miércoles, 21 de octubre de 2015
CAPITULO 5 (tercera parte)
El tráfico era una locura en la calle principal y Pedro tuvo que aparcar en el otro extremo de la calle de la Posada Blue Mountain Lake. La calle principal tenía sólo una manzana, pero a pesar de que no había estado en el lago en más de una década, se sentía como retroceder en el tiempo.
Algunas de las tiendas eran más nuevas, más brillantes de lo que recordaba, y no había habido aceras pavimentadas cuando era un niño, pero las enormes cestas de flores aún colgaban de las farolas de época y la ferretería y la tienda de suministros estaban exactamente donde siempre habían estado.
Capturó un vistazo de sí mismo en el escaparate de una tienda de lanas. Jesús, parecía que estaba refugiándose de una tormenta, encorvado y tenso. El vuelo de las cinco a.m. a través del país le estaba pasando factura. Pedro estaba acostumbrado al constante traqueteo, no a estar en un agobiante y pequeño asiento durante tantas horas. Una dura y larga carrera ayudaría a quemar algo de las exasperaciones del día. Pero primero tenía que conseguir una habitación en la posada.
Sólo por esta noche. Para mañana él se aseguraría de encontrar una manera para volver a su propia maldita cabaña frente al lago.
Caminando por el frente de la posada, recordó las noches de palomitas y piano en el gran salón con una chimenea lo suficientemente grande como para que una media docena de ellos pudieran estar de pie en su interior. Mirándola ahora, casi no podía creer que era el mismo lugar. Lucía ventanas aislantes, una nueva ala en la parte posterior, y amplias zonas verdes.
Abrió la puerta y se sorprendió al ver a su viejo amigo Stu Murphy de pie detrás del mostrador de recepción. Ambos habían sido grandes fans de los cómics de superhéroes y habían pasado interminables horas en el desván de Poplar Cove leyendo con una linterna.
Pero Pedro no estaba de humor para rememorar nada.
Tendría que habérselo pensado mejor antes de venir al pueblo, a la posada, donde se encontraría a toda esa gente que lo conocía desde niño. En un pueblo pequeño donde todo el mundo sabía todo acerca de todos, querrían saber sobre sus cicatrices. Sobre lo que estaba haciendo aquí.
—Pedro Alfonso. ¿Cuánto tiempo ha pasado? —dijo Stu—. Me alegro de verte de nuevo en las montañas de Adirondack.
Pedro intentó disimular su mal humor mientras estrechaba la mano de su amigo.
— ¿Ahora trabajas aquí?
—En verdad, soy el propietario. Sean y yo compramos la posada hace un par de años atrás —Stu le dio una segunda mirada a las cicatrices de Pedro y palideció—. Escuché que eras bombero en el oeste
—Síp. Samuel y yo somos Hotshots en Lake Tahoe.
—Parece genial —dijo Stu relajadamente, su alivio por no hablar del tema era palpable. Justo como Pedro había sabido que sería.
El día que salió del hospital, mientras se ponía la ropa de calle, Pedro había tomado la decisión de que no iba a ocultar sus cicatrices a nadie, incluso si la mayoría de la gente probablemente deseara que lo hiciera. Siempre había estado más cómodo con camisetas. Era caluroso, incluso en climas fríos, siempre lo había sido.
Sus quemaduras no eran una especie de cicatrices de guerra para llevar con orgullo, pero tampoco se avergonzaba de lo que había pasado. Los bomberos a menudo se quemaban. Ese era el riesgo del trabajo. Pero, también lo era, la descarga de adrenalina, razón por la cual estaban allí afuera. Porque no había nada mejor que poner de rodillas a un puto incendio, nada más satisfactorio que saber que había salvado otro bosque, otra casa, otra vida.
Sin embargo, no se había dado cuenta de lo incómoda que la mayoría de la gente estaría con sus cicatrices. Incluso los que había creído que eran sus amigos.
Paula era una de las pocas personas con la que alguna vez se había encontrado, que no había fingido no darse cuenta.
En cambio, había soltado lo primero que le vino a la cabeza.
Su reacción casi se sentía como un cambio bienvenido.
—Así que, ¿qué estás haciendo aquí? —preguntó Stu.
—Samuel se va a casar aquí a finales de este mes. Estaba planeando pasar las próximas semanas arreglando Poplar Cove.
Una vez que consiguiera que Paula le diera acceso a su propia casa, claro.
—También me voy a casar —Stu se apartó del mostrador y metió la cabeza en la oficina que había detrás de la recepción—. Rebecca, ¿tienes un minuto? Hay
un viejo amigo que me gustaría que conocieras.
Una guapa morena salió y le estrechó la mano.
—Hola —dijo, mientras Stu hacía las presentaciones—. Siempre es agradable conocer a otro de los amigos de Stu. Estoy segura de que crearon un montón de problemas cuando eran niños.
En ese momento sonó el móvil de Stu.
—Dispara. Es la novia de nuevo. Juro que es la última boda que vamos a tener aquí. Nunca más.
La prometida de Stu bajó la voz, sonriendo mientras él se alejaba.
—Por lo menos ahora sé exactamente el tipo de novia que no quiero ser —inclinó la cabeza hacia un lado—. ¿Has venido solo para ver a Stu, o necesitas algo más?
—Necesito una habitación. Sólo por esta noche.
Su rostro cayó.
—Oh, lo siento mucho, Pedro. Me gustaría que tuviésemos una, pero esta boda nos tiene completos. Tenemos ocupadas todas las habitaciones individuales. Incluso esas que no solemos alquilar. Hay personas prácticamente instaladas en los armarios de suministros. Y todos los B&B locales también están reservados por los próximos días. Pero puedo hacer un par de llamadas a algunos de los pueblos cercanos, si tienes un momento.
No pasó mucho tiempo para que le confirmara que la habitación más cercana estaba a una hora de distancia en un motel en Piseco Lake, en el extremo sur de las montañas de Adirondack.
—No te preocupes —dijo— ya se me ocurrirá algo.
Maldita sea, debería estar durmiendo en Poplar Cove. Sólo podía imaginarse la cara de Paula si lo encontraba en su porche, con los pies en alto y una cerveza, cuando saliera del trabajo, cómo se agrandarían sus ojos, la forma en que sus mejillas enrojecerían por la indignación.
¿En qué estaba pensando? La acababa de conocer. No sabía nada sobre ella. Y aparte de conseguir que estuviera de acuerdo en dejarle arreglar la cabaña, no tenía ningún plan. No era más que una mujer cualquiera, que resultó estar viviendo en la casa del lago de su familia.
El hecho era que había algo intrigante en ella; no había esperado que una mujer tan suave y con aspecto de artista tuviera tal temple, pero eso era irrelevante.
La novia de Stu, evidentemente, no podía soportar la idea de no tuviera un lugar para pasar la noche.
—Estoy segura de que Stu no querrá que hagas todo el camino hasta Piseco. Si no te importa dormir en su sofá, podrías quedarte con él hasta que una habitación quede libre, cuando esta boda haya terminado.
Reconocía una buena oferta cuando la oía y después de que lo llevara escaleras arriba y le mostrara la habitación de Stu y su sofá, se puso rápidamente su ropa de deporte. Cinco minutos más tarde estaba corriendo lejos de la calle principal.
Debería haber sabido que este viaje se convertiría en un completo montón de mierda. Durante veintiocho años, todo lo que había querido lo había conseguido. El trabajo perfecto. Mujeres hermosas. La vida había sido fácil.
Divertida. Estimulante.
Dos años después de su accidente, todo debería estar de nuevo en marcha. No enredándose más cada día. Cuantas veces en Lake Tahoe había querido meterse en su auto y sólo conducir. A cualquier lugar. Sólo escapar. Para sacarlo de su cabeza. Dejar atrás lo que había ocurrido en la montaña. Especialmente en esas noches en las que el sueño no llegaba, cuando lo único que podía hacer era
reproducir esos sesenta segundos en el desierto de Desolation cuando todo había cambiado.
Pero esa era la salida del cobarde. Así que, se había mantenido firme. Esperando que el Servicio Forestal hiciera lo correcto y lo enviara de nuevo con su equipo. Esperó hasta esta mañana, cuando se había embarcado en el avión.
¿Era mucho pedir un poco de paz y tranquilidad?
¿Conseguir un poco de espacio para aclarar sus ideas y empujar su cuerpo hasta que finalmente se diera por vencido e hiciera lo que debía hacer? ¿Era demasiado querer ayudar a su hermano con su boda y traer de nuevo la cabaña de sus bisabuelos a su antigua gloria?
Sus pulmones estaban ardiendo, pero era una buena clase de ardor, el tipo de dolor que le recordaba la suerte que tenía de estar vivo. Correr de esta manera era lo que lo había sacado de ese sendero en Lake Tahoe con nada más que las manos, brazos, y algunas desagradables cicatrices en sus hombros y cuello.
Y por eso estaba corriendo más allá del dolor, corriendo hasta que estuviese demasiado cansado como para notarlo.
Dos horas más tarde, cojeó escaleras arriba en un estado cercano a la extenuación que había estado deseando y encontró un mensaje en la nevera de Stu diciéndole que agarrara lo que quisiera. Se tomó una cerveza antes de ducharse y ya estaba a mitad de la segunda mientras se encaminaba hacia el final del largo muelle de la posada.
Buscando un lugar con cobertura para su móvil.
Paula había tenido razón en una cosa. Hacía mucho tiempo que no se ponía en contacto con sus abuelos.
De pie en el borde del muelle, en la penumbra de la tarde, vio un pequeño barco de vela a la deriva. Sólo había pasado un par de horas corriendo entre cedros y álamos, pero realmente no había prestado atención a su entorno, todavía.
Toda su vida había sido dinámico, una persona de acción.
Pero a veces cuando era niño, tarde por las noches, después que las fogatas de los campamentos
se apagaran y la luna estuviera alta en el cielo, había aprendido a quedarse quieto. Sentarse en silencio y escuchar el grito de los patos. Ver el agua moverse suavemente hacia la orilla.
Justo ahora, en este momento de perfecto silencio en el lago, debería sentir lo mismo en el centro de su pecho.
Pero no lo hacía. No podía.
Sacando el teléfono de su bolsillo, llamó a sus abuelos en Florida.
—Residencia Alfonso.
—Soy Pedro.
— ¿Quién? Solía tener un nieto con ese nombre. Pero no he sabido nada de él en tanto tiempo que lo he olvidado por completo.
No estaba de humor para darle a su abuela la disculpa que estaba pidiendo. No después de que hubiera alquilado Poplar Cove a sus espaldas.
—Estoy en el lago. En la posada. Dónde voy a dormir en el sofá de Stu Murphy.
—Terminemos con eso, Pedro. Tú y tu hermano no han utilizado la cabaña desde que eran niños. Y, ¿esa es forma de hablarle a tu abuela?
Debería haber sabido que no lo iba a dejar salirse con la suya siendo un imbécil. Infiernos, había controlado a dos alocados y activos niños todos los veranos durante dieciocho años. Una pequeña mujer, que era engañosamente dura. Le traía sin cuidado si tenía tres o treinta años. Ella no iba a aguantar sus tonterías.
—La joven a la que le alquilamos venía altamente recomendada por la chica Miller. Ya sabes, ¿la que gestiona todas las casas de veraneo? En cualquier caso, ha sido una bendición saber que alguien está ahí para asegurarse de que la casa no se venga abajo.
Su reprimenda era fuerte y clara. Dado que sus abuelos vivían ahora a tiempo completo en Florida y habían dejado de hacer el viaje de ida y vuelta a las montañas de Adirondack cada seis meses, tenía sentido alquilar el lugar.
No porque sus abuelos necesitaran el dinero, sino porque la cabaña de madera no había sido construida para permanecer vacía durante años y años.
Poplar Cove era el tipo de lugar por el que los niños deberían estar correteando, mojando el porche con sus bañadores húmedos, dejando un rastro de arena desde las escaleras a los dormitorios. Y, desde un punto de vista más práctico, ciertamente no hacía daño tener a alguien en casa que pudiera avisar a los propietarios si algo se había roto y necesitaba ser reparado.
— ¿Has conocido a nuestra inquilina? —preguntó—. ¿Es bonita?
—Sí, la he conocido —dijo, sin molestarse en responder la segunda pregunta. Su abuela tendría demasiada satisfacción al saber lo bonita que era Paula.
— ¿Qué piensa de ti?
—Poca cosa. Me dijo que saliera de su porche.
—Bien por ella. Suena como una chica con la cabeza sobre los hombros.
—El lugar necesita reparaciones, abuela. Muchas reparaciones. Puedo decirte, que me llevará la mayor parte del mes que viene tenerlo todo arreglado.
Su abuela hizo un sonido de irritación.
—Este es el acuerdo, chico. La Srta. Chaves tiene un contrato de arrendamiento con nosotros hasta el Día del Trabajo y pretendo cumplirlo.
Hizo rodar el apellido de la mujer alrededor de su lengua.
Chaves. Sonaba sofisticado. Elegante. Incluso un poco snob.
Era curioso cómo ninguna de esas etiquetas parecía encajar con la escasamente vestida y desafinada cantante con pinceles y rizos salvajes.
—Si realmente crees que necesitas ir allí a arreglar algo —continuó—: ponte de acuerdo con ella. Y para tu información, si esta llamada es parte de tu estrategia, te recomendaría que usaras algo del encanto por el que solías ser famoso —de fondo podía oír a su abuelo hablando—. Es la hora del aperitivo, cariño, tengo que irme. ¡Te quiero!
Pedro colgó el teléfono, mirando hacia la puesta del sol sobre el lago mientras reflexionaba sobre la inesperada complicación en sus planes para el verano.
Su abuela tenía razón. Su mejor apuesta para conseguir que Paula le diera lo que quería sería desenterrar de los escombros el viejo encanto Pedro. Pero hacía mucho tiempo desde que había estado con una mujer, desde los días cuando todo lo que tenía que hacer era sonreír y caían en sus brazos.
Esa primera vez que había ido de nuevo a uno de los lugares que frecuentaban las fans de los bomberos, después que sus injertos se habían curado, apenas había estado en el bar diez minutos cuando se dio cuenta que ya no pertenecía allí. No porque las mujeres pareciesen rechazarlo, a pesar de que sabía que eso sucedería si se acercaban demasiado y cometían el error de pasar sus dedos por sus cicatrices.
No pertenecía a ese lugar, porque ya no combatía contra el fuego. Y no pertenecería a ese mundo de nuevo hasta que convenciera al Servicio Forestal de que lo enviara de regreso con su equipo.
El sol seguía descendiendo, las nubes volviéndose de un brillante color rojo anaranjado que le recordaban tan bien a su infancia. Pero entonces, de repente, las nubes desparecieron.
Eran llamas rojo—anaranjadas.
Estaba de vuelta en California, en la montaña, en el calor mortal, corriendo, corriendo y corriendo, pero no llegaba a ninguna parte. No se alejaba.
Dios, nunca había sentido un calor como ese. Nunca había corrido tan rápido. Sus pulmones se estaban llenando de humo y se estaba ahogando, jadeando, sus pulmones estaban dejando de funcionar mientras trataba de respirar el oxígeno que no había.
Eso era todo.
Finalmente había encontrado el fuego del que no podía escapar.
Prácticamente podía oír a las llamas riéndose mientras lo derribaban, tirando de él, arrastrándolo hacia atrás, arrastrándolo hacía bajo, llevándolo directamente al infierno.
Oh mierda, sus manos se estaban derritiendo. El dolor tomó el control mientras cada maldita célula se desintegraba y lo único que podía pensar era mierda. Mierda. Mierda.
La muerte sería una dulce liberación de esta tortura, pero no la deseaba, estaba luchando con todas sus fuerzas.
Aún no estaba vencido, ¡maldita sea!
Y entonces, se dio cuenta que ya no podía sentir sus manos, no podía aferrarse a su Pulaski. Se le cayó de las manos, con un fuerte golpe...
Pedro de repente se encontró de pie en el muelle. La botella de cerveza vacía yacía sobre el muelle entre sus pies. La brisa se había levantado, enfriando el sudor que cubría su rostro.
¿Qué había sucedido exactamente? En un momento estaba mirando el lago y al siguiente...
Jodido trastorno de estrés postraumático. Los episodios habían comenzado de inmediato, no antes que el dolor de sus injertos de piel se hubiera vuelto insoportable. Con su primera petición de reingreso denegada por el Servicio Forestal, se habían vuelto peores. Con cada apelación que había sido denegada, sus episodios se habían vuelto mayores, más intensos.
Y había tenido que luchar más y más fuerte para negar su existencia.
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