La tensión, la miseria, que impregnaba cada pulgada de Poplar Cove era tan pesada que Andres estaba casi asfixiado con ella. No se tenía que ser un genio para ver que las cosas entre Pedro y Paula habían ido de mal a peor.
No más roces accidentales entre los dos. No más miradas de complicidad. No más besos de despedida.
Cuatro días se volvieron cinco mientras cada uno trabajaba en sus esquinas. Pedro cortando los viejos troncos podridos de la pared, Andres lijando los nuevos troncos, Paula pintando rápido y furiosamente.
Pedro apenas dijo dos palabras. Paula trajo sándwiches, pero no los acompañó mientras comían. Andres deseaba como el infierno poder ondear una varita mágica y hacer que estos chicos regresaran a donde era tan obvio que necesitaban estar, pero sabía que no era fácil. Se mantendría esperando que lo resolvieran, que la siguiente mañana regresaría y todo estaría bien.
Justo cuando no creía que pudiera soportarlo más, cuando estaba de hecho considerando encerrarlos en el closet de abrigos y no dejarlos salir hasta que lo resolvieran, ambos dejaron la cabaña, cada uno yendo en direcciones opuestas de la playa. Fue tal el alivio de tener el lugar para sí, que casi se sintió culpable. Pero tanto como Andres se preocupaba por su hijo, Pedro no era el único con problemas.
Aquí estaba él, finalmente cerca de Isabel, y no podía pensar en una sola excusa plausible para ir a verla. No cuando ella había dejado perfectamente claro que él necesitaba estar malditamente lejos. Sentía al reloj avanzando, y aún cuando un puñado de días añadidos a los treinta años no debería importar, sabía que sí lo hacía.
Verla de nuevo, sostenerla en sus brazos, lo había llevado de regreso al chico de diecinueve años que había estado tan enamorado de ella.
Estaba resellando un par de nuevos troncos cuando el teléfono sonó en la cocina y sin pensar en ello —ésta había sido su casa una vez, después de todo— lo contestó.
—Jose nunca apareció.
Era Isabel y sonaba agobiada. Irritada. En pánico. Reconoció el nombre de Jose inmediatamente.
— ¿Tu hijo? ¿Algo está mal?
—Andres. ¿Por qué diablos estás contestando el teléfono de Paula? ¿Y cómo diablos es que sabes el nombre de mi hijo?
Había sido incapaz de evitar mantenerse al tanto de ella todos estos años mientras estaba en California. Pero éste no era el mejor momento para contarle eso.
—No importa —continuó antes que él pudiera contestar— no tengo tiempo para esto ahora. Necesito hablar con Paula.
Tan pronto como sea posible.
—Se ha ido. También Pedro. ¿Qué es lo que necesitas?
—No puedo creer que esto esté sucediendo —dijo primero, luego—: Se suponía que Jose sería mi lavaplatos. Estamos a punto de ser sepultados bajo platos sucios. Si no encuentro a alguien pronto daré el día por terminado.
—Estaré justo allí.
Colgó antes que ella pudiera discutir, rompió el límite de velocidad todo el camino hacia el pueblo.
— ¿No podías conducir más rápido? —le disparó antes de sacudir su pulgar hacia el fregadero cuando él entró por la puerta trasera—. Te enseñaré cómo funciona el Hobart.
Luego de su demostración de la gran máquina plateada que pulverizaba, lavaba y secaba los platos, copas y vajilla, ella preguntó:
— ¿Alguna pregunta?
—Ninguna —dijo, rápidamente poniéndose a trabajar en las enormes pilas de platos y copas sucios, tantos que rebalsaban del mostrador de acero inoxidable hasta el piso.
Lado a lado trabajaron en silencio, su ritmo tan bueno como si no hubieran pasado estos treinta años separados, hasta que la situación estuvo parcialmente equilibrada.
E incluso aunque nunca hubiera pensado que llegaría el día en que disfrutaría de algo como lavar platos, la verdad era que no se había sentido tan bien en años. Simplemente porque estaba cerca de Isabel.
Horas después cuando el último cliente se había ido y estaba pasando el trapeador por el piso de la máquina, estuvo sorprendido de escucharla decir:
—Gracias por tu ayuda. Odio decirlo, pero salvaste el día completamente. Y no apestas lavando platos, tampoco.
—Sabes algo, realmente lo disfruté —se encogió de hombros y dijo—: Había olvidado cuánto placer puede haber en un trabajo bien hecho. Cualquier trabajo.
Aclarando su garganta, ella dijo:
—Iré a traer algo de dinero de la caja para pagarte.
Su risa sonó fuerte por toda la cocina.
—No quiero tu dinero, Isabel. Solamente quería darte una mano.
Su espalda se puso rígida.
—Sé que probablemente tienes un trabajo elegante…
—Ya no.
Pareció estupefacta por eso.
—Me despidieron. Lo llamaron retiro anticipado, pero esas solo son palabras elegantes.
—Así que por eso estás aquí.
—No tener un trabajo hace que haya sido más fácil venir —acordó— pero ya te dije porqué estoy aquí. Mi hijo me necesitaba.
—Debe ser bonito venir y jugar al héroe.
Sus palabras estaban demasiado cerca de acertar para la comodidad de Andres y empezó a abrir su boca para discutir, pero en lugar de ello, se encontró diciendo:
—No he hecho ninguna labor manual en treinta años. Mi cuerpo me está matando. Ejercitarse cinco días a la semana en el gimnasio no te prepara para martillar clavos durante ocho horas seguidas.
—Solías amar martillar clavos.
Le impactó, poderosamente, que solamente Isabel supiera eso sobre él.
—Tienes razón. Lo hacía. Y estoy aprendiendo a hacerlo de nuevo —asintió hacia el Hobart—. No sé si lavar platos tiene la misma magia, pero es bueno solo usar mis manos nuevamente. Sin importar para qué las estoy usando.
Ella se dio la vuelta rápidamente, pero no antes que él viera cómo su piel había comenzado a enrojecer, la manera en que ella había aspirado aire rápidamente. Dios, quería tanto arrastrarla hacia él. Correr sus manos a través de su pelo, sobre su piel.
Pero era demasiado pronto. Podía ver la verdad de esto aún a través de la fuerza de su deseo. Tenía que irse antes que hiciera algo estúpido, pero al mismo tiempo tenía que asegurarse que podía verla nuevamente.
— ¿Tienes a alguien que te ayude para la cena?
Podía decir que ella no quería responder, vio lo mucho que odió decirle:
—No, no tengo.
— ¿A qué hora debería estar aquí?
Ella recogió un cuchillo, lo pasó bajo el agua, luego lo secó con una tela limpia.
—Cinco y treinta.
Tomó la luz reflejándose en la hoja de acero inoxidable como su indicación para irse.
—No llegues tarde. Y no pienses que porque estoy permitiendo que laves mis platos significa que te he perdonado.
—No lo haré —dijo por lo primero, aunque esperaba que pudiera cambiar lo segundo.
*****
No, pensó, mientras que preparaba una media docena de pimientos naranjas y amarillos, realmente no había motivo para mentirse.
Andres le había hecho esto. La había hecho estar caliente.
Esa tarde, de hecho, había deseado por un estúpido segundo que solo dejara de hablar, que no le permitiera decirle que se apartara, y la tomara allí mismo sobre la encimera de acero inoxidable.
No debería haberla suavizado verlo parado junto al lavavajillas, usando el grueso mandil de plástico, los grandes guantes amarillos, pero lo hizo. Y saber que estaría de vuelta en cualquier momento para hacerlo todo nuevamente, para salvar su trasero, solo ponía sus nervios más en el filo.
Y la llenaba de enfermiza anticipación.
La única manera en que se podía proteger era seguir sospechando de sus motivos, buscar el verdadero significado detrás de sus palabras suaves.
Planeando asar los pimientos, encendió el gas en su cocina y recogió el encendedor, moviéndolo sobre el gas. Las llamas saltaron más alto de lo que esperaba y estaba a punto de dar un paso hacia atrás cuando unas manos fuertes se envolvieron en su cintura, levantándola fuera del camino.
Reconocería el toque de Andres en cualquier parte. Nunca había tenido una reacción tan intensa con nadie más, al mismo tiempo que se le ponía la piel de gallina su interior estaba ardiendo.
Se sacudió de sus brazos, aunque todo dentro suyo quería acercarse.
— ¿Qué diablos estás haciendo?
Un músculo latió en su mandíbula.
—Necesitas ser más cuidadosa.
Bueno, él no era el único que estaba furioso.
—Éste es mi jodido restaurante. ¿No crees que se cómo operar mi propia cocina?
—Jesús, Isabel. Esas llamas estaban a solo unos centímetros de tu cara. Te podrías haber quemado.
Ella abrió la boca para decirle dónde podía meterse, cuando sus palabras finalmente penetraron en su cerebro.
Quemado. Había tenido temor que ella fuera a quemarse.
Como su hijo.
—Ver a tu hijo quemado. No puedo imaginar cómo se debe haber sentido —dijo antes de poder evitar decir las palabras.
Parpadeó como si solo recién se diera cuenta de la reacción extrema que había tenido cuando ella prendió el gas de la cocina.
—Lo siento. Tienes razón. Exageré.
Comenzó a estirarse hacia él, y fue solo en el último segundo cuando se detuvo.
Un toque, un solo segundo de piel con piel, no sería suficiente.
—Es solo que desde el accidente de Pedro…
Tragó duro y ella vio todo el amor, todo el miedo que sintió por su hijo, impreso en las líneas de su rostro.
—No puedo soportar los fuegos. Cualquier clase de fuego. Chimeneas. Parrillas. Aún ver las fogatas que la gente hace cerca del lago me enferma.
—Eso tiene perfecto sentido.
—Perdí mucho tiempo, Isabel. Debería haber venido aquí con Pedro y Samuel cuando eran niños. Debería haber estado allí afuera enseñándoles a navegar en lugar de haberlos dejado con mis padres para que les mostraran lo increíble que era el lago.
No sabía qué decir, no cuando había estado egoístamente contenta que él no hubiera venido. ¿Cómo habría enfrentado la posibilidad de ver a Andres cada verano con su mujer y sus hijos?
—Estás aquí ahora.
—Sin embargo, me temo que puede ser muy tarde.
—Entonces trata de nuevo. Y sigue tratando. Porque eso es lo que hacen los padres. Incluso cuando nuestros hijos actúan como si no nos quisieran o necesitan nuestro cariño, allí es cuando lo necesitan más. Así que deja de preocuparte sobre ti mismo, deja de preocuparte por cómo te sentiste una vez. Y simplemente haz lo que tienes que hacer por él.
—Gracias por recordármelo —dijo susurrando e Isabel instantáneamente supo que recién había saltado mucho más profundo de lo que debería haber hecho.
—Necesito prepararme para abrir.
Él asintió, se movió de regreso a la estación de lavado sin ninguna otra palabra. Pero ella sabía que solamente era una prórroga temporal.
Afortunadamente, el restaurante había estado increíblemente ocupado e Isabel no tuvo ocasión de dejar su tarea. El único problema era que no podía posiblemente decirle a Andres que se fuera a casa temprano. Pero incluso aunque no estaba sola en la cocina con él —Caitlyn y Scott, más dos de sus camareras estaban allí— él estaba muy cerca para su comodidad.
Luego de entregar su orden final, se empujó por la puerta de atrás, desesperada por un poco de aire. El viento se había levantado y solo estaba usando una camiseta, pero le dio la bienvenida al frío.
Caminando a través del estacionamiento hacia el agua, vio a una pareja de jóvenes besándose y se detuvo en seco. Ese era su hijo. Y la chica rubia con la que había ido al cine hace solo unos días.
No notó que Andres estaba a su lado hasta que dijo:
— ¿Puedes creer que así de jóvenes nos veíamos cuando recién nos conocimos?
—Ese es mi hijo. No sabía que tenía una novia.
—Tampoco queríamos que nuestros padres supieran sobre nosotros. Pensábamos que éramos tan grandes —dijo suavemente—. Pero al verlos a esos dos ahora… —Sacudió su cabeza—. Solo éramos unos niños, ¿no?
Mirando de nuevo hacia su hijo abrazando tentativamente a su novia, de repente vio cuánta razón tenía Andres. Su hijo ni siquiera estaba cerca de ser un adulto. Inevitablemente, cometería algunos errores en los siguientes años mientras crecía y cambiaba.
Por primera vez en treinta años, su pasado con Andres estuvo pintado con un brillo diferente, la neblina negra en el que había estado sepultado por tanto tiempo, de repente se empezó a aclarar por las esquinas.
Se volteó para mirarlo, observando las líneas en su cara, las canas en su cabello, y se dio cuenta, aún así, que era más hermoso de lo que había sido como un perfecto joven de diecinueve años.
—No teníamos idea de lo que estábamos haciendo, ¿no? —susurró.
—No, no la teníamos —acordó—. Especialmente yo.
La manera en que el timbre ronco de su voz alcanzó su pecho la asustó.
—Necesito entrar.
Ella medio esperaba que se estirara y la detuviera.
En lugar de eso él simplemente dijo:
—Bien. Vete. Pero un día no serás capaz de encontrar una razón para huir de mí.
Eso puso su espalda rígida, justo como él debió anticipar que lo haría. Aun así, no podía tragarse las palabras.
—No estoy huyendo.
— ¿Estás segura de eso?
Una rápida explosión de furia la hizo moverse más cerca de él.
—No tengo ninguna razón para huir de ti.
— ¿Entonces qué tal que si te doy una?
Y así sus labios estuvieron en los de ella y un cohete se encendió dentro de su vientre.
Oh Dios, ¿cómo es que alguna vez pude haber olvidado lo increíble que era su boca, cómo de dulces eran sus besos?
Sus manos la envolvieron a continuación, una en su cintura, la otra en su pelo, jalándola más cerca, y pronto no fueron solo sus labios los que se estaban tocando, sino sus lenguas, arremolinándose juntas en un baile que era tan natural, tan perfecto, que se encontró gimiendo con placer mientras se acercaba más.
Él la inclinó contra el capó de un auto, presionándose fuerte contra ella, y ella gustosamente le siguió la corriente, queriendo más de su calor, más de esa dulce explosión que solamente Andres podría darle.
El sexo con su esposo había sido bueno, pero ahora que estaba de nuevo en los brazos de Andres tenía que preguntarse cómo es que alguna vez se había conformado con algo menos que ésta pasión que todo lo consumía.
¿Cómo podía haber aceptado cualquier cosa menos que la necesidad de tomar la siguiente respiración de su amante como la suya propia?
Sus manos estaban sobre él ahora, tan hambrientas, tan llenas de necesidad. Su erección presionándola y no podía evitarlo excepto frotarse contra él. Dolía por entregarse completamente a este momento, por dejar que Andres la tome tan lejos como ella pudiera ir.
Se estiró debajo de su camiseta, sus dedos explorando su caja torácica antes de presionar sus dos palmas sobre sus senos, su corazón estaba latiendo fuerte contra sus manos.
Y entonces, a través de la densa neblina del deseo, ella escuchó:
— ¿Mamá?
Estaba muy lejos para procesar la voz como la de su hijo hasta que él dijo:
—Mierda. Esa es mi mamá. Haciéndolo sobre el auto con algún tipo.
Oh Dios. Jose.
Andres se movió primero, sacó sus manos de debajo de su camiseta antes que su hijo pudiera ver. Ella se movió tan rápido como pudo con miembros que se sentían como mantequilla derretida, trató de pararse para ir tras su hijo, pero antes que pudiera hacerlo él dijo:
—Me enfermas. —Y se fue.
Andres trató de poner una mano en su espalda para consolarla y ella se estremeció ante su toque.
¿Cómo podía haber hecho eso? ¿Cómo podía haber besado a Andres? Y si su hijo no los hubiera encontrado allí, ¿cuán lejos habría ido?
Pero ya sabía la respuesta. Andres siempre había sido la única persona que podía hacerle perder el control. Y aún así, aunque él había sido quien la había besado en primer lugar, nada de esto era su culpa. Ella lo había deseado tanto como
él. Había estado deseando más que tumbarlo sobre ella en mitad de un estacionamiento.
—Sabes que lo superará. El que te haya visto besándome.
—Simplemente no sé lo que estoy haciendo. Él solía decir que yo era la mejor mamá en todo el mundo. Éramos amigos. Nos divertíamos juntos.
Ella quería llorar. Gritar. Dormir por una semana.
Besar nuevamente a Andres.
—Pero ahora parece que no puedo decir o hacer nada bien. Siento que lo estoy perdiendo. Y eso me está matando.
—Él está tratando de descubrir cómo ser un hombre. Sé por experiencia propia lo duro que es.
Andres era la última persona en la tierra con la que ella debería estar desahogándose, y aún así se sentía tan natural. Como si, a pesar de todo lo que había pasado entre ellos, él siguiera siendo la persona que mejor la entendía.
— ¿Tus hijos pasaron por esto?
El dolor se mostró en su cara bajo la luz de la luna.
—No lo sé —dijo, y ella estaba sorprendida por la cruda emoción de sus palabras—. Siempre estaba trabajando, siempre en un viaje de negocios. Un día me fui y ellos eran niños, regresé a casa y eran hombres. Hombres que no querían saber nada de su padre.
—Lo lamento.
—Yo también. Pero tenías razón esta mañana. No puedo regresar y cambiar el pasado, pero si tengo suerte, si no me acobardo, podría ser capaz de trabajar en un futuro. Aquí. Ahora. Con Pedro. Quiero que ellos sepan lo mucho que me
importan. —Sus ojos encontraron los de ella, se sostuvieron—. Pero también entenderé si no lo ven así. Si no pueden verlo así. Porque algunas veces, si es que lo has jodido lo suficiente, no hay manera de arreglar lo que has hecho.
Todo regresó a ellos. Cada uno de los momentos.
—Así que esa experiencia de primera mano sobre muchachos tratando duramente de convertirse en hombres, de la que te estaba hablando, es toda mía.
El aire se le quedó atrapado en la garganta mientras que él continuaba diciendo:
—Sé que no quieres escucharme decirlo de nuevo, Isabel, pero yo era un niño estúpido que no sabía dónde estaba parado.
Ella ya no sabía más qué decirle. Habían ido más allá de los gritos. Más allá de sus desesperados intentos para frenarlo con rabia o sarcasmo. Más allá de alejarse cuando no sabía qué más hacer.
Pero no más allá de perdonarse.
Aclarándose la garganta, él dijo:
—Debería irme, ¿no?
No lo miró, no podía mirarlo.
—Sí, deberías.
*****
Jose se dio cuenta que Hannah estaba prácticamente corriendo para alcanzarlo en la playa. No podía creer lo que recién había visto, no podía dejar de reproducirlo en su cabeza, ese tipo estaba prácticamente follando a su mamá sobre el capó de un auto.
Se sentía enfermo del estómago.
—Mi mamá no debería estar haciendo eso. En público, o en ningún lado. Nunca.
—Creo que fue un poco romántico, de hecho. Tu mamá ha estado soltera por un buen tiempo, ¿no? ¿No crees que sería lindo si ella encontrara a alguien?
—No fue romántico. Fue desagradable.
Hannah paró de caminar.
— ¿Por qué?
Había algo en su voz, una advertencia de tener cuidado en cómo respondía a su pregunta, pero él estaba demasiado cabreado para importarle.
—Ella es mi mamá. No debería necesitar hacer… eso.
—Pero me dijiste que tu papá tiene citas todo el tiempo.
—Está bien para él.
— ¿Cómo? ¿Por qué es hombre? ¿Mientras que ella se supone que solamente sea feliz y realizada siendo tu madre por el resto de su vida? Eres quien continúa diciendo cómo desearías que ella tenga una vida y te deje solo. Y entonces cuando lo hace actúas como un completo idiota.
Se volvió y empezó a alejarse.
—Hannah, ¿por qué estás molesta conmigo?
Apenas se paró, solamente volteó su cara a medio camino para decir:
—Porque has tratado a tu mamá como basura. Y no quiero estar con un mocoso mimado.
*****
—Lo que viste esta noche. No es lo que piensas.
—Claro que lo es —dijo ceñudo—. Estabas prácticamente haciéndolo sobre un auto con un tipo.
La bilis se elevó en su garganta por lo que su hijo había visto. Al mismo tiempo, no se sentía correcto pedirle disculpas por ser un ser humano normal con deseos sexuales normales.
Aún así, quería que supiera que no había recogido a cualquier tipo del pueblo.
—Lo conozco. Hace mucho tiempo. Andres y yo crecimos juntos. En Poplar Cove. Salimos. —Las palabras: tenía tu edad y lo amaba, salieron de su boca antes que se diera cuenta con quién estaba hablando.
Vio con horror como la expresión de Jose cambió de rabia y disgusto a pura sorpresa.
—Papá fue el único hombre que alguna vez amaste.
Oh no. No había pensado lo duro que sería para Jose escuchar que ella tenía una vida antes de él, antes de su padre.
—Amé a tu padre. Y aunque ya no estamos juntos, siempre lo querré porque me dio a ti.
Pero Jose no estaba escuchando.
—Te vi esta noche. Vi lo que estabas permitiendo que ese tipo te hiciera. La única persona de la que deberías estar enamorada es de mi papá, no de algún imbécil que solía vivir junto a tu casa. Y ahora Hannah me odia por tu culpa.
Razonó a partir de lo que su hijo había dicho, que no habría estado haciendo esas cosas con Andres si no estuviera todavía enamorada de él.
—No lo amo —dijo casi para sí misma, incluso mientras la última parte de su frase finalmente se registraba—. ¿Hannah? ¿Tu novia, dices? ¿Por qué es que te odia?
Pero él había terminado con ella.
—Por qué no regresas con tu amante y te olvidas de mí. Parece obvio que es el único que realmente te importa.
La última cosa que escuchó fue la puerta de su dormitorio cerrarse con un golpe y la música a un volumen altísimo.
Se le ocurrió entonces, que todo lo que le había dicho a Andres sobre Pedro alejándolo justo cuando necesitaba más a su padre era también cierto para ella y Jose. Cuanto él más se alejaba, más le decía que la odiaba, más necesitaba que ella estuviera para él.
Sí, Isabel comprendía las dificultades de crecer, recordaba muy bien lo duro que había sido tener quince y sentir que todo tu mundo se estaba volteando. Pero incluso aunque sabía que necesitaba alejarse un poco para permitir que encontrara su camino, eso no significaba que no pudiera estar allí para él si se caía.
Lo cual haría. Porque todos lo hacían.
Cada uno de ellos.
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