sábado, 24 de octubre de 2015
CAPITULO 15 (tercera parte)
No había nada que se le pareciera a nadar durante una hora en el lago de aguas cristalinas y sin embargo, Pedro no se sentía tan suelto y relajado como debería. No después de anoche, después de las cosas que le había dicho a Paula, el hecho de que prácticamente había tenido que encadenar su puerta para mantenerse lo más lejos posible de ella.
Gracias a Dios estaba en el trabajo. Le daría unas cuantas horas para conseguir un poco de control. Para tratar de convencerse de que simplemente sostener su mano no había sacudido su mundo más que el sexo con cualquier otra mujer.
No tenía nada que darle a nadie más en este momento.
Tal vez si la hubiera conocido hacía dos años ellos podrían haber… mierda. ¿Por qué estaba siquiera yendo allí? Nunca había sido creyente del amor ni del matrimonio, no después de ver a sus padres rasgarse entre sí en pedazos toda su vida. Le gustaba todo sobre las mujeres, la manera en que se movían, en que olían, en que se venían, pero nunca había estado cerca de encontrar a una mujer lo suficientemente especial como para hacer que quisiera reconsiderar su opinión sobre las relaciones.
Con una toalla de playa alrededor de sus caderas mientras subía por las escaleras, sus pies ligeramente espolvoreados de arena, en lugar de pasar más allá de la habitación de Paula, se detuvo, distraídamente frotó una de las bufandas colgando sobre la puerta entre su pulgar e índice.
Todavía podía sentirla, suave y cálida, mientras la había abrazado.
Y todavía podía recordar la forma en que lo había mirado mientras le había contado su historia, como si hubiera experimentado suficiente oscuridad y entendiera la suya.
Nadie, ni su hermano, ni el resto de su equipo, ni los psicólogos contratados por el Servicio Forestal, lo habían escuchado como ella. Realmente solo escuchar sin juzgar, sin ninguna agenda propia.
Arrancándose de su puerta, se puso algo de ropa seca y convincentemente empujó a Paula fuera de su cabeza.
Durante la hora siguiente, caminó a través de la casa e hizo una larga lista de todo lo que había que hacer para tener el lugar al día.
Con miles de incendios en su haber, lo veía todo a través de los ojos de un bombero. Su primera tarea sería rehacer el antiguo cableado eléctrico y conseguir una nueva cocina para reemplazar la vieja unidad de dos quemadores y horno de la que su abuela había estado tan orgullosa cuando era un niño.
Necesitaban alarmas de incendio en cada habitación, junto con un extintor de incendios y escaleras de escape en los dormitorios y baño de la parte de arriba.
Tenía que ir a la ferretería para empezar a comprar suministros, pero primero era hora de deshacerse del auto de alquiler. Para el trabajo que haría, sobre todo cuando tuviera que sustituir los troncos podridos alrededor de la sala de estar, necesitaba una camioneta.
Tomando el teléfono, llamó al único lugar en el pueblo donde podías conseguir un auto. Se sorprendió cuando Tim Carlson contestó el teléfono.
Maldita sea, sus viejos amigos continuaban apareciéndose en cada esquina. Y hoy estaba aún de peor estado de ánimo para una ronda de ponerse al día. Sin embargo, necesitaba una camioneta y diez minutos más tarde estaba aparcando frente a una granja recientemente pintada de blanco.
Acababa de salir del auto cuando una linda niñita con coletas corrió a saludarlo.
— ¡Hola! —gritó, su regordeta mano agitándose arriba y abajo.
En cuclillas a su nivel, mientras veía su sonrisa de un solo diente y grandes ojos marrones, una sonrisa ganó sobre su mal humor
—Hola, bonita dama. Soy Pedro.
La niña balbuceó algo que supuso era su nombre justo cuando su amigo, Tim, vino y la levantó en sus brazos. Ella se rio mientras la alzaba sobre su cabeza, luego se la entregó a su madre, que acababa de salir para unirse a ellos.
—Me alegro de verte de nuevo —dijo Tim, dándole a Pedro un abrazo antes de presentarle a su esposa—. Kelsey, este es Pedro —mientras se daban la mano, su amigo añadió—: ahora ves por qué esperé hasta que nos casáramos para presentarte a este chico. Pedro y su hermano Samuel hacían que resto de nosotros pareciéramos alternativas lamentables.
Riendo, movió al bebé a su otra cadera.
—Esta es Holly —Holly bostezó y se frotó los ojos—. La acostaré para que tome su siesta de la mañana. Cuando terminen de jugar con las camionetas, el almuerzo estará listo.
Pedro vio rápidamente que Tim dirigía Carlson Construcción y que ahora era uno de los principales constructores de viviendas en el pueblo. Hace cinco años se había casado, tirado su vida de la ciudad y puesto en marcha el negocio en un pueblo pequeño. Por un lado, arreglaba viejas camionetas y cuando había conseguido alrededor de una docena, su esposa le había dicho que bien podría comprar el lote de autos también. Y así lo hizo.
Teniendo en cuenta el ánimo en que había estado cuando había conseguido salir del auto, Pedro se sorprendió al notar que estaba casi relajado mientras caminaban por un campo recién segado donde un trío de caballos se alimentaba.
Había pasado un largo tiempo desde que había compartido con un chico que no fuera un bombero, que no siempre le recordara todo lo que no estaba haciendo.
—Bonita familia la que tienes ahí —dijo Pedro.
—Gracias. Somos felices. Y estoy contento de que Holly juegue afuera en la hierba y en la tierra, en lugar de en las aceras y parques con cercas de cadenas —le disparó a Pedro una mirada especulativa—. ¿Qué diablos le pasó a tus manos, hombre?
Pedro estaba empezando a pensar que debía mandarse hacer una camiseta que dijera: LOS INCENDIOS FORESTALES SON UNA PERRA.
—Tengo que aprender a correr más rápido.
—Claro —dijo Tim— no necesitas entrar en todos los detalles. Debes estar enfermo de hablar de ello.
Pero la verdad era que realmente no había hablado de ello con nadie. No hasta ayer por la noche con Paula. De repente, Pedro se dio cuenta de que estaba cansado de actuar como si no hubiera pasado nada cuando cualquiera que tuviera ojos podía ver que sí.
—La versión corta es que fue un muy mal día en la montaña. Me quedé atrapado en un lugar en el que no debería haber estado —levantó sus manos—. Y pagué el precio.
— ¿Y ahora?
—Debería estar escuchando al Servicio Forestal decir que puedo volver a mi equipo de Hotshot pronto. Hasta entonces, estaré aquí trabajando en Poplar Cove para la boda de Samuel. Asegurándome de tener todo listo para el treinta y uno de julio.
— ¿Hay alguna posibilidad de que consideres mudarte aquí a tiempo completo? —preguntó Tim—. Ya sabes, unirte al equipo local de bomberos. Mi negocio está creciendo rápidamente y siempre fuiste un genio construyendo cosas. Sin duda me vendría bien la ayuda.
Pedro ni siquiera tenía que pensar en ello.
—Mi vida está de regreso en Tahoe —no podía imaginar dejar el equipo de Hotshot de Tahoe Pines para siempre.
Nunca había imaginado nada más para sí mismo, nunca lo había deseado.
Por otra parte, tampoco había imaginado conocer a una mujer como Paula.
—Síp —Tim estuvo de acuerdo— es tan húmedo en las montañas Adirondack, que estoy seguro que la acción que verías aquí afuera no es nada en comparación con la que puedes conseguir en el Oeste. No puedo pensar en la última vez que una cabaña se quemó en el lago.
Dieron vuelta a un gran taller y Pedro silbó bajo, entre dientes, hacia la media docena de viejas camionetas Ford actualmente en proceso.
—Toda una configuración la que tienes aquí.
Caminando hasta la más cercana, una abollada y rayada Ford rojo cereza con asientos encintados, Tim dijo:
— ¿Crees que funcione por el verano? Ya está golpeada como el infierno, por lo que no tendrás que preocuparte por tirar chatarra ni herramientas en ella. Además, no tengo tiempo para trabajar en esta hasta el otoño.
—Iba a ofrecer pagarte por ella, pero ahora creo que me guardaré mi dinero.
—De nada —dijo Tim, claramente sonriendo con el pensamiento de Pedro paseando por el pueblo en el viejo cacharro—. Ahora volvamos a la cocina antes de que los crepes de arándanos de Kelsey se enfríen —se frotó el vientre ligeramente redondeado—. Ahí hay una gran razón para casarte. Grandiosa comida.
Pero hablar de su apelación al Servicio Forestal lo había agitado.
—Gracias, pero estoy bien agarrando algo de comer en el pueblo.
Había una amenaza en los ojos de su amigo.
—Los sentimientos de Kelsey se verán afectados si te vas ahora.
Minutos después Pedro estaba sentado en la barra del desayuno excavando en los platos de comida colocados a través de la encimera de cerámica. Todavía comiendo mucho después de que Tim y su esposa terminaron, su amigo frunció el ceño y dijo:
— ¿Cómo demonios comes así y no ganas peso?
Kelsey se burló de su marido.
—Mi conjetura es que hace más ejercicio que pasear el perro al árbol más cercano antes de irse a la cama.
—Entonces si estás arreglando Poplar Cove para la boda de Samuel —preguntó Tim— ¿dónde se está quedando Paula?
—En Poplar Cove.
Kelsey y Tim se dispararon entre sí una mirada significativa.
—Hey, Pedro—preguntó Kelsey— dime, ¿hay una cosita linda de regreso en tu casa languideciendo por ti?
—No.
Infiernos no. Pedro supuso que era su señal para irse antes que se pusieran de casamenteros con su trasero.
—Gracias por la buena comida —levantó las llaves—. Y por la camioneta. Haré mi mejor esfuerzo para no envolverla alrededor de un árbol.
—Te seguiré en el auto de alquiler —Tim ofreció.
Mientras se dirigían conjuntamente al pueblo, Pedro notó que a su alrededor, la gente estaba en pareja. Sus amigos, Tim y Stu. Su hermano, Samuel. Su jefe de escuadrón, Leandro.
De la nada, una imagen de Paula sosteniendo su mano en la habitación lo golpeó directamente en el intestino.
Todavía podía recordar lo bien que se había sentido al tener sus pequeños dedos acariciando suavemente sus cicatrices.
Calmándolo.
CAPITULO 14 (tercera parte)
Durante el resto de la noche mientras Paula entraba y salía del sueño, la historia de Pedro corría a través de su cerebro.
Todas las imágenes que él había pintado. Todas las que no había pintado pero que podía imaginar fácilmente.
Interminables visitas al hospital. Sin saber si podría usar sus manos otra vez. Y luego tener que luchar con el Servicio Forestal para recuperar su empleo después de haber sacrificado tanto.
Su angustiosa historia la había tocado profundamente. Cada palabra había atravesado el núcleo de quien era ella. Había sufrido por él mientras hablaba. Había tenido que estirarse por su mano, para dejarle saber que no estaba solo, para tratar de absorber parte de su dolor, aunque sólo fuera por un segundo. Despertándose durante la noche, se encontró preocupada, preguntándose si habría conseguido dormir, esperando que otra pesadilla no le llegara en cuanto bajara la guardia.
Por primera vez en años fue despertada por su alarma, más que con los primeros rayos del sol. A las seis a.m., había asumido que Pedro todavía estaría dormido, pero su puerta estaba abierta. ¿Dónde podría estar? ¿Podría haber decidido que ya estaba harto de sus preguntas y empacado sus cosas para regresar a California?
Su estómago se retorció ante la idea de eso, incluso aunque su partida había sido exactamente lo que había deseado la tarde anterior, tuvo que ir a su habitación para ver si sus cosas seguían allí.
Ver su bolso sobre la cómoda la alivió. No se había ido.
Todavía no. Y a pesar de que no tenía ni idea de a dónde podían ir las cosas entre ellos después de lo que había sucedido anoche, se alegró.
Duchándose y vistiéndose rápidamente, bajó para engullir una taza de café antes de dirigirse al restaurante.
Y fue entonces cuando miró por la ventana de la cocina y lo vio en la playa, poniéndose en lo que parecía ser un entrenamiento intenso. Estaba haciendo flexiones en uno de los árboles en el borde de la arena dorada y blanca frente a la cabaña.
Verlo trajo la sensación de su cuerpo contra el de ella, la dura calidez de sus músculos, el deslizamiento de sus dedos contra sus pechos. Nunca había estado tan atraída físicamente por nadie, nunca había querido ser poseída.
En la luz del sol sus cicatrices se destacaban en relieve. Y mientras lo miraba, vio el horrible incendio en Lake Tahoe pasar por su mente, casi como si hubiera estado allí con él.
¿Qué tan difícil, se preguntó, habría sido llegar a este punto, donde podía soportar la presión de envolver sus manos llenas de cicatrices alrededor de la rama de un árbol y levantarse a sí mismo?
¿Y lo difícil que debía ser seguir haciéndolo?
A pesar de que se había entrenado en diferentes disciplinas de arte, nunca se había sentido especialmente atraída por la escultura hasta ese mismo momento. Si sólo tuviese barro al alcance de sus manos, sentía que podía hacer algo verdaderamente grandioso. Simplemente porque estaba totalmente inspirada.
Cada vez que trabajaba en el turno del desayuno—almuerzo Paula estaba sorprendida por cuán rápido podían desaparecer las siete horas.
—Entonces —finalmente dijo Isabel cuando fueron las dos últimas en el restaurante—. ¿Cómo te fue anoche con Pedro?
Paula sabía que Isabel se había estado muriendo por preguntar todo el día. Igual que ella había estado muriéndose por confesar.
—La única palabra que se me ocurre es seriedad.
Isabel agarró su brazo y tiró de ella hacia abajo en una de las sillas del vacío comedor.
— ¿De qué estás hablando?
—Hablamos ayer por la noche —entre otras cosas—. Por un largo rato.
Todo lo que tenía que hacer era cerrar los ojos y estaría allí, en su habitación, viéndolo tratar de luchar contra su dolor mientras le contaba sobre el incendio.
—Ha pasado por tantas cosas, ha trabajado muy duro para llegar a donde está. Es realmente un hombre extraordinario.
—Pensé que te recordaba a tu ex marido.
Oh síp, había dicho eso, ¿no?
— ¿Crees que las primeras impresiones pueden ser equivocadas? ¿Qué una vez que aprendes más acerca de alguien, una vez que tienes la oportunidad de ir más profundo, todo puede cambiar?
—Puede ser. O tal vez es sólo nuestra manera de tratar de convencernos a nosotras mismas de que podemos tener la única cosa de la que sabemos deberíamos mantenernos alejadas —dijo Isabel deliberadamente—. Además, ¿cuán profundo podrías haber ido en una noche?
Paula al instante se delató con un profundo rubor.
— ¿Me estás diciendo que te acostaste con él? ¿Con el mismo hombre con el que no querías tener nada que ver ayer?
—No —dijo, feliz de poder decirle a su amiga la verdad—. Me salvó de una rama de árbol que estaba cayendo y entonces más tardes nos besamos, pero…
—Oh Paula—Isabel se pasó una mano por la cara—. No quise decirte nada anoche. Tenía la esperanza que no tendría que hacerlo, no cuando fuiste tan clara acerca de mantener tu distancia. Pero realmente creo que deberías ser cuidadosa con Pedro.
— ¿Por qué? —Isabel era la que había estado presionándola para que saliera en citas—. ¿Lo conociste de niño?
—No. En realidad, casi nunca los vi ni a él ni a su hermano. Sólo cuando tenían hogueras en la playa o hacían esquí acuático. Sólo estoy tratando de asegurarme de que no salgas herida.
—Te lo agradezco —dijo Paula lentamente, y lo hacía, pero la advertencia de Isabel no le cayó del todo bien. Si Pedro fuera alguien más, ¿su amiga no la habría animado a vivir un poco? ¿A dejar de aferrarse a la seguridad y a tomar un riesgo por una vez en su vida?
Otra posibilidad la golpeó.
— ¿Qué tan serio fue lo tuyo con su padre? ¿Un par de citas? ¿O fue algo más?
El dolor se dibujó en el rostro de Isabel con tanta rapidez que inmediatamente lamentó su pregunta. Paula había sido una flor tan encogida durante tantos años que a veces tenía la sensación de estar compensándolo. Primero con Pedro y ahora con Isabel, empujando y empujando hasta que los obligaba a decirle cosas que preferirían mantener enterradas.
Pero antes de que Paula pudiera decirle a su amiga que lo olvidara, que la pregunta de sondeo estaba fuera de los límites y que estaba agradecida de saber que Isabel estaba velando por su bienestar, Isabel dijo:
—Fuimos bastante serios. Muy serios, en realidad.
Y así, Isabel comenzó a hablarle del padre de Pedro.
A los quince años, con sus miembros largos, delgados y bronceados en un vestido de verano, Isabel esperaba en la acera en la esquina de la calle principal y la Primera.
Había montado en su bicicleta hasta el pueblo desde la cabaña de sus padres.
Se suponía que su amiga Judy la encontraría allí, pero incluso aunque había estado parada en la acera fuera de la cafetería por una media hora, Judy no había aparecido todavía. Isabel no se había molestado con su amiga, cuyos padres podían ser reticentes sobre Judy yendo al pueblo sola en bicicleta.
Después de todo, era otro día perfecto de verano, y había estado esperando ir a la pequeña tienda general de la esquina y probarse algunas sandalias que había visto en la vidriera.
Tal vez, pensó con una sonrisa, sus padres le comprarían un par por su cumpleaños, que estaba a unas pocas semanas.
Como músicos, no tenían mucho dinero de sobra, pero nunca se había sentido como si fueran pobres.
¿Cómo podrían serlo, cuando tenían una increíble cabaña a la que iban todos los veranos en Blue Mountain Lake? Su abuelo la había construido en su adolescencia y de sus cinco hermanos mayores, ella era la más pequeña de la familia, una ―maravillosa sorpresa era lo que su madre decía, había pasado sus veranos en la playa a las afueras de la puerta principal. El verano entero se extendía ante ella. Sin clases. Sin lecciones. Nada más que diversión en el sol.
Sonriendo para sí, dejó su bicicleta apoyada contra la pared de ladrillo de la cafetería y se dirigió por la calle. En años anteriores, había traído amigas de la ciudad por una semana o dos, pero ninguna de ellas lo apreciaba tanto. Llamaban a Blue Mountain Lake ―un lugar en medio de la nada, y lamentaban la falta de tiendas y de muchachos.
Pero en lo que se refería a Isabel, había un montón de lugares para mirar vidrieras de regreso en la ciudad, los otros nueve meses del año. Junio, julio y agosto eran todo sobre estar al aire libre, tiempo familiar, y diversión.
Y en cuanto a los chicos guapos, sólo había uno que le importaba a Isabel.
Su nombre era Andres. Vivía al lado. Y no parecía darse cuenta de que ella estaba viva.
A los diecisiete años, estaba construido más como un hombre que como un niño, con hombros anchos y pelo castaño claro que captaba la luz del sol en mechas rubias con cada semana que pasaba de verano. Se había enamorado de él cuando tenía diez años.
Cinco años de buscar. Cinco años de soñar. Cinco años de planificar exactamente lo que diría para impresionarlo la primera vez que hablara con ella.
Andres era su príncipe azul, estaba absolutamente segura de eso.
Un día, por fin voltearía y la notaría. Un día la besaría, se sonrojó solo de pensarlo, y luego, cuando se diera cuenta de que no podía vivir sin ella, se casarían y vivirían felices para siempre.
Miró a ambos lados antes de cruzar la calle, Isabel estaba jadeando cuando llegó a la puerta principal del almacén general. Una casa de dos pisos que se había convertido en tienda cuando ella era apenas un bebé, era el único lugar en el pueblo para ir si necesitabas ropa interior, pantuflas o platos.
Con su mano todavía en la puerta, se detuvo para leer un cartel que decía, SE BUSCA CAJERO A TIEMPO PARCIAL.
Reflexionando sobre si podría ser divertido pasar un par de horas a la semana registrando compras, ganando así un poco más de dólares para batidos y paletas en la playa con sus amigos, se sorprendió cuando un brazo fuerte y bronceado llegó a su alrededor y abrió la puerta.
Se quedó sin aliento cuando miró hacia arriba a los ojos de Andres.
—Oh, lo siento, no debería estar aquí bloqueando el tráfico —balbuceó, sus palabras tropezando una sobre otra para incrementar su mortificación.
Pero el chico que siempre había amado desde la distancia no pareció ni un poco impaciente. En cambio, sonrió, sus ojos verdes se arrugaron en las esquinas, sus dientes blancos en un hermoso contraste con su piel profundamente bronceada.
—No te preocupes —dijo, su voz grave le envío escalofríos de entusiasmo—. No tengo ninguna prisa. ¿Tú sí?
Sus mejillas se sintieron tan calientes que tuvo miedo de que su cabeza fuera a estallar en llamas.
—No —dijo finalmente, su voz sonando demasiado fuerte, muy, muy emocionada por su sencilla conversación. Al darse cuenta de que todavía estaba sosteniendo la puerta para ella, se apresuró dentro, el aire fresco en la tienda era un cambio bienvenido para el calor recorriéndola. Tal vez para esta noche, su corazón dejaría de golpear como un pequeño tambor militar. Pero en lugar de moverse más allá, simplemente se quedó parado a su lado, con la misma sonrisa en los labios.
Sus ojos recorrieron su rostro durante un buen rato y se olvidó de respirar hasta que él dijo:
—Vivimos al lado, ¿no? —su cola de caballo rebotó arriba y abajo mientras asentía. Muchas veces había reproducido este momento. Había planeado ser atractiva, pero tímida, contenta de tener su atención, pero lo suficientemente distante como para mantener su interés.
En cambio, estaba actuando como un perrito, desesperada por una palmada en la cabeza.
Pero a pesar de que no tenía experiencia con el sexo opuesto, ningún beso, ni tomarse de las manos, ni siquiera una ida al cine, alguna voz interior que nunca había oído antes le dijo que desacelerara, que permitiera que él hiciera el primer movimiento.
Tomando una respiración profunda, encontró una pequeña sonrisa para reflejar la suya.
—Sí, lo hacemos. Soy Isabel.
—Andres —dijo, tendiéndole la mano.
Le encantaba la forma en que lo dijo, como si no supiera su nombre, como si no hubiera estado babeando por él durante los pasados cinco años.
Con cada gramo de fuerza de voluntad que poseía, le estrechó la mano, entonces dijo:
—Nos vemos —y fue campante pasándolo por las escaleras hacia el departamento de ropa de mujeres.
Agarrando un suéter al azar del estante más cercano, se precipitó en un vestidor, cerró la puerta, y se sentó en el suelo, completamente aturdida. Su corazón todavía corría a toda velocidad y cuando levantó la vista hacia el espejo, vio que sus mejillas estaban color rosa brillante.
Por suerte, no era una apariencia poco favorecedora, pero estaba segura de que a pesar de su frío adiós, Andres sabía exactamente qué tan grande era el flechazo que tenía por él.
Razón por la cual se quedaría en este vestidor hasta que pudiera estar absolutamente segura de que él se había ido.
Pasados varios minutos, llamaron a la puerta.
—Perdón, señorita, ¿está bien ahí dentro?
Isabel se levantó rápidamente, se pasó las manos por el pelo y abrió la puerta.
—Sí, gracias —sosteniendo el suéter, dijo— sin embargo, me temo que esto no se ve del todo bien en mí.
Entregándole a la empleada de ventas el suéter, Isabel vio por primera vez que estaba bordado con ocho renos y un Santa Claus sonriendo en el centro. Era un suéter que incluso su abuela no usaría ni muerta.
Una vez más, una rápida salida parecía lo mejor. Decidiendo mirar las sandalias otro día, salió de la tienda y estaba corriendo de nuevo a través de la calle para llegar a su bicicleta cuando las primeras gotas de lluvia comenzaron a caer. Un fuerte trueno vino después y supo que era mejor buscar algún techo. Demasiado avergonzada como para volver a la tienda, se dirigió al cobertizo al final del muelle público. Esperaría allí que pasara la tormenta.
Sentándose en los tablones de madera pintados, se inclinó contra una pared y miró hacia las crestas de las olas a través del lago, la fuerte lluvia dejaba marcas momentáneas a través de la superficie del agua. Aspiró el fresco aire de la montaña, el dulce olor de la lluvia, y finalmente se relajó.
Una parte de ella quería reproducir, saborear, su encuentro con Andres. Pero otra parte deseaba poder olvidarlo por completo. En el mejor de los casos, él simplemente pensaría en ella como una niñita. En el peor, se reiría con sus amigos acerca del gran enamoramiento que tenía por él.
Subiendo las rodillas hasta su barbilla, envolvió sus manos alrededor de sus piernas y suspiró. No era raro qué los cantantes siempre estuvieran diciendo que el amor dolía. Lo hacía. Realmente lo hacía.
Especialmente cuando era total y completamente no correspondido.
— ¿Te importa si me uno a ti?
La voz la sobresaltó y giró la cabeza con un jadeo.
La sonrisa de Andres era cálida, tal vez incluso con un poco de disculpa.
—No quise sorprenderte —le tendió un cono de helado—. ¿Tal vez pueda hacer las paces contigo con esto?
Su cabello estaba todo húmedo y había lluvia goteando de sus mejillas Isabel no pudo contener la enorme sonrisa que se formó en su cara. ¿Cómo podría estar molesta, cuando cada uno de sus sueños se estaba haciendo realidad? Pero cuando tomó el helado que goteaba, repentina timidez ató su lengua de nuevo, haciéndole imposible hablar.
—Un buen lugar para esperar fuera de una tormenta eléctrica —dijo él mientras se sentaba a su lado, estirando sus largas y bronceadas piernas frente a él.
Lamió su helado y asintió, demasiado insegura de sí misma para decir una palabra. ¿Por qué, se preguntó, la habría buscado? ¿Era porque sentía pena por ella, la chica de cara roja de la tienda cuyo mundo había sacudido totalmente con sólo hablarle? O, ¿podría haber otra razón? ¿Habría alguna pequeña posibilidad de que en realidad le gustara?
—Entonces —dijo él casualmente— ¿a qué grado irás el año que viene?
Tragó un bocado de su cono de vainilla con tanta rapidez que fue directamente a su frente e hizo una mueca ante el súbito dolor de cabeza.
—A tercer año —lo miró por el rabillo de sus ojos, pero era tan guapo que hacía que le girara la cabeza. Volviendo su mirada hacia el agua, le preguntó—: ¿Qué hay de ti?
—Empezaré en la NYU en el otoño.
No vivía lejos del campus.
—Felicitaciones —dijo—. Esa es una gran escuela —arruinando sus nervios un poco más, le preguntó—: ¿Sabes lo que quieres estudiar?
—Ingeniería Industrial. Pero no para edificios. Sino para barcos. Construiré un barco y navegaré alrededor del mundo.
Se encontró asintiendo, sonriéndole.
—Oh, me encanta navegar. No hay nada como eso.
La miró a los ojos.
—Suena como que haríamos un muy buen equipo, ¿no?
A mitad de una lamida, estuvo a punto de dejar caer el cono.
Había tenido un enamoramiento de él durante tanto tiempo, que sabía que estaba leyendo señales erróneas en todo lo que decía.
Pero la miraba con tanta atención, que no sabía qué pensar, hasta que él dijo:
—Tienes un poco de helado justo aquí —y entonces sus dedos fueron a su mejilla y él estaba acariciando su piel, y su cuerpo entero estalló con piel de gallina por su toque.
Sintió su boca caer abierta justo a tiempo para cerrarla. No sólo había hablado con ella, sino que la había tocado.
Y luego, tan rápido como comenzó la tormenta, terminó.
Pronto, el sol brillaba fuera del agua, el vapor elevándose desde la superficie del lago.
—Parece que es seguro volver a casa ahora —dijo mientras se ponía de pie. Ayudándola a levantarse, le preguntó—: ¿Puedo darte un paseo de vuelta a casa?
Apuntó hacia su bicicleta, triste de tener que rechazar la mejor oferta que había tenido jamás.
—Encajará en mi maletero, no hay problema.
Caminando juntos para conseguir su bicicleta del frente de la cafetería Blue Mountain, lo siguió a un increíble auto de aspecto clásico.
Abrió el maletero, tratando de sonar indiferente.
—Lo arreglé yo mismo. Quería tenerlo listo para el verano.
Levantando fácilmente su bicicleta, la introdujo en el enorme maletero, luego caminó hacia el lado del pasajero y abrió la puerta para ella.
—Eres mi primer pasajero.
Más allá de emocionada, Isabel se deslizó sobre los asientos de cuero frío, juntando fuertemente sus manos sobre su regazo para que no delataran sus nervios. Pero en lugar de entrar tras el volante, Andres se inclinó en el auto y encontró una manivela junto al asiento de atrás. Momentos después, el techo estaba bajando.
Sintiendo su orgullo, dijo:
—Wow. ¡Qué auto!
Una vez más, le sonrió, el placer en sus ojos verdes le quitó el aliento.
—Me alegro que te guste. Y me alegro de que me ayudaras a bautizarlo.
Por primera vez desde que había tropezado con él en las escaleras del almacén general, se olvidó de estar nerviosa.
¿Cómo podría tener miedo cuando la miraba de esa manera, como si fuera la chica más hermosa en el mundo? Nunca nadie la había mirado así antes. Era más allá de emocionante.
Andres salió al camino y poco a poco condujeron por la calle principal, notó a más de una persona admirando su auto.
A medida que tomaban la carretera junto al lago fuera del pueblo hacia sus cabañas, soltó su cola de caballo y cerró los ojos mientras el viento corría a través de su pelo. Nunca se había sentido tan feliz. Tan viva.
El viaje de ocho kilómetros pasó demasiado rápido y antes de que estuviera lista para que su momento con Andres llegara a su fin, estaba aparcando su auto en el pequeño estacionamiento de grava detrás de la cabaña de sus padres.
—Te acompañaré de regreso a tu cabaña —le ofreció e incluso aunque ella podía atravesar fácilmente los doscientos metros a la suya, no lo rechazó. Hizo girar su bicicleta entre ellos mientras caminaban por el denso bosque de árboles que separaban las dos cabañas.
—Gracias por el viaje —dijo en voz baja mientras los álamos se adelgazaban y la cabaña de sus padres aparecía a la vista—. Y por el cono de helado.
Por primera vez, él era el único que se veía nervioso.
Isabel se sorprendió al sentir el cambio entre ellos, incluso más sorprendida cuando se dio cuenta de que estaba a punto de pedirle algo.
A punto de gritar, ―¡Sí! antes de que pudiera siquiera hacer la pregunta, se mordió la parte interior de su mejilla para dejarlo hacer el primer movimiento.
—Yo, eh… —se aclaró la garganta— me encantaría volver a verte, Isabel.
—A mí también me gustaría eso —dijo en voz baja, luego antes de que pudiera detenerse, subió sobre sus puntillas y rozó un beso contra sus labios.
Corrió por el bosque el resto del camino hacia su casa, dejando a Andres parado solo, aún sosteniendo su bicicleta.
*****
—No puedo creer que te haya mantenido aquí una hora, hablando hasta las orejas de mi vieja historia.
Paula protestó, diciendo que no, por supuesto que quería oírla, pero Isabel podía ver las manchas oscuras debajo de sus ojos. Sea lo que sea que hubiera o no sucedido con Pedro anoche, Paula claramente no había dormido mucho.
Empujando su silla hacia atrás, Isabel dijo:
—Salgamos de aquí.
—Pero aún no me has contado lo que pasó, por qué rompieron —dijo Paula—. Quiero decir, eso sonaba como verdadero amor, como que los dos estaban destinados a estar juntos.
— ¿Qué tal si te lo digo en diez palabras o menos?
—Está bien.
—Él me engañó. Ella quedó embarazada. Se casó con ella.
—Wow —dijo Paula—. Diez palabras exactamente.
Todo lo que Isabel pudo hacer fue reír. Hace mucho tiempo había decidido que era mucho mejor que llorar
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