miércoles, 7 de octubre de 2015
CAPITULO 14 (segunda parte)
El hombre observó a la chica desplomarse y esperó por la satisfacción de lo fácil que era mantenerla como rehén.
En su lugar, se sintió entumecido. De pies a cabeza, adentro y afuera. Apenas podía ver a la chica, su mente se nublaba con visiones de su hermano yaciendo frío y tieso bajo una sábana blanca.
— ¿Qué quieres que haga con ella?
Se volvió hacia Mickey, un hombre musculoso pero sencillo que había contratado un puñado de veces cuando sentía que estaba por entrar en una situación potencialmente peligrosa. Cuando empezó en el negocio, aprendió que por la cantidad correcta de dinero, Mickey haría cualquier cosa que necesitara, sin preguntas.
Pero él necesitaba dormir para poder pensar correctamente.
Simplemente mantendría encerrada a la chica hasta que urdiera su plan.
—Sólo vigílala. Asegúrate que se queda quieta.
Mickey se acercó, miró dentro del armario. Sonrió, revelando la falta de un buen dentista.
—Es bonita.
—No la toques —la cara redonda del hombre se deshizo con decepción y entonces agregó—: Aún no.
Él no quería que Mickey fuera demasiado duro con la chica antes que Paula estuviera aquí para presenciarlo. Casi sonrió ante la imagen de la rica y rubia estrella de televisión siendo forzada a ver al bruto sodomizar a su hermana.
Afortunadamente, pensó mientras iba a conseguir algo de descanso, no faltaría mucho para que él y Mickey obtuvieran exactamente lo que querían. Mickey tendría a la chica.
Y él tendría su venganza.
CAPITULO 13 (segunda parte)
Agustina Chaves odiaba sentirse así de asustada como estaba.
Su mandíbula punzaba y tenía cinta adhesiva alrededor de su boca, sus manos y tobillos. Parpadeó fuerte para aclarar su borrosa visión, cuando miró hacia arriba se dio cuenta que estaba sentada en el suelo dentro de un armario con abrigos.
Nunca había sido una gran fanática de los espacios pequeños y cerrados, no después que una de sus familias de acogida la había hecho dormir en una habitación sin ventanas y del tamaño de un armario por un par de semanas cuando tenía siete años. Los largos abrigos colgados le rozaban la parte de superior de su cabeza y hombros haciéndola sentir aún más claustrofóbica, y se estremeció, sus dientes de alguna manera se las arreglaron para castañear tras la cinta adhesiva.
No era asmática, pero varios pediatras que había tenido a lo largo de los años clamaban que estaba al borde de la enfermedad. Sintiendo sus pulmones empezar a agarrotarse, se obligó a tomar largas y lentas respiraciones inhalando y exhalando por su nariz. Paula había estado bastante metida en la meditación por un tiempo y aunque entonces había creído que era algo patético, Agustina estaba repentinamente agradecida por el conocimiento.
Cuando logró controlar su respiración y se sintió confiada de que no iba a empezar a entrar en pánico de nuevo, trató de entender lo que había pasado.
Luego de que se despertara en una incómoda bola en la silla de una de las salas de espera de la UCI, una de las enfermeras le dijo que Paula había sido transferida a una habitación regular en el cuarto piso. Aliviada de que su hermana estuviera mucho mejor, le pidió un cigarrillo a uno de los conserjes para fumar antes de subir a verla. No había fumado desde que se mudó a la Granja hacía tres meses, pero sus nervios estaban de punta y no podía pensar en una mejor manera de detenerse por unos minutos.
Apenas había salido y encendido el cigarrillo cuando de la nada había una mano sobre su boca y nariz, y una pistola en su costado.
—No hagas ni un sonido —había susurrado el tipo.
La mano en su cara se sentía terriblemente fuerte. Instintos afilados desde su niñez le dijeron que si no obedecía su orden él presionaría el gatillo, por lo que dejó que la empujara lejos del edificio y la metiera en el asiento del copiloto de su auto.
La experiencia de Agustina como una ex niña de hogares de acogida salió a flote cuando se sentó calladamente en el asiento del pasajero del tipo. Ella sabía que la mejor cosa para hacer en una nueva y aterradora situación era mantener la boca cerrada y esperar para ver la disposición del lugar antes de hacer un movimiento repentino.
Mientras él conducía, una mano en el volante, la otra sosteniendo la pistola que aún la apuntaba, ella trató de determinar por qué la había capturado.
Había escuchado historias sobre chicas que habían sido capturadas en calles muy concurridas y vendidas a algún espeluznante tipo rico en países extranjeros, pero no podía creer que alguien la quisiera como una esclava sexual. No ahora, de todos modos, cuando sus jeans estaban empapados y llenos de lodo desde los muslos hacia abajo y su cabello estaba prácticamente espantoso por la necesidad de una buena ducha con agua caliente y algo de ese acondicionador caro que Paula siempre ponía en el baño.
Pero, quizás este tipo —y cualquiera de los clientes ricos que pudiera tener— tenía gustos raros.
Qué más tenía para ofrecer sino su cuerpo, se preguntaba con impotencia. No era rica, no tenía ninguna joya que pudiera robarle y vender. Y entonces se le vino a la mente.
Paula tenía todas esas cosas. Su hermana no era una gran compradora, pero el dinero estaba definitivamente allí. Agustina no podía creer el número que había visto en el último contrato de su hermana cuando había estado fisgoneando en la oficina de su casa el año pasado.
—Mi hermana es rica —dijo de repente, rezando para que el dinero pudiera ser un buen cambio por tener sexo con ella. Cuando él no respondió, ella añadió—: Es una gran estrella. Juro que puedo conseguir el dinero de ella. Y sé que no le dirá a la policía ni a nadie sobre esto, no si significa que su nombre aparecerá en los periódicos.
Deteniéndose ante un semáforo, el hombre se volteó hacia ella, sus ojos grises eran aterradoramente fríos.
—No necesito el dinero de tu hermana.
Él apuntó la pistola a un punto en la mitad de su cara. Podía imaginarlo presionando el gatillo, haciéndole un hoyo justo en medio.
Tragando fuerte, ella se alejó de él tanto como pudo, apretándose contra la puerta del pasajero. La bilis se elevó en su garganta y apenas pudo tragarla.
—Ahora cállate o te haré callar.
Él era de tamaño promedio, pero su agarre sobre ella en el estacionamiento había sido sorpresivamente fuerte.
Considerando que estaba cinco kilos debajo de su peso normal, Agustina sabía que no era rival para él si decidía detenerse y la forzaba dentro del auto.
Su estómago continuó revolviéndose. No era virgen, pero el número de tipos con los que había dormido ya no importaba.
Sabía que necesitaba dejar de ser un bebé cobarde y salir de ese auto. Pero mientras esperaba su oportunidad para escapar, los minutos solo pasaban más y más rápido, llevándola otro pasó más cerca de terminar siendo su prisionera.
Cada minuto que pasaba en el reloj digital del salpicadero se sentía como una hora y ella rezaba para que algo pasara, que tuvieran un accidente o un policía pasara y viera la pistola. Por supuesto que nada de eso ocurrió.
Pero justo cuando pensó que su mala suerte era permanente, el tráfico se intensificó y la lluvia comenzó a caer más fuerte. Agustina le lanzó al hombre una mirada furtiva.
Estaba más enfocado en conducir que en mantener la pistola apuntándole.
Esta era su oportunidad.
Rápidamente quitó el seguro de la puerta y se lanzó del coche en movimiento hacia la calle. Sus rótulas, codos y hombros le dolieron como el infierno mientras rodaba sobre el asfalto, pero apenas lo notó cuando se puso en pie y empezó a correr. Necesitaba llegar a algún lugar muy concurrido.
Él no trataría de capturarla de nuevo si había gente alrededor, ¿verdad?
Viendo una gasolinera al otro lado de la calle, corrió por los resbalosos cuatro carriles tan rápido como pudo debido a la lluvia. La gente estaba llenando sus depósitos y no parecieron notarla mientras se detenía frente a la tienda de la estación.
Sacando su teléfono del bolsillo, llamó a Paula, sin recordar hasta el último segundo que su hermana estaba en el hospital y que probablemente no tendría acceso a su teléfono móvil.
Asombrosamente, Paula atendió y las palabras de Agustina salieron con prisa, todas a la vez.
—Un tipo me agarró. Necesito ayuda. Me escapé de él y estoy en una gasolinera.
Agustina estaba frenética buscando en el frente del edificio algún número de calle que pudiera dar, cuando sintió la familiar presión de una pistola empujada en sus costillas.
—Deja de hablar y dame el teléfono o te mataré justo aquí —le susurró él. Ella titubeó por un momento y el amartilló su pistola.
—Créeme, niñita, no tengo ni una maldita cosa por la que vivir. Te dispararé primero, luego me dispararé a mí mismo. Será tan fácil hacerlo aquí como hacerlo en algún otro lado. Pero si haces lo que digo, quizás consigas vivir.
La mano de Agustina tembló mientras le daba su teléfono y lo veía cerrarlo, después siguió sus instrucciones de volver al automóvil sin hacer un sonido o parecer como que él la estuviera forzando.
— ¿A quién llamaste?
—No logré la comunicación —mintió, pero él ya había abierto su teléfono.
PAULA estaba al comienzo de su lista de llamadas.
Él estrelló la pistola contra su mandíbula y ella fue dejada sin sentido por el ramalazo de cegador dolor que la atravesó.
— ¿Qué le dijiste?
—Nada —gimió con la boca llega de sangre.
Él volvió a pegarle con la pistola, más fuerte y en la frente, el dolor fue tan feroz que apenas lo escuchó decir:
—Perra estúpida, más te vale no haberme arruinado nada. ¿Sabe dónde estás?
Estaba demasiado dolorida para mentir y el “no” se le escapó antes de poder contenerlo. Aun cuando esperaba su siguiente golpe, la luz del sol pareció debilitarse. Lo último que oyó fue un amortiguado “Joder”, antes de desmayarse.
Horas más tarde, mientras se encontraba atada y amordazada en un armario, no podía evitar preguntarse, ¿por qué estas mierdas siempre me pasan a mí?
Tres meses atrás, había pensado que dejar San Francisco era lo mejor para todos. Especialmente después de haber oído por casualidad al equipo de relaciones públicas de Paula decirle que era mejor que “tomara bien las riendas de Agustina antes que hiciera algo que generara titulares”. Ella no había esperado a escuchar la respuesta de Dianna.
Seguro, Agustina sabía que era una jodida a quien nadie quería, pero la mataba escuchar las palabras de la boca de alguien.
Claramente, toda esa cosa de hermana-tutora era un lindo gesto de parte de Paula, pero no había funcionado. Así que cuando el nuevo novio de Agustina, Kevin, le pidió que lo acompañara a Colorado, ni siquiera lo pensó, sólo empacó un bolso y se subió al bus.
El viaje de dos días le había dado bastante tiempo para pensar. Toda su vida, había estado enojada con Paula por haber sido la que se quedó con su madre mientras que ella había sido enviada a vivir con extraños. Al mismo tiempo, cuando Paula finalmente la sacó del sistema, no había sabido cómo responder al abrumador afecto de esta, la forma en que quería que estuvieran juntas todo el tiempo e hicieran cosas de chicas como ir al centro comercial y hacerse sesiones de peluquería y maquillaje.
La vida como una niña de hogares de acogida o te hace débil y temerosa de todo, o te forma callos. Por todas partes.
En la agonía de las angustias adolescentes, mientras más trataba su hermana mayor de conectar con ella, más se alejaba. Rebeldía era lo que Agustina hacía y lo hacía bien, pero incluso hasta eso se volvía viejo. Predecible.
Para el final del viaje en bus a Vail, Agustina había decidido que estaba lista para dejar de ser la jodida hermana pequeña de Paula Chaves. Estaba lista para algo nuevo.
Estaba lista para una vida mejor.
Era una excursión de dos días a través de las montañas Rocosas hasta la Granja y francamente, estaba un poco insegura sobre vivir en una comunidad intencional.
Pero, increíblemente, se había encontrado a sí misma encajando con la banda de inadaptados. Y por primera vez, casi se sentía como si fuera parte de una familia.
Sus hermanos y hermanas en la Granja la aceptaron por quien era realmente. No trataron de cambiar sus ropas, su cabello, o la música que le gustaba. Mientras que Paula siempre la había mimado, en la granja le habían dado verdaderas responsabilidades como cocinar. Estaba sorprendida por lo natural que se había sentido estar de pie frente al fuego, moler hierbas con un mortero, amasar pan hasta que tuviera la consistencia correcta. En las Rocosas, ella se sentía más en paz de lo que se había sentido jamás.
Y entonces la culpa había empezado a carcomerla, lentamente pero con seguridad, día tras día, semana tras semana. Cuando finalmente pidió usar el único teléfono de la Granja y revisó su correo de voz, se sintió abatida al escuchar la cadena de mensajes ansiosos de Paula. Ya era tiempo de organizar una reunión para mostrarle a su súper exitosa hermana mayor que ella finalmente estaba haciendo algo bien, que estaba en la senda correcta en su vida y lo estaba logrado por sí sola.
Con el único camino de acceso recientemente bloqueado por árboles caídos, eran otros dos días de caminata hasta el pueblo. No iba a ser un viaje fácil, pero a Agustina le gustaba saber que tenía las habilidades para cuidar de sí misma, que no necesitaba recurrir a Kevin o a alguien más para llegar a donde necesitaba ir. Además, Kevin había abandonado la Granja unas pocas semanas después de llegar. Él no había esperado que la carga de trabajo fuera tan grande o que no hubiera drogas. No había estado particularmente triste al verlo partir.
Paula había estado esperándola en el café de la calle central de Vail y por una milésima de segundo, Agustina se había sentido tan feliz de ver a su hermana que casi la había abrazado. Emocionada, trató de explicarle a Paula sobre la Granja, sobre la buena experiencia que era. Pero antes de poder dar con la mejor forma de explicarle su nueva situación de vida, Paula había empezado a presionar todos sus botones.
—Dime por qué quieres quedarte en Colorado —había preguntado Paula—. ¿Por qué no quieres regresar e inscribirte en la universidad? Estoy dispuesta a darte otra oportunidad de pararte sobre tus pies. Necesitamos una investigadora asistente a medio tiempo en el programa. Estoy segura que Elena podría aceptarte.
Agustina estaba orgullosa de sus nuevas aptitudes y esperaba que Paula lo estuviera también.
—Ya tengo un trabajo.
—¿Haciendo qué?
—Cocinando.
No fue difícil ver lo impactada que estaba Paula. Y que no estaba impresionada en lo más mínimo.
—¿Cocinando? Nunca has querido siquiera ver el canal de cocina conmigo. Dime dónde está el restaurante, cómo se llama. Hablaré con el chef. Él entenderá que necesitas volver a casa conmigo.
—No estoy trabajando en un restaurante —explicó Agustina—. Estoy cocinando para todos en la Granja.
Antes que pudiera explicar mejor las cosas, Paula dijo:
—¿La Granja? En el nombre de Dios, ¿qué es la Granja? —su expresión de repente de volvió más ansiosa de lo que ya estaba—. Oh Dios, Agustina, no te has mezclado en algún tipo de culto, ¿verdad?
Agustina hizo una cara, tratando de aplacar la repentina ráfaga de ira, tratando de recobrar el sentido de paz que había experimentado en aquellos pocos meses.
—No, por supuesto que no es un culto. Una comuna es totalmente diferente a un culto. Nosotros somos una comunidad intencionada.
—De ninguna manera —había dicho Paula en una voz áspera que Agustina nunca la había escuchado usar. Aun cuando había hecho algo malo, su hermana siempre había sido amable con ella—. No voy a permitir que vivas en una comuna o una Granja o como sea que la llames. No trabajé tan duro para que saliéramos del parque de casa rodantes para que tú dieras la vuelta y vivas en chozas de adobe con un puñado de hippies —agarró el brazo de Aguatina—. Traeremos tus cosas y nos iremos.
Agustina jaló bruscamente su brazo del agarre de Paula.
¿Cómo pudo haber pensado que Paula entendería?
—Ya te lo dije, Paula. Me quedaré aquí. En Colorado —Agustina dejó que su boca se torciera en una sonrisa de satisfacción—. En la comuna.
—Jesús, Agustina. No siempre has tomado las mejores decisiones, pero no pensé que fueras estúpida.
Fue entonces cuando Agustina finalmente perdió el control.
—Debe doler tener un poste incrustado tan profundo en tu perfecto culo.
Se había largado del café antes que Paula viera sus lágrimas.
Todo lo que quería era estar de vuelta en la Granja con sus nuevos amigos, pero estaba lloviendo demasiado fuerte, así que se gastó quince dólares para quedarse en un hostal cercano en el que ella y Kevin habían dormido en su primera noche en Vail. Acurrucándose en la dura cama, trató de dormir, pero un grupo de chicas adolescentes estaba viendo la televisión con el volumen muy alto en la sala de estar.
De pronto, escuchó a alguien decir el nombre de su hermana y se sentó en la cama, golpeando su cabeza con la litera superior. Una mala premonición la asaltó cuando corrió fuera de la habitación en ropa interior y escuchó el reporte periodístico sobre el choque de Paula.
En el suelo del armario, su estómago se revolvió con una enfermiza mezcla de culpabilidad y remordimiento. Paula no habría estado en esa serpenteante carretera en medio de esa tormenta si no hubiera sido por ella. Y ahora, si no conseguía salir de aquí, quizás nunca tuviera la oportunidad de decirle que lo sentía.
Abruptamente, su tren de pensamientos fue interrumpido por el fuerte sonido de pasos.
¡Oh mierda, él estaba de regreso!
La puerta se abrió y antes que pudiera hacer algún sonido, él se acercó con una aguja. Ella trató de alejarse, trató de gritar tras su mordaza, pero no había a dónde ir, no había escape.
CAPITULO 12 (segunda parte)
Pedro no podía creer cuánto quería quedarse con Paula. Ella apenas había hablado sobre Agustina, pero él sabía que tenía razón en mantener los detalles para sí misma. Estaban nadando en aguas peligrosas. En lugar de mantenerse a flote, se estaban zambullendo tan hondo como podían.
Ella apenas había tenido que presionarlo por los detalles sobre el incidente en el desierto de Desolation y él se había derrumbado. Y sin embargo, hablar con Paula sobre eso se había sentido insoportablemente correcto, así como su toque, cuando ella se había estirado para tocarlo con simpatía y había puesto su mano en el brazo de él.
No podía creer lo duro que había sido no acercarse y jalarla contra él.
¿No había aprendido una maldita cosa diez años atrás?
Durante su conversación, su cerebro había estado trabajando tiempo extra para conseguir acostumbrarse a su brillante chapa, a sus dientes perfectamente blancos y a su muy rubio cabello, a sus uñas perfectamente arregladas y su suave ropa de apariencia cara. Era interesante que lo que más le ayudó fue ver cómo se tronaba los nudillos. Estaba agradecido de que al menos una cosa en ella siguiera igual.
El mal hábito destacó en un marcado relieve contra el telón de fondo de su perfecta y brillante belleza.
Por primera vez desde que la conoció, se sintió fuera de lugar, como si los dos no pertenecieran al mismo cuarto. Diez años atrás, ella había sido una pobre y avergonzada chica con una madre borracha. Ella había necesitado que la salvara.
Diablos, ella lo había necesitado, punto.
Pero esta mujer sentada frente a él no era el tipo de persona que necesitara ser salvada.
Él había corrido todo el camino hasta Colorado pensando que las cosas iban a ser similares a ese primer día cuando se conocieron en el estacionamiento de casas rodantes.
Ella necesitando, él salvando.
No podía haber estado más lejos de la marca.
Por supuesto que estaba feliz por el éxito de ella. ¿Qué clase de imbécil no lo estaría? Pero al mismo tiempo, se encontró preguntándose si había sido por esto por lo que lo había dejado; porque quería aspirar a una vida más grande y más brillante que ser la esposa de un bombero.
Ella se movió incómodamente en la cama y él no supo si era por el accidente o por su presencia en la habitación. De todos modos, se había quedado más tiempo de lo debido.
Y sin embargo, no podía obligarse a dejar la silla y decir adiós. Simplemente no estaba listo para dejarla. Aún no.
No cuando verla y hablar con ella aún le hacía cosquillas internas, lo hacía desear que las cosas hubieran terminado de forma diferente entre ellos.
Había sólo una solución a su problema, un solo camino para conseguir mover su trasero por la puerta. Necesitaba retroceder a ese día cuando él había entrado por la puerta delantera de su pequeño apartamento, al silencio, al vacío y se había dado cuenta que ella se había ido. Y que no volvería nunca.
Por diez años, había estado en la oscuridad sobre el motivo por el que lo había dejado. Podía soportar ser desechado. La gente se salía de relaciones todos los días.
Lo que no podía soportar era no saber por qué. Finalmente había llegado el momento de averiguarlo.
—Me voy a ir en un minuto —le dijo, más que un poco sorprendido por el destello de decepción en los ojos de ella—. Pero antes de hacerlo, tengo una pregunta para ti. Es algo que me he estado preguntando desde hace mucho tiempo.
Por una fracción de segundo, los ojos de ella se agrandaron con alarma. Los remordimientos por la pila de huesos que él estaba a punto de desenterrar le pegaron de lleno en el pecho. Si ella no se hubiera lastimado, él no hubiera llegado hasta aquí, se dijo a sí mismo, como si fuera algún tipo de absolución.
Ella enderezó su columna, alejándose un poco de las almohadas y levantó la barbilla.
—Adelante.
Mierda, pensó Pedro. Debería haber tomado el camino alto.
En su lugar, había comenzado a bajar por un camino sin salida.
Y ahora no podía irse sin escuchar la verdad.
—¿Por qué te fuiste?
La boca de ella se abrió. Luego se cerró. Agitó su cabeza, la incredulidad nublando sus hermosos ojos verdes.
—¿Honestamente no lo sabes?
Él estaba, cuando menos, tan sorprendido por su respuesta como ella parecía estarlo por su pregunta.
Se tragó una rápida réplica, sabiendo que se arrepentiría. Y entonces el móvil de ella sonó y pareció aliviada de alejarse de él y buscar en su bolso.
Rápidamente lo abrió.
— ¿Agustina?
Y de repente, la cara de Paula perdió todo su color y ella pateó las mantas fuera de sus piernas para pararse demasiado rápido.
Olvidando la necesidad de mantener su distancia, — se acercó antes de que pudiera caer y la mantuvo estable contra su pecho. Él podía sentir el corazón de ella latiendo rápidamente, e instintivamente supo que no tenía nada que ver con su cercanía física.
Algo estaba mal.
—¿Dónde estás? —Ella contuvo la respiración mientras escuchaba la respuesta de Agustina, luego la apremió—: Tienes que decirme más que eso. Necesitas decirme exactamente dónde estás para que pueda encontrarte.
Unos segundos después, Paula alejó el teléfono de su oído y empezó a presionar botones frenéticamente antes que el teléfono cayera al suelo. Cuando levantó su mirada hacia él, vio sus ojos tan desolados como cuando lo había mirado fijo después de la pérdida del bebé.
—¿Qué ocurre? —preguntó él tan cuidadosamente como lo habría hecho con una víctima de un incendio que acababa de ver su casa y todas sus pertenencias desaparecer en las llamas.
—Mi hermana está en problemas. Necesita mi ayuda.
CAPITULO 11 (segunda parte)
Paula estaba anonadada no sólo por su presencia, sino por todo lo que él estaba diciendo.
Ella no sabía qué pensar. Qué decir. A dónde mirar.
Quería mirarlo fijamente, embeberse en su bronceada piel, las nuevas líneas sexys en su cara. Quería seguir estudiándolo hasta averiguar cuándo y cómo había cambiado del ardiente bombero joven que ella había amado a este hombre maduro, que se veía rudo y duro en todos los lugares correctos y blando en ninguno.
Ella se olvidó de todo mientras lo veía, sus preocupaciones por Agustina y el accidente se encogieron hasta ser un pequeño vislumbre en el fondo de su mente. Todo este tiempo se había convencido a sí misma de que había dejado el pasado atrás, pero simplemente ver a Pedro estaba empujando hasta la última dolorosa emoción de vuelta a la superficie.
Estaba atemorizada por la atracción que aún existía entre ellos. Pero más que todo, estaba alarmada por lo mucho que le gustaba verlo, por lo mucho que le importaba que él hubiera ido hasta Colorado para verla.
La última vez que a ella le había importado tanto Pedro, él le había roto el corazón.
De alguna manera, tenía que evitar enamorarse nuevamente.
Hasta ahora, no se las había arreglado muy bien para parecer indiferente, lo que era loco. Ella era una maestra en aparentar. Había estado en cientos de situaciones incómodas en su set de TV. Necesitaba traer esas experiencias y reagruparse.
Así que aunque se moría por saber hasta el último detalle sobre los últimos diez años de la vida de Pedro, no se permitiría ceder ante su curiosidad. En su lugar lo mitigaría preguntando sobre su hermano. Sería amable. Interesada, claro, porque siempre le agradó Cristian. Pero se alejaría antes que la conversación se volviera muy profunda.
—Mencionaste a Cristian. ¿Cómo está?
La expresión de Pedro pasó de ardiente a fría tan rápido que la mareó.
—Ninguno de nosotros supo de ti en diez años. No dejaste un número de teléfono. O una dirección. No enviaste tarjetas de navidad a la estación. Simplemente desapareciste.
La fuerza de sus palabras la empujaron contra las almohadas. Ella abrió su boca para defenderse, pero no salió ni una palabra.
—Te di lo que querías, Paula. Te dejé ir. ¿Así que qué te importa lo que le haya pasado a Cristian? —ella se tambaleó por la cólera y el dolor tras sus palabras. Pero no podía ignorar la bandera roja de peligro que le decía que algo le había pasado a Cristian. Algo malo.
—Algo le pasó, ¿verdad?
Los labios de él se apretaron y le saltó el músculo de la mandíbula. Ella contuvo la respiración, desesperada ahora por saber lo que le había pasado a Cristian, aun cuando ya sabía que no le iba a gustar lo que fuera a escuchar.
—Se quemó.El verano pasado,en una explosión en el desierto de Desolation.
—Oh, Dios—ella respiró, recordando los reportes noticiosos de ese incendio forestal—. Cada vez que oigo de un mal incendio en las Sierras, pienso en ti —dijo suavemente.
La cara de él mostró sorpresa y ella la reflejó. De repente parecía importante que él supiera lo difícil que había sido, tanto entonces como ahora, dejar de preocuparse por él y por el resto de los hombres que había conocido en el equipo de Tahoe Pines.
—Solo porque dejé Lake Tahoe no significa que pueda pretender que tu trabajo no es peligroso. Pienso en cada uno del equipo. En Cristian. Y rezo para que salgan indemnes.
Cuando ella dejó de hablar, se dio cuenta que había roto su propio voto de mantener la distancia. El hermoso hombre parado frente a ella era demasiado peligroso para tal imprudencia.
—Todos hemos salido bien —dijo él—. Todos excepto Cristian.
Pensar en cuánto dolor debió pasar Cristian le generó una nueva oleada de nauseas.
—¿Dónde se quemó?
—Sus manos y brazos —dijo Pedro con voz calmada, casi clínica—. Su pecho y un poco la parte de atrás de su cabeza.
Ella solo podía imaginar lo difícil que debió haber sido para Pedro ver a su hermano salir lastimado. Estar tan cerca y a la vez tan lejos como para poder salvarlo, no poder evitar que el fuego tomara su botín de guerra.
Al borde de decirle esto, ella se dio cuenta que él estaba mirando sus manos. Viendo hacia abajo, notó que se estaba tronando los nudillos y se obligó a separar sus manos.
Tronarse los dedos era un signo de debilidad. Paula odiaba mostrar debilidad a cualquiera.
Especialmente a Pedro.
—Dime qué pasó, Pedro. Por favor.
Él se quedó en silencio por un largo rato y ella creyó entender por qué. Los bomberos no eran grandes habladores, especialmente cuando uno de ellos se lastimaba. Pedro se lo había explicado una vez, diciéndole que lo más importante era volver y hacer su trabajo, no quedarse enganchado en lo que salió mal.
A decir verdad, este trato había sido una de las cosas sobre Pedro que la habían vuelto loca: él siempre la tenía en un estado de “necesito saber”. Y en cuanto a lo que había concernido a él, ella simplemente no necesitaba saber los sangrientos y espeluznantes detalles de su día a día, lo que significaba que no sabía casi nada sobre su trabajo y había tenido que sacar su información de los periódicos como todos los demás.
Sintiendo que más preguntas sólo lo pondrían más a la defensiva, suavemente comentó:
—Simplemente no me puedo imaginar a Cristian saliendo lastimado. Él siempre parecía tan invencible.
Finalmente Pedro se sentó en la silla junto a su cama, tan cerca que el vello de sus brazos se puso de punta y una piel de gallina la cubrió.
Tarde en la noche, cuando estaba exhausta y sus defensas bajas, había soñado miles de veces con estar con él nuevamente, pero nunca pensó que podría experimentar esta cercanía en vivo y en directo. Quería estirarse y tocarlo para ver si era real o si desaparecería como siempre hacía en sus sueños justo antes de que presionara sus labios contra los de él.
—Leandro, Cristian, y yo estábamos trabajando en despejar un parche de arbustos a unos cuatrocientos metros del incendio.
Él habló rápidamente, como si tuviera que sacar las palabras antes de que se volviera demasiado difícil relatar el evento.
—Las chispas debieron haber saltado sobre nosotros por el viento y antes de que lo supiéramos, estábamos encima del fuego. Leandro se dio cuenta primero, aun cuando Cristian y yo estábamos más cerca. Leandro debería haber abierto una brecha. Debería haberse salvado a sí mismo. En lugar de eso bajó la colina y salvó nuestras vidas.
Paula no estaba sorprendida por lo que Leandro había hecho. Como el resto de los hombres en el equipo de Pedro, Leandro había sido magnífico y temerario y aun así él había destacado para ella. No porque se sintiera atraída hacia él, sino porque reconocía un alma gemela al verla. Él no había necesitado decirle que su vida no siempre había sido fácil.
Ella lo había visto en sus ojos, en la forma de su mandíbula, en la forma que se comportaba.
—Siempre me gustó Leandro.
—Se acaba de casar.
De nuevo se sorprendió por la intensidad de Pedro. Y el hecho de que no había duda en lo que quería decir: “Aléjate, está tomado”.
Bueno, ella no iba a morder el anzuelo.
—Me aseguraré de enviarle algo bonito para el hogar a su nueva esposa— volviendo a Cristian, ella preguntó—: ¿Así que los tres corrieron montaña arriba? ¿Y después qué?
Los ojos de él se nublaron y se preguntó si estaba de regreso allí en el desierto de Desolation con Leandro y Cristian, respirando el caliente humo negro.
—La muerte estaba allí, justo detrás de nosotros. Estábamos casi afuera, cuando sopló la brisa y las llamas envolvieron a Cristian.
Ella dio un respiro tembloroso.
—Debió ser horrible.
Sabía que el Servicio Forestal enviaba psiquiatras cada vez que había un accidente. También sabía que los bomberos HotShot raramente hablaban con los trajeados, no estaban dispuestos a ser echados del equipo por un momento de debilidad registrado en los archivos oficiales.
— ¿Has hablado con alguien de esto?
Pedro negó con la cabeza una vez, firmemente. La urgencia de tomarlo en sus brazos y curar su dolor reprimido fue tan fuerte que puso su mano en su brazo antes de poder contener su impulso.
Él se puso rígido y ella inmediatamente quitó su mano de un tirón. La piel en la palma de su mano y dedos se sentía como si hubiera sacado un plato caliente del horno.
—Debería haber insistido en cubrir la retaguardia —dijo Pedro con voz dura.
Claramente, la culpa seguía pesando sobre él. Aun cuando casi había muerto por salvar a su hermano, él obviamente deseaba poder haber hecho más.
—Debería haber sido yo el que se quemara. No mi hermano pequeño.
Era doloroso este recordatorio de lo mucho que ambos amaban a sus hermanos, un inquebrantable lazo que parte de ella deseaba no hubieran tenido. Aun así, necesitaba que él supiera que no era su culpa.
—Él está vivo, Pedro. Tú lo sacaste del fuego. Debe haber sido muy difícil para ti, tener que regresar y combatir incendios forestales sin Cristian. Ustedes dos han trabajado juntos por tanto tiempo. Y él es un activo muy importante no sólo para ti, sino para todo el equipo.
Cuando él permaneció en silencio, ella preguntó:
— ¿Cuál es su pronóstico? ¿Volverá a combatir incendios?
—Está haciendo todo lo que está a su alcance para convencer al Servicio Forestal de que su lugar está en el equipo. Ha pasado por el infierno con los injertos de piel y la fisioterapia y nunca se ha quejado. Ni una sola vez.
Ella no estaba sorprendida. Los hermanos Alfonso tenían más que buenos genes en común. Ambos eran fuertes.
Irrompibles.
—Apuesto a que todavía sigue siendo un bravucón mujeriego a pesar de todo, ¿no es cierto? —dijo ella, forzando una sonrisa.
Pero en lugar de devolverle la sonrisa, Pedro tornó las preguntas hacia ella.
— ¿Qué hay de Agustina? Siempre me he preguntado si fuiste capaz de sacarla del sistema de hogares de acogida.
A pesar de que las cosas entre ellos resultaron mal, Paula nunca olvidó el firme apoyo de Pedro durante esos primeros meses cuando ella se estaba abriendo paso entre el papeleo y las formalidades burocráticas.
—La tengo, Pedro.
Finalmente, él sonrió de regreso y ella perdió la respiración.
Paula jugueteó con la manta mientras recobraba su compostura, sabiendo que era justo que le dijera tanto sobre Agustina como él le había dicho sobre Cristian, aun cuando no era fácil hablar sobre ello.
—Ha vivido conmigo por los últimos seis años.
Él silbó suavemente.
—Te tomó cuatro años recuperarla, ¿eh?
Ella nunca se había sacudido por completo la frustración de esos interminables meses de batalla con el estado.
—Cada vez que pensaba que iban a decir que sí, encontraban otra razón para decir que no.
—Pero los hiciste cambiar de opinión.
Su clara admiración fue sorprendente. Le gustaba demasiado.
¿Cómo podía importarle lo que él pensara sobre ella después de todos estos años?
¿Después de todo su éxito?
—Debió tener catorce para cuando vino a vivir contigo —dijo él, haciendo las cuentas—. ¿Cómo fue vivir con una adolescente?
Era tentador dejar salir todo, pretender que los últimos diez años no habían pasado, que ellos estaban sentados juntos en su apartamento conversando al final de un largo día.
Afortunadamente, ella aún tenía algún sentido de auto conservación, una pequeña voz en la parte de atrás de su cabeza le advertía que no dijera demasiado ni dejara que él se acercara más.
—Fue difícil al principio —dijo ella honestamente—. No creo que un adolescente sea fácil para nadie. Ciertamente no lo fue para mí. Estoy segura que encontrará su rumbo eventualmente.
Él alzó una ceja como queriendo decir que sabía que había mucho más en esa historia de lo que ella estaba diciéndole, pero afortunadamente, lo dejó pasar.
—Me alegra que funcionara para ti. Para ambas.
A pesar de sus advertencias hacia sí misma, Paula no podía quitar sus ojos de su hermosa cara. Quería mirarlo fijo por horas solo para ver su expresión cambiar poco a poco y admirar la forma en que sus músculos se flexionaban bajo su camiseta.
Sus sentimientos la asustaron. Realmente la asustaron.
Todos esos años, trató de convencerse de que se había enamorado de un héroe de fantasía. Que sólo eran niños tonteando. Que el aborto involuntario había sido un escape estrecho.
Quería creer que no había habido nada real entre ellos.
Entonces, ¿por qué todo se sentía tan malditamente real?
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