domingo, 4 de octubre de 2015

CAPITULO 1 (segunda parte)





Venir a Colorado había sido un error.


Paula Chaves cerró la puerta de su coche de alquiler de un golpe y encendió la calefacción al máximo, luego envolvió sus manos alrededor de sus brazos mientras temblaba en el asiento de cuero frío.


Ese día más temprano, cuando había volado al pequeño aeropuerto de Vail,  la brisa había sido fría y constante, pero el cielo estaba azul y despejado. Esta  noche, sin embargo, el viento aullaba entre los árboles mientras nubes negras y ominosas escupían una cortina de lluvia sobre la acera que se inundaba  rápidamente.


Cerró los ojos y contraatacó una densa oleada de pesar ante la explosión cargada de emociones que acababa de mantener con su hermana menor en un bullicioso café. 


Sabía que no debía esperar demasiado de Agustina, pero nunca había dejado de esperar que ambas finalmente se conectaran.

Al crecer, ella había deseado un hermanito o hermanita, así que cuando tenía ocho años y Agustina había nacido, había bañado a su hermana pequeña con amor. Hasta el horrible día cuando su madre, soltera, agobiada y generalmente quebrada, había decidido que eran demasiadas bocas que alimentar y entregó a  Agustina de cuatro años de edad al Estado.


Tan pronto como Paula cumplió dieciocho años, comenzó su lucha para sacar a Agustina del sistema de acogida, pero le tomó cuatro años traer a su hermana a casa.


Durante la década que habían estado separadas, Agustina había cambiado. La inocente, alegre y curiosa niña que una vez fue se había ido hacia tiempo. En su lugar había una chica endurecida y mal hablada de catorce años de edad, que había visto y vivido demasiado.


Paula apretó las manos sobre el volante mientras recordaba la forma que Agustina utilizó para arremeter contra ella, acusándola de arruinar su vida, de tratar de controlar cada uno de sus movimientos como una carcelera. A lo largo de sus años de escuela secundaria, Paula había intentado proteger a su hermana. De las chicas malas en sus clases, las cuales prosperaban escogiendo a las nuevas, de los chicos lindos que le romperían el corazón simplemente porque podían hacerlo, y de los profesores que no entendían que Agustina necesitaba más paciencia y atención que los niños con una crianza normal.


Pero no había podido protegerla.


A medida que pasaban los años y ella pasaba de ser una adolescente desgarbada a una aplastante joven, Agustina se retiraba cada vez más en sí misma. Se negó a compartir cualquier detalle acerca de sus diversos hogares de acogida, no sólo con Paula, sino con una serie de terapeutas también. 


En el momento en que Agustina obtuvo el diploma de escuela secundaria, no eran más que dos desconocidas que se cruzaban en la nevera un par de veces a la semana.


En los dos años siguientes desde su graduación, Agustina había rebotado de un trabajo a tiempo parcial a otro, de novio en novio y Paula se preocupaba de que fuera a quedar embarazada y terminara casándose con uno de los perdedores con los que estaba saliendo. O que no se casara con él y se convirtiera en una madre soltera sin dinero en un parque de casas rodantes, como había sido su propia madre.


Paula parpadeó con fuerza mirando a través de los limpiaparabrisas y la lluvia mientras reproducía el momento cuando llegó a casa del trabajo hace tres meses y encontró la llave de Agustina en la mesa de la cocina. Corrió a su habitación, y se dio cuenta que los jeans favoritos de su hermana y sus remeras se habían ido junto con su bolsa de lona. Por lo menos se había llevado su cepillo de dientes.


Durante siete días horriblemente largos, había esperado por alguna palabra en cuanto a dónde se había ido su hermana y cuándo, si es que lo hacía, iba a  volver. Finalmente, Agustina dejó un mensaje en su teléfono móvil cuando ella estaba grabando su programa de televisión en vivo y no podía responderle. Estaba en Colorado y estaba bien. No dejó ningún número o dirección.


Una y otra vez durante los últimos tres meses, Paula había tratado de decirse a sí misma que su hermana pequeña estaba simplemente pasando por un momento de autodescubrimiento. Después de todo, las chicas normales de veinte años probaban cosas, aprendían de sus errores y se mudaban, ¿no?


Pero nada sobre la vida de Agustina era normal. No después de diez años rebotando de familia en familia en el sistema estatal de acogida. Paula odiaba no ser capaz de cuidar a su hermana, odiaba saber que no podía mantenerla a salvo.


Así que cuando Agustina finalmente la llamó y le preguntó si podía venir a Vail para reunirse con ella, Paula dijo que si y aunque no era fácil cambiar todas sus entrevistas en tan corto tiempo, no podía perder esa oportunidad de conectar con ella.


Pero en lugar de conectar, habían peleado. Y Agustina había salido de la cafetería, dejando a Paula impotente y preguntándose cómo podría salvar a su hermana en esta ocasión.


Las ventanillas del coche de alquiler estaban cubiertas con la condensación, por lo que Paula pulsó el botón de descongelación, pero no funcionó. Metiendo la mano en su gran bolso de cuero buscó un paquete de pañuelos de papel, limpió un círculo claro en el parabrisas y poco a poco salió a la calle, avanzando lentamente mientras el granizo del tamaño de una canica maltrataba su coche. Cada pocos segundos pisaba el freno y limpiaba la humedad del parabrisas.


La prudencia le decía que diera marcha atrás, pero lo único que quería era volver a su casa en San Francisco y envolverse en una manta suave en su sofá con una novela en las manos. Así las cosas, estaba apurada por llegar a tiempo al aeropuerto para su vuelo.


La carretera de dos carriles que conducía de Vail al aeropuerto era estrecha y sinuosa, y consideró seriamente detenerse, dar la vuelta y buscar un hotel cercano para esperar que pasara la tormenta. En su lugar, tomó una respiración profunda, se sacudió con fuerza la enferma sensación de aprensión que había llevado con ella desde que Agustina se había trasladado a Colorado y encendió la radio en una estación de pop.


Estoy quitando ventanas y desmontando puertas Estoy buscando debajo de las tablas del suelo Con la esperanza de encontrar algo más


Escúchame ahora porque estoy llamándote a gritos No me retengas porque me estoy escapando Resistiendo permanezco aquí de pie

Extendiendo las manos Extendiendo las manos Extendiendo las manos por más


Su garganta se apretó cuando se dio cuenta que se trataba de una de las canciones que Agustina había reproducido una y otra vez en su dormitorio. Cuán sensible era su hermana pequeña si, obviamente por debajo de su gruesa armadura, le gustaba una canción tan desgarradora como esta... y cuán duro debió estar tratando de ocultar sus verdaderos sentimientos. Especialmente a su hermana mayor, quien la amaba más que a nada ni a nadie.


Sin embargo, ya había sido un día lo suficientemente emotivo sin una canción que la hiciera llorar, desvió la mirada hacia la radio por una fracción de segundo para apagarla. Cuando levanto los ojos de nuevo a la carretera, fue sorprendida por unos haces de luz brillante de un auto que venía de frente. Temporalmente ciega, se desvió lejos de la luz.


Demasiado tarde se percató que la única cosa entre ella y los faros era un muro de roca.

Paula gritó cuando el vehículo que venía en sentido contrario chocó contra el parachoques delantero de su auto alquilado, instintivamente se preparó para un impacto mayor cuando dio vueltas y vueltas en círculos. Los airbags estallaron en una explosión de polvo blanco y material espeso y pegajoso. 


A pesar de su cinturón de seguridad, voló hacia las estrechas bolsas de aire, el aliento salió expulsado de  sus pulmones mientras la golpeaban duramente.


¡Oh Dios, estaba asfixiándose!


Rasgando, agarrando, tirando, trató de empujar el airbag lejos de su boca y nariz, pero no podía escapar. Dolores agudos corrían a través suyo, de arriba a  abajo. Y sin embargo, no se desmayó, no era capaz de encontrar ese lugar insensible en el que todo estaría bien.


Finalmente, después de lo que parecieron horas, alguien la encontró: un bombero-paramédico, con el pelo negro y hermosos ojos azules.


—Todo va a estar bien —dijo él—. Voy a cuidar de ti.


Sus rasgos y colores eran tan parecidos a los de Pedro Alfonso que sus palabras se retorcieron en su cabeza y en su corazón y se sintió expulsada de nuevo a otro accidente de coche, uno que se había llevado todo de ella.










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