Isabel entró por su puerta delantera justo cuando los fuegos artificiales habían terminado. Ella dejó caer sus llaves en la mesa principal, no oyó nada de música golpeteando desde la habitación de su hijo y se preocupó por un segundo antes que se diera cuenta que él estaba probablemente aún en el centro divirtiéndose con sus amigos.
Subió a su habitación para irse a la cama, su corazón palpitando mientras se cepillaba los dientes, se lavaba la cara, se ponía el pijama. Durante toda la tarde en el restaurante, toda la noche mientras servía decenas de comidas, sólo había estado a medias allí. Había querido sacar las cartas unas cien veces. Pero tenía un restaurante que dirigir.
Yendo hacia el lugar en su armario donde había dejado caer su bolso, metió la mano y sacó el fajo de papeles. Todavía no podía creer que Andres las hubiese conservado a todas.
Eso significaba más para ella de lo que debería.
Especialmente dado que había quemado todas las de él.
Deslizándose por debajo de sus sábanas, encendió su lámpara de noche. Y mientras leía una carta tras otra, dos años de amor joven quemando las páginas, todo volvió a ella.
Navegar junto a él, volcar el barco a propósito para que pudiera tirar de ella contra él en el agua, besarla hasta que otro barco venía alrededor de la curva hacia donde estaban flotando y se veían obligados a alejarse el uno del otro y dirigirse a su embarcación.
Caminar por los bosques frondosos, sosteniendo su mano en la parte superior de la colina, todo el mundo a sus pies, amando cuando la apretaba contra el áspero tronco de un árbol temblando mientras sus dedos se movían debajo de su camisa, hacia su sujetador, llorando mientras sus grandes palmas la ahuecaban, la acariciaban.
Remar hacia la isla y yacer en sus brazos bajo la luna llena, escuchando el latido fuerte y constante de su corazón mientras estrellas fugaces caían del cielo.
Ella se acurrucó más profundamente bajo sus mantas mientras leía, deseando que estos dulces recuerdos fueran solo eso, temiendo el conocimiento de que no lo eran.
Porque simplemente conocía demasiado bien la carta que iba a encontrar en la parte inferior de la pila, lo que diría.
―Tú la deseas. Puedes tenerla. Para siempre.
La mañana llegó demasiado rápido e Isabel estaba tomando su primer sorbo de café para el día mientras se deslizaba sobre sus zuecos cuando vio la luz intermitente en su antiguo contestador automático. Estaba apoyada en la puerta delantera solo escuchando a medias, cuando por fin se dio cuenta de lo que Paula había dicho.
—Andres está viniendo, Isabel. Está tomando el vuelo nocturno esta noche. Pensé que te gustaría saberlo.
No. Dios no. El único truco era el que su corazón le estaba jugando. Ella deseaba tanto no perder su respiración, hacer que la sala dejara de girar, pero ya era demasiado tarde, y tuvo que poner una mano contra la puerta delantera para sostenerse a sí misma mientras su recuerdo más profundamente reprimido volvía a la vida en brillante tecnicolor.
*****
Durante los veranos en el lago era más fácil cuando él estaba allí, justo al lado y podían reunirse en la isla o junto al viejo carrusel tarde en la noche. Pero el resto del año, cuando estaban de vuelta en la ciudad, mientras ella iba a la escuela secundaria y él asistía a clases en la Universidad de Nueva York, era más difícil verlo sin conseguir charlas
interminables de sus padres.
Deseaba que sus padres entendieran sus sentimientos, deseaba que pudieran ver lo perfecto que era para ella. En su lugar, decían cosas como: ―Eres demasiado joven.
―Tienes toda la vida por delante. Y su favorito: ―El primer amor no dura para siempre, cariño. Como si lo que sentía por Andres fuera nada más que un enamoramiento infantil.
Afortunadamente, él se había asegurado que el pequeño apartamento que compartía con un par de amigos estuviera cerca de la casa de sus padres. Cada vez que sus padres estaban fuera, lo cual era a menudo, ya que ambos estaban muy involucrados en cosas de la música local, ella llenaría su cama con mantas para que pareciera un cuerpo antes de que irse por la escalera de incendios en la parte trasera, solo en caso de que llegaran a casa temprano y fueran a mirar.
Andres siempre estaba esperando allí por ella. Era un barrio seguro, solo madres con autitos y niños jugando a la pelota, hombres de negocios llegando tarde a casa del trabajo.
Habría estado bien caminando las cuatro cuadras hasta su apartamento, pero él decía que nunca se perdonaría si algo le pasaba. Si ella se lastimaba viniendo a él.
A veces irían a tomar un café y charlarían durante horas, o registrarían minuciosamente tiendas de libros usados que la gente había escrito sobre navegación, pero siempre terminarían de vuelta en su pequeño dormitorio, yaciendo juntos en su pequeña cama. La desnudaría hasta su sujetador y bragas y le diría cuánto la amaba. Cómo no podía esperar a que ella cumpliera dieciocho para que pudiera aceptar el anillo de compromiso que él le había dado, el que ella mantenía guardado en su cajón de los calcetines, y ponérselo en el dedo. Lo mucho que quería hacer el amor con ella, para hacer algo más que solo besarla y acariciarla. A veces, cuando las cosas se volvían demasiado intimas, cuando ella quería ir con él más de lo que quería respirar, apenas se separaban a tiempo. Se sentaban en lados opuestos de la cama, mirando los mapas náuticos clavados en su pared y planeaban su viaje alrededor del mundo hasta que recuperaban la respiración.
Pero a pesar de todas las reglas que rompía cada vez que se escapaba con él, Isabel había oído hablar de varias niñas en su escuela secundaria que habían tenido abortos, y nunca había querido estar en esa horrible posición.
Pero últimamente, cuando ella se apartaba, había visto algo en los ojos de Andres, una decreciente paciencia. No podía culparlo, no cuando eran los mismos ojos que la miraban fijo en el espejo cuando llegaba a casa desde su casa.
Doliendo.
Anhelando.
Unas mil veces, había imaginado lo que se sentiría. El largo y duro deslizamiento de él dentro de ella. Llenándola con su calor. Con todo lo que era.
La ponía caliente sólo pensar en ello. Pronto, ella decidió.
Antes de que los dos se volvieran locos.
Pero no quería apresurarse, tener que ponerse rápidamente su ropa después de eso para llegar a su casa. Deseaba quedarse dormida en sus brazos, pasar una noche entera con él, despertar con él por la mañana y ver la luz del sol jugar en su rostro. Así que cuando sus padres le dijeron que habían sido invitados a tocar en un concierto fuera de la ciudad, y querían que ella fuera, se inventó la excusa de demasiada tarea, que necesitaba tener lista para sus exámenes.
No podía esperar para decirle a Andres sus planes, para compartir la deliciosa anticipación con él. No habían planeado verse uno al otro esa noche, pero después de decirles a sus padres que iba a encontrarse con una amiga, ella se dirigió a su apartamento.
Tuvo que golpear con fuerza un par de veces para hacerse oír por encima de la música a todo volumen. Siempre había pensado que sus compañeros de cuarto eran un poco extraños, pero pasaba tan poco tiempo con ellos, que realmente no importaba.
James abrió la puerta, sus ojos inyectados en sangre, su aliento oliendo a vino barato.
—Hola, nena —le dijo, mirándola, como siempre lo hacía, ligeramente lascivo—. ¿Traes algunas de tus calientes amigas colegialas contigo?
—No —dijo ella secamente, mirando alrededor de la habitación por Andres. Pero él no estaba allí. Dirigiéndose a través de una nube de humo, más allá de una pareja besándose en el sofá raído, otra contra la encimera de la cocina, entró en el oscuro pasillo.
La puerta de Andres estaba cerrada y ella sonrió ante la idea de encontrarlo allí, inclinado sobre sus libros de ingeniería industrial mientras que la fiesta bramaba a un pasillo de distancia. Él le había dicho que era lo más cercano a obtener un grado en la construcción de barcos y cuando había observado a través de sus libros y vio todas las extrañas ecuaciones y gráficos, había estado muy impresionada.
Ella no llamó. ¿Por qué lo haría, cuando había pasado tantas horas en su dormitorio? Su corazón pateó de nuevo ante la idea de lo que estaba a punto de decirle mientras giraba el pomo y abría la puerta. Ella ya sabía cuál sería su reacción, que la tomaría en sus brazos y la besaría hasta dejarla sin aliento.
Pero a medida que la puerta se abría, en vez de encontrarlo en su escritorio, concentrándose en la tarea, vio a dos figuras moviéndose juntas en la penumbra. La sábana había caído y había tanta piel desnuda, más de lo que jamás había visto. Estaban mirando hacia atrás en la cama, como si hubieran tenido demasiado prisa para descubrir cuál era la forma correcta.
Su primer pensamiento fue que no podía ser él. Pero lo era, oh Dios, ¿cómo podía?, y lo único que podía pensar en torno a la desesperación y la traición que rápidamente estaba tomando cada célula de su cuerpo, era que se suponía que debía ser ella debajo de él, no una chica hermosa con bronceada piel, de pelo largo y oscuro retorciéndose en la cama, gritando su nombre.
Pero en última instancia, fue la expresión de la cara de él lo que sabía que nunca sacaría de su cabeza. El intenso placer de la liberación, de todos esos años reprimidos de frustración sexual finalmente siendo liberados.
Con otra chica.
*****
—Mamá, ¿qué estás haciendo?
Ella parpadeó con fuerza, tuvo que trabajar como el infierno para alejar la visión de Andres haciendo el amor con otra persona.
—Nada —finalmente logró decir—. Sólo estoy preparándome para ir a trabajar.
Él la miró como si estuviera loca.
—Lo que sea.
Viéndolo caminar a la cocina para buscar un tazón de cereal, volvió a pensar lo mucho que odiaba cómo las cosas habían estado tensas entre ellos desde aquella tarde en el restaurante cuando él la había volado.
Forzando una sonrisa, le preguntó:
— ¿Tienes algún plan divertido para hoy?
Él se encogió de hombros.
—Nop. Solo pasar el rato.
Por supuesto que él no quería hablar con ella. Ya nunca lo hacía. Se mordió la lengua, sabiendo que tratar de forzarlo sólo le haría callarse más.
Su hijo estaba creciendo. Y no había nada que pudiera hacer al respecto. Además, ¿no había querido que sus padres se quedaran con el programa cuando tenía su edad? Lo que, había descubierto a menudo en los últimos años como madre, tenía una inquietante tendencia a entrar en razón. La solución era fácil. Necesitaba relajarse. Retrocede un poco.
Sin embargo, no podía irse sin pasarse y darle un beso en la cabeza, aunque él se apartó a mitad del beso.
Agarrando sus llaves de la encimera, se dirigió al pueblo para abrir el restaurante, trabajar horas extras, la única forma, para empujar los recuerdos de Andres fuera de su cabeza.
Y convencerse de que no le iba a doler como el infierno verlo de nuevo.
*****
Y sin embargo, acababa de llegar al Aeropuerto Internacional de Albany, tomó un auto de alquiler y voló a través de las mismas carreteras fuera de pistas que había recorrido tantas veces con sus padres cuando era un niño.
Cuando niño, prácticamente había contenido su respiración hasta que su cabaña de madera entraba en la visión, saliendo a toda velocidad del auto en cuanto estacionaban.
Ahora, al igual que entonces, su corazón latía con fuerza cuando hizo el desvío fuera de la carretera de dos carriles, pero por razones completamente diferentes.
Ya no era un niño con toda su vida por delante. En cambio, era un hombre dirigiéndose hacia los cincuenta como una bala. Y todo lo que tenía para mostrar era un matrimonio fracasado, la jubilación forzosa de la firma de abogados a la que le había dado un centenar de horas a la semana, y un par de niños que apenas conocía.
Esa era la peor parte. No conocer a sus hijos, tener que escuchar de extraños lo heroicos que eran, que eran dos en un millón, lo mejor de lo mejor.
Ya debería saberlo, maldita sea, había hecho una promesa a Dios hace dos años cuando su hijo menor había acabado en la UCI, inconsciente y quemado, que si Pedro se ponía bien, si salía del hospital en una sola pieza, Andres haría cualquier cosa. Se convertiría en un mejor esposo. Pasaría menos tiempo en la oficina. Se acercaría a sus hijos.
Pero no había funcionado así en absoluto. Pedro era un superviviente de principio a fin, gracias a Dios, pero Elisa le había presentado los papeles de divorcio prácticamente el mismo día que Pedro dejó el hospital. Y a pesar de que se había acercado a Samuel y Pedro una y otra vez, ninguno de ellos había querido tener nada que ver con él. No hasta el año pasado, cuando Samuel se había enamorado de una bella personalidad de la televisión de San Francisco. De repente, las líneas se habían abierto. Andres sabía que tenía que dar las gracias a Diana por ello, que había alentado a Samuel a regresarle algunas llamadas, a aceptar un par de invitaciones a cenar.
Pedro, por otro lado, era un hueso mucho más duro de roer.
A través de Samuel, Andres se había enterado de lo mucho que se identificaban con sus trabajos. Ser un Hotshot no era sólo algo que pagaba las cuentas, era lo que eran, todo el camino hasta la médula. Razón por la cual Andres había ofrecido varias veces ayudar a Pedro con el proceso de apelación al Servicio Forestal, pero su hijo nunca le había hecho caso.
Y entonces ayer, Samuel le había contado a Andres la mala noticia. El Servicio Forestal pensaba que el accidente de Pedro era demasiado extremo. Él nunca combatiría el fuego de nuevo.
Andres recogió el teléfono y compró el primer boleto a Albany. Pedro lo necesitaba. Por una vez no le fallaría.
El auto se acercó a Poplar Cove entre las cabañas, el lago brilló tan azul que casi pensó que lo estaba imaginando.
Incluso con gafas de sol tenía que entrecerrar
los ojos. Treinta años había pasado en San Francisco, y ni una sola vez tomó un fin de semana largo para ir de excursión, para lanzar una caña de pescar en la parte trasera de su auto y encontrar un lago bien surtido.
Su pecho se apretó. Dios, cómo había extrañado este lugar.
Frenó el auto para poder mirar el agua, las montañas, los familiares campos viejos.
Por un momento, se olvidó de todo excepto su intenso placer por estar de vuelta en Blue Montain Lake.
Pero mientras estaba sentado en su auto en medio de la carretera, se le ocurrió, poderosamente, que a pesar de que había estado experimentando una gran sensación de déjà vu desde el aterrizaje en Albany, el quid de la cuestión era que nada era lo mismo de lo que había sido hace treinta años.
Claro, el viaje en auto era prácticamente el mismo. Los campos eran todavía como siempre lo fueron. El lago estaba lleno de barcos. Pero todos los sueños de Andres estaban enterrados tan profundos que ya no podía decir qué era lo que ese chico de diecinueve años de edad, que una vez había sido, realmente quería.
Todo lo que sabía era que no lo había conseguido.
Un auto tocó la bocina detrás suyo y él puso su pie en el pedal del acelerador, el aparcamiento de grava detrás de Poplar Cove llegando finalmente a la vista. Deteniéndose, vio un auto y una camioneta. Durante la breve conversación que había tenido con sus padres, le dijeron que estaban alquilando la cabaña a una mujer joven. Asumió que la camioneta pertenecía a Pedro quien, evidentemente, estaba trabajando en la cabaña para la boda de Samuel.
Saliendo del auto, tomó las escaleras hasta el porche y llamó a la puerta. Cuando miró dentro pudo ver a una mujer joven y bonita de pie delante de un caballete. Ella parecía estar bailando junto a algo, pero no podía escuchar ningún tipo de música.
—Disculpe —dijo, pero ella no se giró, parecía no haberlo escuchado—Disculpe —dijo de nuevo, esta vez más fuerte, y esta vez, ella se volvió justo cuando Pedro salió al porche.
—Papá —dijo, no precisamente luciendo complacido de verlo.
Sin embargo, Andres no pudo evitar sonreír. Ir desde donde su hijo había estado, tendido bajo una sábana blanca conectado a máquinas a este hombre fuerte y joven... era un milagro.
—Pedro, te ves muy bien —dijo, todavía de pie al otro lado de la puerta mosquitera.
La mujer pasó junto a Pedro y abrió la puerta.
—Hola, soy Paula. ¿Por qué no entras?
Él entró y le estrechó la mano extendida. Pensó en caminar hacia su hijo y abrazarlo, pero no lo había abrazado desde que Pedro era un niño pequeño. Andres rápidamente desechó la idea como una mala.
— ¿Cómo estuvo tu vuelo? —le preguntó Paula mientras el silencio se alargaba varios latidos.
—Bien —se aclaró la garganta—. Grandioso.
Ella lanzó una mirada a Pedro, e incluso desde esta distancia, Andres pudo sentir una fuerte conexión entre los dos.
—Debes estar agotado.
—No, estoy bien. Descansé de un par de horas en el avión.
El reloj de pulsera de Paula sonó y ella lo miró con evidente consternación.
—Lo siento, pero tengo que ir a trabajar —otra mirada rápida hacia su hijo—. Si quieres algo de comer, Pedro sabe donde está toda la comida. Estoy segura de que él podría calentar algo para ti.
Se dio la vuelta para dirigirse a la casa, rozándose contra Pedro mientras pasaba. Andres vio la reacción de su hijo, la forma en que sus dedos se extendieron para rozar los de ella.
Andres recordó cómo se sentía estar con una chica que podía noquearte con nada más que una mirada, con el suave toque de sus dedos sobre su piel. Había sido la mejor sensación del mundo.
— ¿Quieres una Coca Cola? —preguntó Pedro.
—Ya he tenido suficiente cafeína para que me dure la semana.
Pedro alzó las cejas.
—Está bien. Voy a conseguir una.
¿Ya se había enojado, por nada más que un refresco?
Debería haber tomado lo que fuera que su hijo le ofreciera.
Mientras Pedro se dirigía a la cocina, Andres miró alrededor de la vieja cabaña de madera. Lucía casi idéntica a la forma que tenía cuando era un niño. Algunos muebles nuevos, un tono más claro de verde en el porche, pero por lo demás era como si el tiempo se hubiera detenido.
Paula bajó las escaleras, entró en la cocina, le dijo algo a Pedro que no pudo entender. No queriendo ser Tom el mirón, retrocedió, pero no antes de que la alcanzara a ver ponerse de puntillas para besar a su hijo.
—Espero verte más tarde —le dijo a Andres mientras caminaba hacia la puerta mosquitera.
Pedro se sentó con su Coca Cola y Andres deseó tener algo que hacer con sus manos, incluso si solo era abrir la pestaña de la lata.
Había sido así el día que Pedro había nacido, sus manos temblando mientras él iba a recogerlo. Los recién nacidos lo asustaban. Eran tan pequeños, tan indefensos, y en cada momento dependían de ti. Y aunque Pedro era un par de centímetros más alto que él ahora, Andres se sintió tan incómodo, tan inseguro de sí mismo.
— ¿Cómo va el trabajo en la cabaña?
—El cableado era un desastre. Los troncos se están pudriendo. El techo cayéndose.
Andrea asintió con la cabeza, trató de pensar en qué decir a continuación.
— ¿Te quedas en el pueblo o...?
—Aquí. Me estoy quedando aquí.
—Eso es genial. Paula parece una hermosa chica.
Mierda, otra dura mirada de su hijo. Él era un abogado, debería saber cómo llevar una conversación en la dirección que él quería que fuera.
— ¿Te has encontrado con alguno de tus viejos amigos?
—Vamos a cortar el rollo. ¿Por qué estás aquí?
Andres se erizó ante el tono de su hijo, olvidándose de su intención de ser el tipo agradable.
—Poplar Cove no es tuya, es de tus abuelos. Lo que la hace mía también. Tengo todo el derecho de estar aquí.
—Te equivocas —Pedro se levantó, miró hacia abajo en él—. Esta es la casa de Paula ahora. Solo estás aquí porque ella te dejó entrar. Y eso es sólo porque ella no sabe absolutamente nada de ti.
Andres también se levantó, se enfrentó con su hijo. Él no era tan ancho por años de agotador trabajo físico, pero tenían la misma estructura básica. Aparte de los veinte años de diferencia entre ellos, estaban bastante igualados.
— ¿Qué tal si cortamos derecho, entonces?
Andres había pensado que tenía que andar con cuidado. Al diablo con eso. Si Pedro iba a venir hacia él a toda velocidad, iba a ver que su padre era lo suficientemente fuerte como para bloquearlo.
—Tu hermano me llamó. Me contó lo que pasó. Que el Servicio Forestal había rechazado tu apelación final. Es por eso que estoy aquí. Para cuidar de los míos.
—Estoy bien.
Por primera vez en mucho tiempo, Andres se vio a sí mismo en su accidentado hijo. Él había hecho esa misma cosa una vez, trabajó como el infierno para convencer a todos, pero sobre todo a sí mismo, que el abrupto cambio que su vida había tomado era lo que él quería.
—Toda mi vida he trabajado en hechos y datos por sí solos —le dijo a su hijo—. Estos son los hechos. Siempre has querido ser un bombero y nada más. Y ahora tu futuro ha sido jodido por un montón de trajeados.
Desde una perspectiva legal, Andres comprendía por qué el Servicio Forestal no podía arriesgarse a tener a un hombre herido en el campo que podía congelarse en un momento crucial.
—Eso es un golpe brutal, Pedro. Uno al que vas a tener que hacer frente tarde o temprano.
—Te lo dije. Estoy bien.
—No acabo de volar aquí en un vuelo nocturno de mala muerte para escucharte decir esa basura de negación.
La boca de Pedro giró a un lado.
—Ahora ese es un sufrimiento real. Un vuelo nocturno.
Un sonido de frustración se propagó de la garganta de Andres, dos años de invitaciones rechazadas para conectarse con su hijo todos viniendo a él a la vez.
—Tus tests de coeficiente intelectual estaban por las nubes. Podrías haber sido cualquier cosa que quisieras. Sólo tienes treinta. No es demasiado tarde para volver a la escuela, convertirte en un médico o un profesor. Demonios, he oído que has sido un infierno de maestro para los novatos Hotshots estos dos últimos años.
—Piensa cuánto más fácil habría sido decirme eso por teléfono en vez de venir hasta aquí.
—Maldita sea, Pedro, soy tu padre. Hice a un lado todo lo demás en mi vida para venir aquí. Para ayudarte.
—Tonterías. Nunca quisiste que Samuel y yo fuéramos bomberos, no te cansabas de decir que era un trabajo sin futuro. Debes sentirte muy complacido de tener finalmente la razón.
Andres tenía que tomar un descanso, reevaluar, acercarse a Pedro desde un ángulo diferente, pero antes de que pudiera hacer nada de eso, Pedro estaba diciendo:
— ¿Engañaste a mamá?
¿Qué demonios?
— ¿Engañar a tu madre? ¿De qué estás hablando? Yo podría haber hecho un montón de cosas, pero nunca hice eso.
—Yo ya sé de Isabel.
Andrew abrió la boca, la cerró con tanta fuerza que sus dientes resonaron juntos. Ahora tenía sentido por qué Pedro había estado tan enfadado desde el momento en que había puesto un pie en el porche.
Con los dientes apretados, él dijo:
—Conocí a Isabel antes...
Todo estaba tan entrelazado. Andres estuvo tentado a mentir, pero algo le decía que sólo volvería a morderle en el culo más duro.
—Salimos antes de conocer a tu madre —y él desesperadamente había querido a Isabel de vuelta después. A pesar de que había sido imposible.
— ¿Fue Isabel la razón por la que no pudiste hacer que tu matrimonio funcionara?
—Sí —él negó con la cabeza—. No. Todo fue hace tanto tiempo. Lo intentamos, Pedro. Te lo juro. Tu madre y yo tratamos de hacer que funcionara.
—Ella trató —Pedro se puso de pie—. Tú no lo hiciste.
La aflicción se estrelló contra Andres mientras su hijo se alejaba, el botón de rebobinado en su cabeza llevándolo a través de los últimos minutos, resaltando todos los aspectos que había jugado mal.
Algo le decía que si dejaba ir a su hijo ahora, habrían acabado. Completamente. Lo que significaba que tendría que jugar su última carta. El amor de Pedro por su hermano.
—Por favor, Pedro —dijo, extendiendo la mano para agarrar el brazo lleno de cicatrices de su hijo—. Entiendo que no soy tu persona favorita en el mundo, que te gustaría echarme en el siguiente avión de regreso a San Francisco. Pero Samuel y Diana me pidieron que si puedo llevarla hasta el altar y quiero ser parte de la boda de Samuel, hacer lo que pueda para ayudarlos a prepararse para ello.
Se tragó todo lo demás. Quiero ser parte de tu vida. Llegar a conocer finalmente al hombre en que te has convertido. Tal vez estar para ti un día en tu boda. Pedro no quería oír nada de eso.
El silencio se prolongó lo suficiente para que Andres sintiera riachuelos de sudor empezar a correr por su pecho. Y luego, finalmente, Pedro se encogió de hombros.
—Haz lo que quieras. No supone ninguna diferencia para mí —Pedro agarró sus zapatillas de correr del porche—. Voy a salir a correr.
Andres se quedó de pie solo en el porche de la cabaña, viendo a su hijo correr por la arena, desesperado por alejarse de él.
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