, sintió cálidas lágrimas rayar su rostro.


— ¿Quisiera que lo deje por unos minutos?


Era claro lo mucho que la doctora quería alejarse de él y su profunda tristeza quebrantadora de almas.


Él asintió con la cabeza, tomando la tiesa mano de su hermano en la suya. Toda su vida había cuidado de Jacobo, quien había sido el imprudente, el que nunca podía mantener un trabajo, el mellizo que nunca podía mantener sus puños en los bolsillos. Jacobo era el motivo por el que se había metido en el tráfico de drogas. Fabricar y vender metanfetaminas había parecido una manera fácil de mantener a ambos.


Si tan sólo no hubieran peleado esa tarde, entonces tal vez Jacobo se habría quedado a pasar el rato un poco más, se habría dado cuenta  que  los  caminos estaban demasiado helados para conducir y habría pasado la noche allí.


Si sólo Paula Chaves se hubiera desviado del camino, o mejor aún, si nunca se hubiera metido en la carretera.


Todo era culpa de ella.


—Voy a hacerle pagar por lo que te hizo, te lo juro —prometió a su  hermano.


Agachándose, le dio un beso en la frente a Jacobo. 


Limpiándose las lágrimas con el dorso de la mano, soltó la mano de Jacobo y fue poco a poco saliendo de la UCI cuando la vio.


En una habitación a una docena de pasos de la salida, Paula Chaves estaba acostada en una cama detrás de una pared de vidrio, conectada a una vía intravenosa, su pelo rubio colocado detrás suyo en un abanico sobre la almohada. Una enfermera estaba ocupada lidiando con una llamada telefónica justo afuera de la habitación y no le prestaba ninguna atención a él mientras permanecía allí parado mirando.


Ver que la perra seguía viva, respirando y parpadeando, la sangre aun bombeando por sus venas, mientras que su hermano estaba muerto, sólo confirmó que ella tenía la culpa.


Ningún jurado la declararía culpable de mala conducta. Ella era demasiado famosa, demasiado bonita para que alguien pensara que podía haber hecho algo malo. Había matado a su hermano e iba a salirse con la suya.



****


Todavía mirándola, la rabia y el dolor se acumularon y aumentaron dentro suyo hasta que no quedó sitio para nada más. La enfermera finalmente se fijó en él  y cuando lo miró de forma extraña, él se giró para salir.


Justo en ese momento, la hermana de Paula irrumpió a través de las puertas de la UCI, su hombro golpeando contra el suyo por la prisa.


Y fue entonces cuando se dio cuenta que ya tenía el arma perfecta. Paula Chaves había matado a su hermano.


Él mataría a su hermana.







CAPITULO 2 (segunda parte)





Ella había estado deseando comida china desesperadamente, por lo  que había conducido a la ciudad para comprar comida para llevar. Después de vomitar toda la mañana, había estado tan muerta de hambre que no pudo salir del aparcamiento sin sumergirse en la carne de cerdo mu-shu.


Había mezclado la salsa de ciruela con la col y la carne en sus dedos y casi la inhalaba, apenas teniendo un momento para apreciar la combinación dulce- salada antes que el ardor de estómago llegara, justo debajo de sus costillas.


Su obstetra dijo que era normal, que el malestar por las mañanas se aliviaría tan pronto como entrara en su segundo trimestre, la semana próxima, pero que el ardor de estómago probablemente se volvería peor, junto con un posible estreñimiento por las pastillas de hierro y estar despierta toda la noche por las patadas del bebé.


El doctor había sonreído y dicho:

—Mucho para considerar en el futuro, ¿verdad?


Y Paula no había querido admitir que todavía estaba tratando de hacerse a la idea de que estaba embarazada.


Y del asombroso hecho de que sería la señora de Pedro Alfonso en una semana.


El restaurante chino estaba en un remolque justo afuera de la carretera 50, sabiendo por el camino que estaba muy ocupado todo el año con los turistas,  Paula regresó cuidadosamente al tráfico, poniendo su señal para hacer una vuelta en U desde el carril central. Cuando la vista pareció despejada, apretó el pedal del acelerador.


De la nada, una gran limusina blanca salió hacia ella. Podía verla venir,  podía ver la expresión horrorizada del conductor, pero no importó lo mucho que presionó el acelerador, no pudo salir del camino a tiempo. Ella fue lanzada contra el volante, y cuando su cráneo golpeó el cristal todo lo que podía pensar era en su bebé... y la súbita comprensión de cuán desesperadamente lo quería.


Entrando y saliendo de la conciencia mientras llegaban camiones de bomberos y ambulancias al lugar, sintió que alguien la movía a una camilla. Intentó hablar, pero no pudo conseguir que sus labios se movieran.


Su estómago se volteó sobre sí mismo justo cuando oyó a alguien decir:

—Hay sangre. Entre sus piernas.


Sintió una mano en su hombro.


—Señora, ¿me oye? ¿Me puede decir si está embarazada?


Pero no podía asentir con la cabeza, no podía moverse, hablar o hacer cualquier cosa para decirle que tenía que salvar a su bebé.


Y luego vino una nueva voz, sus tonos ricos y profundos tan cercanos y queridos para ella.


—Sí, ella está embarazada.


Pedro. La había encontrado. Él haría que todo estuviera bien, como siempre  lo hacía.


De alguna manera se las arregló para abrir los ojos, pero cuando levantó la vista vio a Cristian Alfonso, el hermano menor de Pedro, de rodillas sobre ella, hablando por su radio.


—¡Dile a Pedro que necesita salir de la montaña ahora!  Paula estuvo en un accidente de tráfico en la autopista 50.


Más calambres la golpearon unos tras otros y sintió un líquido espeso y cálido filtrarse entre sus piernas.


Paula gritó:

—¡Pedro!

Pero era demasiado tarde para que él la ayudara. Su bebé se había ido.


****

— ¿Puede oírme, señora?


Abrió los ojos y vio que las cejas del bombero estaban fruncidas por la preocupación.


— ¿Me puede decir si está embarazada?


Paula parpadeó, dándose cuenta tardíamente de que instintivamente había movido las manos a su abdomen.


La realidad volvió cuando se percató que el héroe que había venido a su rescate no era Pedro. Su embarazo fallido no era nada más que un recuerdo lejano que usualmente mantenía bajo llave, enterrado en lo más recóndito de su corazón.

Sintiendo el aguijón húmedo de lágrimas en los ojos y susurró:
—No, no estoy embarazada —y entonces todo se desvaneció a negro.








CAPITULO 1 (segunda parte)





Venir a Colorado había sido un error.


Paula Chaves cerró la puerta de su coche de alquiler de un golpe y encendió la calefacción al máximo, luego envolvió sus manos alrededor de sus brazos mientras temblaba en el asiento de cuero frío.


Ese día más temprano, cuando había volado al pequeño aeropuerto de Vail,  la brisa había sido fría y constante, pero el cielo estaba azul y despejado. Esta  noche, sin embargo, el viento aullaba entre los árboles mientras nubes negras y ominosas escupían una cortina de lluvia sobre la acera que se inundaba  rápidamente.


Cerró los ojos y contraatacó una densa oleada de pesar ante la explosión cargada de emociones que acababa de mantener con su hermana menor en un bullicioso café. 


Sabía que no debía esperar demasiado de Agustina, pero nunca había dejado de esperar que ambas finalmente se conectaran.

Al crecer, ella había deseado un hermanito o hermanita, así que cuando tenía ocho años y Agustina había nacido, había bañado a su hermana pequeña con amor. Hasta el horrible día cuando su madre, soltera, agobiada y generalmente quebrada, había decidido que eran demasiadas bocas que alimentar y entregó a  Agustina de cuatro años de edad al Estado.


Tan pronto como Paula cumplió dieciocho años, comenzó su lucha para sacar a Agustina del sistema de acogida, pero le tomó cuatro años traer a su hermana a casa.


Durante la década que habían estado separadas, Agustina había cambiado. La inocente, alegre y curiosa niña que una vez fue se había ido hacia tiempo. En su lugar había una chica endurecida y mal hablada de catorce años de edad, que había visto y vivido demasiado.


Paula apretó las manos sobre el volante mientras recordaba la forma que Agustina utilizó para arremeter contra ella, acusándola de arruinar su vida, de tratar de controlar cada uno de sus movimientos como una carcelera. A lo largo de sus años de escuela secundaria, Paula había intentado proteger a su hermana. De las chicas malas en sus clases, las cuales prosperaban escogiendo a las nuevas, de los chicos lindos que le romperían el corazón simplemente porque podían hacerlo, y de los profesores que no entendían que Agustina necesitaba más paciencia y atención que los niños con una crianza normal.


Pero no había podido protegerla.


A medida que pasaban los años y ella pasaba de ser una adolescente desgarbada a una aplastante joven, Agustina se retiraba cada vez más en sí misma. Se negó a compartir cualquier detalle acerca de sus diversos hogares de acogida, no sólo con Paula, sino con una serie de terapeutas también. 


En el momento en que Agustina obtuvo el diploma de escuela secundaria, no eran más que dos desconocidas que se cruzaban en la nevera un par de veces a la semana.


En los dos años siguientes desde su graduación, Agustina había rebotado de un trabajo a tiempo parcial a otro, de novio en novio y Paula se preocupaba de que fuera a quedar embarazada y terminara casándose con uno de los perdedores con los que estaba saliendo. O que no se casara con él y se convirtiera en una madre soltera sin dinero en un parque de casas rodantes, como había sido su propia madre.


Paula parpadeó con fuerza mirando a través de los limpiaparabrisas y la lluvia mientras reproducía el momento cuando llegó a casa del trabajo hace tres meses y encontró la llave de Agustina en la mesa de la cocina. Corrió a su habitación, y se dio cuenta que los jeans favoritos de su hermana y sus remeras se habían ido junto con su bolsa de lona. Por lo menos se había llevado su cepillo de dientes.


Durante siete días horriblemente largos, había esperado por alguna palabra en cuanto a dónde se había ido su hermana y cuándo, si es que lo hacía, iba a  volver. Finalmente, Agustina dejó un mensaje en su teléfono móvil cuando ella estaba grabando su programa de televisión en vivo y no podía responderle. Estaba en Colorado y estaba bien. No dejó ningún número o dirección.


Una y otra vez durante los últimos tres meses, Paula había tratado de decirse a sí misma que su hermana pequeña estaba simplemente pasando por un momento de autodescubrimiento. Después de todo, las chicas normales de veinte años probaban cosas, aprendían de sus errores y se mudaban, ¿no?


Pero nada sobre la vida de Agustina era normal. No después de diez años rebotando de familia en familia en el sistema estatal de acogida. Paula odiaba no ser capaz de cuidar a su hermana, odiaba saber que no podía mantenerla a salvo.


Así que cuando Agustina finalmente la llamó y le preguntó si podía venir a Vail para reunirse con ella, Paula dijo que si y aunque no era fácil cambiar todas sus entrevistas en tan corto tiempo, no podía perder esa oportunidad de conectar con ella.


Pero en lugar de conectar, habían peleado. Y Agustina había salido de la cafetería, dejando a Paula impotente y preguntándose cómo podría salvar a su hermana en esta ocasión.


Las ventanillas del coche de alquiler estaban cubiertas con la condensación, por lo que Paula pulsó el botón de descongelación, pero no funcionó. Metiendo la mano en su gran bolso de cuero buscó un paquete de pañuelos de papel, limpió un círculo claro en el parabrisas y poco a poco salió a la calle, avanzando lentamente mientras el granizo del tamaño de una canica maltrataba su coche. Cada pocos segundos pisaba el freno y limpiaba la humedad del parabrisas.


La prudencia le decía que diera marcha atrás, pero lo único que quería era volver a su casa en San Francisco y envolverse en una manta suave en su sofá con una novela en las manos. Así las cosas, estaba apurada por llegar a tiempo al aeropuerto para su vuelo.


La carretera de dos carriles que conducía de Vail al aeropuerto era estrecha y sinuosa, y consideró seriamente detenerse, dar la vuelta y buscar un hotel cercano para esperar que pasara la tormenta. En su lugar, tomó una respiración profunda, se sacudió con fuerza la enferma sensación de aprensión que había llevado con ella desde que Agustina se había trasladado a Colorado y encendió la radio en una estación de pop.


Estoy quitando ventanas y desmontando puertas Estoy buscando debajo de las tablas del suelo Con la esperanza de encontrar algo más


Escúchame ahora porque estoy llamándote a gritos No me retengas porque me estoy escapando Resistiendo permanezco aquí de pie

Extendiendo las manos Extendiendo las manos Extendiendo las manos por más


Su garganta se apretó cuando se dio cuenta que se trataba de una de las canciones que Agustina había reproducido una y otra vez en su dormitorio. Cuán sensible era su hermana pequeña si, obviamente por debajo de su gruesa armadura, le gustaba una canción tan desgarradora como esta... y cuán duro debió estar tratando de ocultar sus verdaderos sentimientos. Especialmente a su hermana mayor, quien la amaba más que a nada ni a nadie.


Sin embargo, ya había sido un día lo suficientemente emotivo sin una canción que la hiciera llorar, desvió la mirada hacia la radio por una fracción de segundo para apagarla. Cuando levanto los ojos de nuevo a la carretera, fue sorprendida por unos haces de luz brillante de un auto que venía de frente. Temporalmente ciega, se desvió lejos de la luz.


Demasiado tarde se percató que la única cosa entre ella y los faros era un muro de roca.

Paula gritó cuando el vehículo que venía en sentido contrario chocó contra el parachoques delantero de su auto alquilado, instintivamente se preparó para un impacto mayor cuando dio vueltas y vueltas en círculos. Los airbags estallaron en una explosión de polvo blanco y material espeso y pegajoso. 


A pesar de su cinturón de seguridad, voló hacia las estrechas bolsas de aire, el aliento salió expulsado de  sus pulmones mientras la golpeaban duramente.


¡Oh Dios, estaba asfixiándose!


Rasgando, agarrando, tirando, trató de empujar el airbag lejos de su boca y nariz, pero no podía escapar. Dolores agudos corrían a través suyo, de arriba a  abajo. Y sin embargo, no se desmayó, no era capaz de encontrar ese lugar insensible en el que todo estaría bien.


Finalmente, después de lo que parecieron horas, alguien la encontró: un bombero-paramédico, con el pelo negro y hermosos ojos azules.


—Todo va a estar bien —dijo él—. Voy a cuidar de ti.


Sus rasgos y colores eran tan parecidos a los de Pedro Alfonso que sus palabras se retorcieron en su cabeza y en su corazón y se sintió expulsada de nuevo a otro accidente de coche, uno que se había llevado todo de ella.