martes, 27 de octubre de 2015
CAPITULO 23 (tercera parte)
Paula no podía respirar. Pedro parecía conocer su cuerpo mejor que ella. Sabía exactamente dónde quería ser acariciada, dónde quería ser besada.
Cuatro días de anhelo contenido desbordaron en su interior mientras aspiraba su olor terroso por la madera con la que había estado trabajando, tan limpio y frío como la lluvia contra su piel caliente.
En algún lugar a través de la niebla lo había oído decir que deberían detenerse, que no podía hacerle ninguna promesa.
Pero no le creyó. No en lo profundo de su corazón.
La necesitaba. La necesitaba para envolver sus brazos alrededor de él y mostrarle que a alguien le importaba. No podía huir, no podía darle la espalda.
—Llévame de vuelta a tu habitación. A tu cama.
Pero en vez de hacer lo que le había pedido, simplemente rozó la yema de su pulgar contra su labio inferior. Se dio cuenta de que sus manos estaban temblando, mi Dios, ¿alguien alguna vez la había deseado tanto? y ella le dio un beso en la piel con cicatrices que cubría la punta, su lengua arremolinándose mientras lo succionaba entre sus labios.
—Te prometí que no haría esto —dijo, con voz ronca.
Áspera por el deseo.
—No quiero tu noble promesa, Pedro. Quiero esto. Te deseo a ti. Nunca me he sentido así con nadie más. Quiero explorarlo. Por favor, sólo por una noche, no seas el héroe.
Gimió, y dijo:
—Sólo tú me pedirías hacer eso —y entonces la estaba besando de nuevo. Entrelazó sus dedos con los de él para arrastrarlo a través de la lluvia torrencial, por las escaleras.
En el porche, la levantó, cargándola a través de la sala de estar, por las escaleras y pateó la puerta de su habitación abriéndola. La dejó en el suelo, asegurándose de que hubiera un deslizamiento lento de su cuerpo contra el suyo.
Tomó el dobladillo de su camiseta y con esmerada lentitud levantó el delgado y húmedo algodón por encima de su estómago, luego por su caja torácica, y finalmente, sobre sus pechos.
Sus pantalones salieron a continuación, con la misma lentitud, y ella disfrutó cada sensación única.
La rugosidad de la tela contra su piel sensible.
La suavidad de sus manos.
El calor de su cuerpo, que le quemaba de la manera más deliciosa.
Y entonces estaba de pie frente a él en nada más que su sujetador y bragas, e incluso aunque había estado prácticamente desnuda esa primera noche, esto se sentía diferente. Más real, de alguna manera. Lo suficientemente real como para que todas las inseguridades que habían estado persiguiéndola durante treinta y tres años decidieran tomar ese momento para correr en el dormitorio y volar a su alrededor, susurrando cosas crueles sobre sus arrugas y celulitis.
Pensó que había corrido más rápido que su pasado, dejando atrás los años de odio hacia sí misma.
Se sorprendió al darse cuenta de que se había equivocado.
Quería alejarse, esconderse detrás una manta gruesa, pero entonces él dijo:
—Dios, eres hermosa —y la reverencia en sus palabras funcionó como magia para despojarla de sus miedos, la convicción en la voz de Pedro hizo que Paula creyera, por primera vez en su vida, que realmente era hermosa.
Acarició con sus pulgares a través de la curva superior de sus pechos, donde se hinchaban sobre las copas de su sujetador.
—Eres tan suave —el placer onduló a través suyo ante su toque suave, Paula cerró los ojos y se arqueó hacia atrás ligeramente, sus manos buscando sus caderas para poder sostenerse a sí misma en un terreno cada vez más inestable. Él deslizó fuera una correa y luego la otra. Sin nada que sostuviera el encaje, sus pezones saltaron sobre el borde, hacia sus manos en espera.
—Tan perfecta.
Sus pulgares rodearon sus tensas protuberancias, tensándose aún más ante su caricia burlona. Todo su ser se centró en dos centímetros cuadrados de piel. Nunca había sentido un placer tan exquisito, nunca había sabido que sus senos podían estar tan increíblemente sensibles. La erección de Pedro se apretó dura contra su vientre y sintió un calor responder entre sus piernas.
—Durante cuatro días te he saboreado en mi lengua. Y quise más. Mucho más.
Un estremecimiento la atravesó en el mismo momento en que su boca descendió sobre sus pezones. Ahuecando sus pechos, los juntó para poder moverse fácilmente de uno a otro, lamiéndolos con movimientos largos y suaves de su lengua.
—Pedro —gimió mientras se arqueaba aún más cerca de su increíble boca.
Al oír su nombre, tomó uno de sus pezones entre los labios y lo succionó en su boca, sus dientes tanteando suavemente la sensible carne. Una mano todavía ahuecando sus pechos, la otra se movió hacia su trasero, extendiéndose sobre una de sus nalgas y arrastrándola con más fuerza contra su eje mientras deslizaba un muslo entre los suyos.
Cuando movió su atención al otro pezón, su excitación se hizo tan intensa que no pudo evitar moverse a sí misma en contra de la dura columna de su pierna. La alentó con su brazo, ayudándola a moverse a un ritmo perfecto con su lengua y labios en sus pechos. Y luego, sus dedos estaban sobre su vientre, moviéndose rápidamente hacia su humedad.
Y entonces, dulce Señor, sus dedos encontraron su clítoris.
Abrió sus piernas para él mientras se mecía contra sus dedos, queriendo desesperadamente que siguiera tocándola, justo así, allí mismo, en donde se sentía tan bien. Estaba tan cerca, justo a punto de romperse en pequeños millones de piezas, cuando él apartó la mano y dio un paso hacia atrás.
Lejos de ella.
La pérdida de su calor, de su toque, la hacían sentir como si embistiera directamente contra un iceberg.
Pero entonces, la golpeó lo que debió haber sucedido. Se estiró hacia él.
— ¿Ocurrió de nuevo? Tus manos, ¿se entumecieron?
Se miró las manos, apretadas en puños.
—No. Puedo sentirte. Demasiado bien —hizo una mueca—. No puedo controlarme contigo, Paula. Soy demasiado rudo. Te lastimaré. Dios, no quiero hacerte daño.
Apenas podía creer lo que estaba oyendo. ¿Realmente le estaba pidiendo disculpas por querer tan duramente hacer el amor con ella que estaba perdiendo el control?
—Soy más fuerte de lo que parezco.
Tenía que dejarle saber a Pedro lo mucho que deseaba esto, que estaba desesperada por sus dedos, manos y boca en ella. Rápido o lento, no le importaba. Lo único que le importaba era el placer de tocar y ser tocada por él.
Alcanzando su espalda, se desabrochó el sujetador y dejó que cayera al suelo entre ellos.
—Me encantó lo que estabas haciéndole a mis pechos —dijo con voz ronca antes de retroceder y quitarse las bragas.
Audazmente tomó su mano y la puso sobre su montículo, temblando cuando sus dedos ásperos hicieron contacto con su piel tan excitada, tan llena de deseo.
—Me encantó lo que estabas haciendo justo aquí también. Hazlo de nuevo, Pedro. Llévame más alto, llévame todo el camino sobre el borde —se puso de puntillas y le susurró al oído— y no te preocupes por mí. Puedo manejarte.
Se movió tan rápido de estar parado en el medio de la habitación a tumbarla de espaldas en la cama que ella perdió el aliento.
Un instante después, su cabeza estaba entre sus piernas, su boca reemplazando su mano. Gritando, se arqueó hacia sus labios mientras su lengua se deslizaba en su humedad, luego a su clítoris, luego de vuelta a lo largo de sus labios.
Sus manos sostuvieron sus caderas firmes mientras ella se olvidaba de respirar, de pensar, de la manera de hacer otra cosa excepto sentir.
Y entonces, oh Dios, allí estaba, un pico más alto del que jamás había trepado antes, y estaba explotando debajo de él, su cuerpo se sacudió con espasmos de éxtasis. A través de todo, siguió lamiendo, chupando y sumergiéndose con su
lengua, sin dejarla, no hasta que había escurrido hasta la última gota de placer de su cuerpo.
Las lágrimas pincharon sus ojos, no sólo por el placer, sino por las intensas emociones que la atención de Pedro despertó en su cuerpo. La forma en que la tocaba, la besaba, la acariciaba, la hacía sentirse hermosa.
Especial.
—No lo sabía —dijo cuando por fin pudo hablar—. No sabía que podía ser así.
Dejando besos a lo largo de la parte interior de sus muslos, luego hacia arriba por su vientre y costillas, encontró de nuevo sus pechos con sus manos y boca.
—Tengo que estar dentro de ti —sus ojos sostuvieron los de ella en la cercana oscuridad—. Ahora. Antes de explotar.
Juntos arrancaron sus pantalones y él se quitó la camiseta para estar apalancado sobre ella, completamente desnudo.
Paula estaba segura de que nada ni nadie se había sentido alguna vez tan bien. Quería tocar y besar cada centímetro de él, tomarse su tiempo explorando su perfección. Pero esas exploraciones tendrían que esperar, porque él estaba presionando sus muslos aparte con una rodilla y levantándose a sí mismo de su cuerpo de modo que la cabeza de su pene se apretaba contra sus pliegues abiertos.
Y entonces, antes de que pudiera tomar su siguiente respiración, estuvo dentro de ella, en un embiste largo.
—Estás tan apretada —gimió, quedándose completamente quieto mientras su cuerpo se extendía para aceptar su grueso miembro—. Tan mojada.
Podía sentirlo palpitando contra su útero, su cuerpo respondiendo con más humedad y revoloteando en lo profundo en su vientre.
—Por favor, Pedro —rogó, sin saber las palabras correctas para pedirle lo que quería, pero sabiendo que estaba esperando lo mismo.
Pero esas dos simples palabras fueron mágicas, porque un momento después, comenzó el largo y lento deslizamiento hacia fuera, luego de vuelta dentro. Fuera. Dentro. Fuera.
Dentro. Una y otra vez hasta que estuvo loca de deseo y el pico que había coronado sólo unos minutos antes estuvo, sorprendentemente, de vuelta a su alcance.
Tiró de la cara de él hacia la suya para poder mostrarle con sus besos lo mucho que esto significa para ella. Eso era todo lo que había estado esperando. Estar con él era mucho más que cualquier cosa que hubiera sentido antes.
Y mientras se besaban, se hizo más grande aún en su interior hasta el momento en que sintió que el control sobre su cuerpo cedía de nuevo a otro alucinante orgasmo y él estaba latiendo y pulsando dentro de ella, empujando más duro, más alto, más profundo, mientras ambos se corrían.
Jadeando duro, su piel todavía resbaladiza por la lluvia, pero sobre todo por el intenso calor que habían generado, Pedro cambió su peso para que su espalda estuviera sobre el colchón y la cabeza de ella se acunara sobre su pecho.
Uno de sus brazos fue por encima de su cadera, una pierna estacada contra ella, el agotamiento se apoderó de Paula, el perfecto tipo de cansancio que venía después de haber dado todo de sí misma. Era similar a cómo se sentía después de una maratón de pintar todo el día, pero mucho más especial.
Porque no estaba sola.
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