miércoles, 7 de octubre de 2015
CAPITULO 13 (segunda parte)
Agustina Chaves odiaba sentirse así de asustada como estaba.
Su mandíbula punzaba y tenía cinta adhesiva alrededor de su boca, sus manos y tobillos. Parpadeó fuerte para aclarar su borrosa visión, cuando miró hacia arriba se dio cuenta que estaba sentada en el suelo dentro de un armario con abrigos.
Nunca había sido una gran fanática de los espacios pequeños y cerrados, no después que una de sus familias de acogida la había hecho dormir en una habitación sin ventanas y del tamaño de un armario por un par de semanas cuando tenía siete años. Los largos abrigos colgados le rozaban la parte de superior de su cabeza y hombros haciéndola sentir aún más claustrofóbica, y se estremeció, sus dientes de alguna manera se las arreglaron para castañear tras la cinta adhesiva.
No era asmática, pero varios pediatras que había tenido a lo largo de los años clamaban que estaba al borde de la enfermedad. Sintiendo sus pulmones empezar a agarrotarse, se obligó a tomar largas y lentas respiraciones inhalando y exhalando por su nariz. Paula había estado bastante metida en la meditación por un tiempo y aunque entonces había creído que era algo patético, Agustina estaba repentinamente agradecida por el conocimiento.
Cuando logró controlar su respiración y se sintió confiada de que no iba a empezar a entrar en pánico de nuevo, trató de entender lo que había pasado.
Luego de que se despertara en una incómoda bola en la silla de una de las salas de espera de la UCI, una de las enfermeras le dijo que Paula había sido transferida a una habitación regular en el cuarto piso. Aliviada de que su hermana estuviera mucho mejor, le pidió un cigarrillo a uno de los conserjes para fumar antes de subir a verla. No había fumado desde que se mudó a la Granja hacía tres meses, pero sus nervios estaban de punta y no podía pensar en una mejor manera de detenerse por unos minutos.
Apenas había salido y encendido el cigarrillo cuando de la nada había una mano sobre su boca y nariz, y una pistola en su costado.
—No hagas ni un sonido —había susurrado el tipo.
La mano en su cara se sentía terriblemente fuerte. Instintos afilados desde su niñez le dijeron que si no obedecía su orden él presionaría el gatillo, por lo que dejó que la empujara lejos del edificio y la metiera en el asiento del copiloto de su auto.
La experiencia de Agustina como una ex niña de hogares de acogida salió a flote cuando se sentó calladamente en el asiento del pasajero del tipo. Ella sabía que la mejor cosa para hacer en una nueva y aterradora situación era mantener la boca cerrada y esperar para ver la disposición del lugar antes de hacer un movimiento repentino.
Mientras él conducía, una mano en el volante, la otra sosteniendo la pistola que aún la apuntaba, ella trató de determinar por qué la había capturado.
Había escuchado historias sobre chicas que habían sido capturadas en calles muy concurridas y vendidas a algún espeluznante tipo rico en países extranjeros, pero no podía creer que alguien la quisiera como una esclava sexual. No ahora, de todos modos, cuando sus jeans estaban empapados y llenos de lodo desde los muslos hacia abajo y su cabello estaba prácticamente espantoso por la necesidad de una buena ducha con agua caliente y algo de ese acondicionador caro que Paula siempre ponía en el baño.
Pero, quizás este tipo —y cualquiera de los clientes ricos que pudiera tener— tenía gustos raros.
Qué más tenía para ofrecer sino su cuerpo, se preguntaba con impotencia. No era rica, no tenía ninguna joya que pudiera robarle y vender. Y entonces se le vino a la mente.
Paula tenía todas esas cosas. Su hermana no era una gran compradora, pero el dinero estaba definitivamente allí. Agustina no podía creer el número que había visto en el último contrato de su hermana cuando había estado fisgoneando en la oficina de su casa el año pasado.
—Mi hermana es rica —dijo de repente, rezando para que el dinero pudiera ser un buen cambio por tener sexo con ella. Cuando él no respondió, ella añadió—: Es una gran estrella. Juro que puedo conseguir el dinero de ella. Y sé que no le dirá a la policía ni a nadie sobre esto, no si significa que su nombre aparecerá en los periódicos.
Deteniéndose ante un semáforo, el hombre se volteó hacia ella, sus ojos grises eran aterradoramente fríos.
—No necesito el dinero de tu hermana.
Él apuntó la pistola a un punto en la mitad de su cara. Podía imaginarlo presionando el gatillo, haciéndole un hoyo justo en medio.
Tragando fuerte, ella se alejó de él tanto como pudo, apretándose contra la puerta del pasajero. La bilis se elevó en su garganta y apenas pudo tragarla.
—Ahora cállate o te haré callar.
Él era de tamaño promedio, pero su agarre sobre ella en el estacionamiento había sido sorpresivamente fuerte.
Considerando que estaba cinco kilos debajo de su peso normal, Agustina sabía que no era rival para él si decidía detenerse y la forzaba dentro del auto.
Su estómago continuó revolviéndose. No era virgen, pero el número de tipos con los que había dormido ya no importaba.
Sabía que necesitaba dejar de ser un bebé cobarde y salir de ese auto. Pero mientras esperaba su oportunidad para escapar, los minutos solo pasaban más y más rápido, llevándola otro pasó más cerca de terminar siendo su prisionera.
Cada minuto que pasaba en el reloj digital del salpicadero se sentía como una hora y ella rezaba para que algo pasara, que tuvieran un accidente o un policía pasara y viera la pistola. Por supuesto que nada de eso ocurrió.
Pero justo cuando pensó que su mala suerte era permanente, el tráfico se intensificó y la lluvia comenzó a caer más fuerte. Agustina le lanzó al hombre una mirada furtiva.
Estaba más enfocado en conducir que en mantener la pistola apuntándole.
Esta era su oportunidad.
Rápidamente quitó el seguro de la puerta y se lanzó del coche en movimiento hacia la calle. Sus rótulas, codos y hombros le dolieron como el infierno mientras rodaba sobre el asfalto, pero apenas lo notó cuando se puso en pie y empezó a correr. Necesitaba llegar a algún lugar muy concurrido.
Él no trataría de capturarla de nuevo si había gente alrededor, ¿verdad?
Viendo una gasolinera al otro lado de la calle, corrió por los resbalosos cuatro carriles tan rápido como pudo debido a la lluvia. La gente estaba llenando sus depósitos y no parecieron notarla mientras se detenía frente a la tienda de la estación.
Sacando su teléfono del bolsillo, llamó a Paula, sin recordar hasta el último segundo que su hermana estaba en el hospital y que probablemente no tendría acceso a su teléfono móvil.
Asombrosamente, Paula atendió y las palabras de Agustina salieron con prisa, todas a la vez.
—Un tipo me agarró. Necesito ayuda. Me escapé de él y estoy en una gasolinera.
Agustina estaba frenética buscando en el frente del edificio algún número de calle que pudiera dar, cuando sintió la familiar presión de una pistola empujada en sus costillas.
—Deja de hablar y dame el teléfono o te mataré justo aquí —le susurró él. Ella titubeó por un momento y el amartilló su pistola.
—Créeme, niñita, no tengo ni una maldita cosa por la que vivir. Te dispararé primero, luego me dispararé a mí mismo. Será tan fácil hacerlo aquí como hacerlo en algún otro lado. Pero si haces lo que digo, quizás consigas vivir.
La mano de Agustina tembló mientras le daba su teléfono y lo veía cerrarlo, después siguió sus instrucciones de volver al automóvil sin hacer un sonido o parecer como que él la estuviera forzando.
— ¿A quién llamaste?
—No logré la comunicación —mintió, pero él ya había abierto su teléfono.
PAULA estaba al comienzo de su lista de llamadas.
Él estrelló la pistola contra su mandíbula y ella fue dejada sin sentido por el ramalazo de cegador dolor que la atravesó.
— ¿Qué le dijiste?
—Nada —gimió con la boca llega de sangre.
Él volvió a pegarle con la pistola, más fuerte y en la frente, el dolor fue tan feroz que apenas lo escuchó decir:
—Perra estúpida, más te vale no haberme arruinado nada. ¿Sabe dónde estás?
Estaba demasiado dolorida para mentir y el “no” se le escapó antes de poder contenerlo. Aun cuando esperaba su siguiente golpe, la luz del sol pareció debilitarse. Lo último que oyó fue un amortiguado “Joder”, antes de desmayarse.
Horas más tarde, mientras se encontraba atada y amordazada en un armario, no podía evitar preguntarse, ¿por qué estas mierdas siempre me pasan a mí?
Tres meses atrás, había pensado que dejar San Francisco era lo mejor para todos. Especialmente después de haber oído por casualidad al equipo de relaciones públicas de Paula decirle que era mejor que “tomara bien las riendas de Agustina antes que hiciera algo que generara titulares”. Ella no había esperado a escuchar la respuesta de Dianna.
Seguro, Agustina sabía que era una jodida a quien nadie quería, pero la mataba escuchar las palabras de la boca de alguien.
Claramente, toda esa cosa de hermana-tutora era un lindo gesto de parte de Paula, pero no había funcionado. Así que cuando el nuevo novio de Agustina, Kevin, le pidió que lo acompañara a Colorado, ni siquiera lo pensó, sólo empacó un bolso y se subió al bus.
El viaje de dos días le había dado bastante tiempo para pensar. Toda su vida, había estado enojada con Paula por haber sido la que se quedó con su madre mientras que ella había sido enviada a vivir con extraños. Al mismo tiempo, cuando Paula finalmente la sacó del sistema, no había sabido cómo responder al abrumador afecto de esta, la forma en que quería que estuvieran juntas todo el tiempo e hicieran cosas de chicas como ir al centro comercial y hacerse sesiones de peluquería y maquillaje.
La vida como una niña de hogares de acogida o te hace débil y temerosa de todo, o te forma callos. Por todas partes.
En la agonía de las angustias adolescentes, mientras más trataba su hermana mayor de conectar con ella, más se alejaba. Rebeldía era lo que Agustina hacía y lo hacía bien, pero incluso hasta eso se volvía viejo. Predecible.
Para el final del viaje en bus a Vail, Agustina había decidido que estaba lista para dejar de ser la jodida hermana pequeña de Paula Chaves. Estaba lista para algo nuevo.
Estaba lista para una vida mejor.
Era una excursión de dos días a través de las montañas Rocosas hasta la Granja y francamente, estaba un poco insegura sobre vivir en una comunidad intencional.
Pero, increíblemente, se había encontrado a sí misma encajando con la banda de inadaptados. Y por primera vez, casi se sentía como si fuera parte de una familia.
Sus hermanos y hermanas en la Granja la aceptaron por quien era realmente. No trataron de cambiar sus ropas, su cabello, o la música que le gustaba. Mientras que Paula siempre la había mimado, en la granja le habían dado verdaderas responsabilidades como cocinar. Estaba sorprendida por lo natural que se había sentido estar de pie frente al fuego, moler hierbas con un mortero, amasar pan hasta que tuviera la consistencia correcta. En las Rocosas, ella se sentía más en paz de lo que se había sentido jamás.
Y entonces la culpa había empezado a carcomerla, lentamente pero con seguridad, día tras día, semana tras semana. Cuando finalmente pidió usar el único teléfono de la Granja y revisó su correo de voz, se sintió abatida al escuchar la cadena de mensajes ansiosos de Paula. Ya era tiempo de organizar una reunión para mostrarle a su súper exitosa hermana mayor que ella finalmente estaba haciendo algo bien, que estaba en la senda correcta en su vida y lo estaba logrado por sí sola.
Con el único camino de acceso recientemente bloqueado por árboles caídos, eran otros dos días de caminata hasta el pueblo. No iba a ser un viaje fácil, pero a Agustina le gustaba saber que tenía las habilidades para cuidar de sí misma, que no necesitaba recurrir a Kevin o a alguien más para llegar a donde necesitaba ir. Además, Kevin había abandonado la Granja unas pocas semanas después de llegar. Él no había esperado que la carga de trabajo fuera tan grande o que no hubiera drogas. No había estado particularmente triste al verlo partir.
Paula había estado esperándola en el café de la calle central de Vail y por una milésima de segundo, Agustina se había sentido tan feliz de ver a su hermana que casi la había abrazado. Emocionada, trató de explicarle a Paula sobre la Granja, sobre la buena experiencia que era. Pero antes de poder dar con la mejor forma de explicarle su nueva situación de vida, Paula había empezado a presionar todos sus botones.
—Dime por qué quieres quedarte en Colorado —había preguntado Paula—. ¿Por qué no quieres regresar e inscribirte en la universidad? Estoy dispuesta a darte otra oportunidad de pararte sobre tus pies. Necesitamos una investigadora asistente a medio tiempo en el programa. Estoy segura que Elena podría aceptarte.
Agustina estaba orgullosa de sus nuevas aptitudes y esperaba que Paula lo estuviera también.
—Ya tengo un trabajo.
—¿Haciendo qué?
—Cocinando.
No fue difícil ver lo impactada que estaba Paula. Y que no estaba impresionada en lo más mínimo.
—¿Cocinando? Nunca has querido siquiera ver el canal de cocina conmigo. Dime dónde está el restaurante, cómo se llama. Hablaré con el chef. Él entenderá que necesitas volver a casa conmigo.
—No estoy trabajando en un restaurante —explicó Agustina—. Estoy cocinando para todos en la Granja.
Antes que pudiera explicar mejor las cosas, Paula dijo:
—¿La Granja? En el nombre de Dios, ¿qué es la Granja? —su expresión de repente de volvió más ansiosa de lo que ya estaba—. Oh Dios, Agustina, no te has mezclado en algún tipo de culto, ¿verdad?
Agustina hizo una cara, tratando de aplacar la repentina ráfaga de ira, tratando de recobrar el sentido de paz que había experimentado en aquellos pocos meses.
—No, por supuesto que no es un culto. Una comuna es totalmente diferente a un culto. Nosotros somos una comunidad intencionada.
—De ninguna manera —había dicho Paula en una voz áspera que Agustina nunca la había escuchado usar. Aun cuando había hecho algo malo, su hermana siempre había sido amable con ella—. No voy a permitir que vivas en una comuna o una Granja o como sea que la llames. No trabajé tan duro para que saliéramos del parque de casa rodantes para que tú dieras la vuelta y vivas en chozas de adobe con un puñado de hippies —agarró el brazo de Aguatina—. Traeremos tus cosas y nos iremos.
Agustina jaló bruscamente su brazo del agarre de Paula.
¿Cómo pudo haber pensado que Paula entendería?
—Ya te lo dije, Paula. Me quedaré aquí. En Colorado —Agustina dejó que su boca se torciera en una sonrisa de satisfacción—. En la comuna.
—Jesús, Agustina. No siempre has tomado las mejores decisiones, pero no pensé que fueras estúpida.
Fue entonces cuando Agustina finalmente perdió el control.
—Debe doler tener un poste incrustado tan profundo en tu perfecto culo.
Se había largado del café antes que Paula viera sus lágrimas.
Todo lo que quería era estar de vuelta en la Granja con sus nuevos amigos, pero estaba lloviendo demasiado fuerte, así que se gastó quince dólares para quedarse en un hostal cercano en el que ella y Kevin habían dormido en su primera noche en Vail. Acurrucándose en la dura cama, trató de dormir, pero un grupo de chicas adolescentes estaba viendo la televisión con el volumen muy alto en la sala de estar.
De pronto, escuchó a alguien decir el nombre de su hermana y se sentó en la cama, golpeando su cabeza con la litera superior. Una mala premonición la asaltó cuando corrió fuera de la habitación en ropa interior y escuchó el reporte periodístico sobre el choque de Paula.
En el suelo del armario, su estómago se revolvió con una enfermiza mezcla de culpabilidad y remordimiento. Paula no habría estado en esa serpenteante carretera en medio de esa tormenta si no hubiera sido por ella. Y ahora, si no conseguía salir de aquí, quizás nunca tuviera la oportunidad de decirle que lo sentía.
Abruptamente, su tren de pensamientos fue interrumpido por el fuerte sonido de pasos.
¡Oh mierda, él estaba de regreso!
La puerta se abrió y antes que pudiera hacer algún sonido, él se acercó con una aguja. Ella trató de alejarse, trató de gritar tras su mordaza, pero no había a dónde ir, no había escape.
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