martes, 27 de octubre de 2015
CAPITULO 22 (tercera parte)
Pedro estaba irritado. No con Paula por sus habituales rondas de interminables preguntas. Sino con él mismo.
Así que su padre había recibido cartas de una chica.
¿Entonces qué? Claro, Pedro era protector de su madre, pero había tomado el control de su propia vida un par de años atrás cuando le había pedido el divorcio. Estaba saliendo con un buen tipo que quería que se mudara con él a Florida. Estaba bien.
Pero lo enfadaba, leer las acarameladas palabras que Isabel había escrito. No podía imaginar que alguien se sintiera así por Andres. Francamente, no conocía lo suficientemente bien a su padre como para ver quién podría haber sido cuando tenía diecinueve años.
Sabiendo que era tiempo de cambiar de tema, hizo un gesto hacia la cómoda.
—Estoy impresionado de que lijaras casi todos los cajones. Eso es un gran trabajo.
Sus ojos sostuvieron los suyos y casi pudo verla sopesando los pros y los contras de mantenerse tras él sobre lo de su padre o dar marcha atrás.
Finalmente, estiró los brazos, inclinó su cabeza de un lado a otro, y era una locura, pero estuvo casi decepcionado por su elección de dejarlo ir.
Se había acostumbrado a tenerla hurgando alrededor, cuestionándolo a cada paso.
—Estoy cansada. Pero un buen tipo de cansancio. Pero tienes razón, probablemente debería volver a trabajar en el caballete. Mi primera muestra de arte será pronto. Justo antes de la boda de tu hermano. Voy a tener que empezar a pintar todo el día si no termino un par de grandes esta semana.
Salieron del taller y regresaron a través del bosque, cada paso que daba al lado de Paula le confirmaba que debía mantener su distancia. Permanecer fuera de sus asuntos.
Sólo que no podía evitar querer saber más sobre lo que la hacía marchar. Aún estaba conmocionado por la forma en que se había insinuado sobre su deseo por él. Pero era más que eso, más que la forma en que sus cuerpos inevitablemente respondían el uno al otro.
De alguna manera, parecía saber cuándo estaba mintiendo, no sólo a ella, sino a sí mismo también.
— ¿Siempre quisiste pintar?
—Siempre.
—Pero no lo hiciste, ¿no hasta que te mudaste aquí?
—No. En realidad, no.
— ¿Por qué no?
—No lo sé.
No dejaría que él le mintiera. Él no permitiría eso tampoco.
—Sí lo sabes.
Se detuvo junto al tronco de un árbol, envolvió sus brazos alrededor, apoyándose en este.
—Tenía miedo de no ser lo suficientemente buena. Pensé que todo el mundo sabía más que yo. Pensé que necesitaba escuchar sus consejos, que tenía que creer en ellos cuando me decían que estaba haciéndolo todo mal. Les dejé moldearme, incluso cuando las voces en la parte de atrás de mi cabeza estaban gritándome que no lo hiciera. Al final, no tomé mis pinceles durante tres años.
—Eso es mucho tiempo para estar lejos de algo que amas —lo sabía de primera mano.
—No fue hasta que llegué aquí el pasado octubre, cuando desempaqué mi caballete y lo puse en el porche de tus abuelos, que me di cuenta que lo había tenido en mí todo el tiempo.
Las palabras de Paula se atrincheraron detrás de su plexo solar. Era justo lo que el Servicio Forestal le había estado diciendo durante tanto tiempo. Que ya no era lo suficientemente bueno. Que necesitaba escuchar sus consejos y entrenar para alguna otra cosa.
—Paula —dijo, incapaz de evitar el cerrar la brecha entre ellos a pesar de sus mejores intenciones—. Yo…
El resto de su oración fue interrumpida por una fuerte explosión desde la playa.
—Alguien debe estar encendiendo fuegos artificiales frente a la cabaña.
Corrió a través del resto de los árboles y encontró a los chicos justo a la derecha de la playa de Poplar Cove.
En la propiedad de Isabel. La mujer que había sido la novia de su padre.
—Esos fuegos artificiales son ilegales.
Los dos adolescentes apenas si lo miraron.
—Amigo, es Cuatro de julio. Estamos teniendo un poco de diversión —la chica, sin embargo, pareció un poco preocupada.
Extendió una mano.
—Dame el resto. Me desharé de ellos por ustedes.
Pero en lugar de dárselos, el chico de cabello oscuro sacó un encendedor y empezó a prender uno.
Pedro tomó la parte posterior del cuello del chico en un
apretón de muerte, tan rápido, que el chico dejó caer los fuegos artificiales casi encendidos en la arena.
— ¿Alguien alguna vez te dijo por qué son ilegales?
El chico se encogió de hombros, tratando de actuar valiente.
—Déjame ir.
—Este —dijo Pedro, sin dejar ir al chico mientras recogía los restos carbonizados de uno de los fuegos artificiales— por lo general arranca un dedo o dos —recogió otra envoltura—. Pero este —silbó bajo—Éste es una belleza real. Tiene tendencia a estallar abriéndose desde la parte posterior, explotándote en la cara. Normalmente te ciega, aunque a veces, después de bastantes cirugías, si tienes suerte, no quedarás totalmente ciego.
—Mierda, hombre —dijo el asustado chico a su amigo— dijiste que eran seguros.
Decidiendo que había hecho todo lo posible para asustarlos, Pedro dejó que el chico más audaz se retorciera lejos.
—Este viejo amigo está tratando de asustarnos. Probablemente está inventando estas cosas.
Pedro se encogió de hombros y dijo:
—Todo depende de si quieres descubrirlo por ti mismo —pero los chicos ya estaban corriendo hacia la playa, dejando atrás los fuegos artificiales.
Recogió las envolturas, se dio la vuelta y se estrelló contra Paula. Tuvo que dejar caer los fuegos artificiales para tomar sus costillas y evitar que se cayera. Se quedaron así parados durante varios segundos, ambos respirando con dificultad.
Lucía furiosa como el infierno.
—Asustaste a Jose y a sus amigos casi hasta la muerte, Pedro.
—Bien.
—Son sólo chicos.
—No quiere decir que puedan salirse con la suya actuando como estúpidos.
— ¡Eso es lo que hacen los chicos, Pedro! Cometen errores y aprenden de ellos.
—Puesto que ya lo sabes todo, ¿por qué no me dices qué pasa si el error es demasiado grande? ¿Si uno de esos fuegos artificiales se lleva algo de ellos, algo que nunca pensaron perder? ¿Qué, entonces?
Las manos de ella se movieron a su rostro, manteniéndolo inmóvil, calmándolo como haría con un animal salvaje.
—Sé lo mucho que debe haber dolido. Qué tan mal te duele todavía. Pero va a estar bien, Pedro. Un día no muy lejano. Tendrá que estarlo.
El violento auge de trueno en el cielo oscuro por encima de ellos fue su única advertencia antes que la lluvia comenzara a caer.
—Por lo menos ahora no tendrás que preocuparte por los fuegos artificiales.
—No de ese tipo, de todos modos —dijo, luego inclinó la cabeza hacia la de ella.
Sus labios eran suaves, tan malditamente suaves que quiso devorarla, empezando por su boca y siguiendo hasta sus pechos, pero aun así, estaba trabajando como loco para controlarse a sí mismo, para detenerse antes de que las cosas se pusieran realmente fuera de control. Y entonces, su lengua se movió contra la suya, y se perdió.
Chispas de calor trabajaron a través de él mientras ella enredaba sus dedos en su pelo y tiraba de su cabeza hacia abajo más cerca para besarlo, su lengua moviéndose al ritmo de la suya, sus senos apretados contra su pecho.
Gimió suavemente contra su boca y lo único que pudo pensar era que se sentía tan bien en sus manos, de la manera en que una mujer debía sentirse, suave calidez en lugar de afilados huesos y ángulos duros.
Mientras sus manos se movían sobre sus caderas, hacia su cintura, habrías pensado que cuatro días habían sido cuatro años, la deseaba tanto. Jadeó cuando sus dedos encontraron la piel desnuda en la base de su camiseta y él quería olvidar su promesa de quedarse lejos de ella, quería olvidar todo menos el placer.
Pero incluso mientras su extrema pasión amenazaba con hacerse cargo de todo lo demás, sabía que tenía que darle una última oportunidad de alejarse.
—No deberíamos hacer esto. No tengo nada que darte, Paula. Nada en absoluto.
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