domingo, 27 de septiembre de 2015

CAPITULO 22 (primera parte)





Las palabras de Pedro se hacían confusas dentro de la cabeza de Paula. Ella las alejaría para un momento y lugar diferente, cuando pudiera respirar normalmente, cuando pudiera pensar con claridad. Ahora mismo, lo único que sabía era que no podía dejar de frotar las manos sobre sus abdominales, sobre sus pectorales, por cada centímetro cuadrado de su glorioso pecho ancho y bronceado. Y que moriría si no lo besaba en ese mismo segundo.


Nunca había estado tan cerca de la muerte antes. Su calidez, su corazón latiendo contra el suyo, el deseo que leía en sus ojos; todo esto significaba la vida para ella. Mantener la distancia con Pedro y permanecer segura en su pequeño mundo de repente no significaba nada. No cuando un acto malicioso casi le había robado su oportunidad de sentir alegría, de sentir cualquier cosa en absoluto. Quería saborear la dulzura de la vida y permitirse degustar el placer que se había negado durante tanto tiempo.


Sus bocas se unieron y fue como un borrón de calor y pasión. Nadie estaba a cargo. En cambio, los dos estaban tomando algo que necesitaban desesperadamente, algo que sólo podían encontrar en los brazos del otro.


Él la apoyó en la isla de la cocina y ella abrió las piernas para llevarlo más cerca. Él era tan grande, tan fuerte, tan maravillosamente caliente mientras sus caderas se colocaban en su lugar entre sus muslos. Desde que ella lo había visto de nuevo en la cima de la montaña, apenas veinticuatro horas antes, no, desde que ella lo besó hacía seis meses, no había dejado de desearlo.


Las compuertas se abrieron mientras se derretía en sus brazos.


Lo estaba descubriendo de nuevo, justo como él la estaba descubriendo a ella. Las pequeñas cosas, como su olor y la forma en que su barba frotaba su mejilla, enviaban peligrosas emociones deslizándose entre sus costillas, apuntando directamente a su corazón.


Sus manos eran suaves cuando ahuecó su cara y ella instintivamente la levantó mientras su boca se movía desde sus labios al lugar entre su barbilla y los huesos del hombro. 


Sus miembros se sentían pesados, drogados con sus besos. 


Su piel zumbaba y sus pezones estaban tiesos y apretados detrás de su sujetador mientras él le mordisqueaba la mandíbula.


A pesar de todo, ella trabajó para mantenerse a sí misma apartada de él y desviar las fuertes emociones amenazando con superarla, la voz en su cabeza que le susurraba que Pedro era su alma gemela.


No, eso era una locura. No podía ser.


Pero cuando él movió la lengua detrás de su oreja, luego tiró de su lóbulo con sus dientes, su cuerpo tomó la decisión por ella.


Supo el instante en que él sintió su rendición, por la tierna forma en que acariciaba sus hombros y músculos de la espalda con movimientos profundos y calmantes. Y entonces sus dedos se movieron hacia su cintura y tiró del algodón de su camiseta prestada, sucia por haberse caído en la grava. 


Ella movió sus caderas un poco para darle un mejor acceso, para ayudarlo a desnudarla.


Sabía muy bien que no debía dejarse ir con él de nuevo. 


Pero saberlo no cambiaba nada. Saberlo no podía detener el intenso calor en su pelvis o la humedad de excitación que se reunía entre sus muslos.


No cuando ella ya había llegado tan lejos.


No cuando estar viva significa estar con Pedro.


Él tiró de la camiseta hacia arriba lentamente por su cuerpo, sobre sus pechos doloridos. Cuando estuvo en el suelo, ella se apretó contra él. Los músculos de su hermoso pecho desnudo estaban apretados y tensos, el complemento ideal para sus curvas.


—Eres hermoso —susurró ella, dándose cuenta de que había hablado cuando oyó las palabras en la habitación.


Él la miró mientras pasaba el pulgar por encima de la curva de sus pechos.


—No —dijo, inclinando la cabeza hacia abajo para lamer la grieta donde estaba su esternón— eres la única hermosa aquí, tan hermosa que me dejas sin aliento.


Ella fue la que se quedó sin aliento ante sus palabras, sus caricias dulces. Nunca nadie la había tocado así, como si él la deseara más de lo que quería respirar. Nadie más que Pedro.


Se encontró a sí misma perdiendo la noción del tiempo de nuevo, seis meses desvaneciéndose a nada desde la última vez que habían estado parados así.


Trató de reorganizar sus pensamientos, trabajando para presentarse a sí misma de nuevo en las imposibilidades del aquí y ahora, pero cuando su boca caliente y húmeda cayó sobre sus pechos cubiertos de encaje, y sus manos jugaron contra la piel sensible en su espalda baja, instándola a dejarse ir, ella instintivamente se arqueó contra su boca.


Piel de gallina cubrió su cuerpo cuando él rastrilló suavemente los dientes sobre su duro pezón. Los dedos de Pedro eran cálidos y firmes sobre sus hombros mientras deslizaba primero un tirante del sujetador hacia abajo, luego el otro. El calor en sus ojos se intensificó mientras miraba fijo hacia sus pechos desnudos, y ella no pudo hacer otra cosa que quedarse allí y dejar que la mirara hasta hartarse. Con reverencia, él ahuecó su carne con ambas manos y frotó los pulgares sobre sus pezones.


Ella cerró los ojos y un gemido bajo salió de su garganta. 


Segundo a segundo, toque a toque, él estaba seduciendo sus defensas y enviándolas lejos.


Ella se aferró a sus caderas para tirar de él más cerca, oh Dios, lo quería más cerca, de su humedad. Sus caderas encontraron su eje grueso y él se sostuvo a sí mismo quieto mientras ella se balanceaba, se frotaba y se empujaba contra él, desesperada por la liberación.


—Eso es —dijo Pedro, animando su locura. Inclinó la cabeza hacia abajo a su pecho, presionando sus senos juntos para poder tomar los dos tensos picos en su boca al mismo tiempo—. Sabes tan bien. Tan dulce.


Él la levantó en sus brazos, llevándola por las escaleras como si no pesara nada. Incluso mientras iba por los escalones y el pasillo, él le mordisqueó los labios, probó las grietas sensibles de su boca con la lengua.


La estaba llevando a su dormitorio.


A su cama.


Su sexo se apretó ante la idea de estar desnuda debajo de Pedro. Se estremeció cuando él movió la punta de la lengua contra la comisura de su boca, y sonrió contra sus labios.


—¿Te gusta eso?


Se resistía a mirarlo a los ojos, asustada de dar demasiado de sí misma si él veía lo mucho que esto significa para ella. 


Por fin, encontró su voz.


—Sí.


Él capturó su boca de nuevo, esta vez más fuerte, sus labios, dientes y lengua diciéndole lo mucho que la deseaba. 


Se echó hacia atrás, con los ojos azules oscuros de pasión.


—¿Y eso?


Ella extendió una mano a su boca y dejó que su pulgar y las puntas de sus dedos rozaran sus labios llenos y masculinos.


—Sí. Mucho.


Más de lo que él pensaba.


Él chupó su dedo índice entre sus labios y ella cerró los ojos y se relajó en sus brazos fuertes y musculosos, borracha de su lengua sobre su piel. Nunca había imaginado que los dedos pudieran ser tan sensibles; nunca un hombre había pasado tanto tiempo dedicado a ella. Los otros hombres sólo estaban interesados en los juegos previos como un medio para un fin. Con Pedro, se podría decir que su placer lo complacía.


Él presionó un beso en su palma.


—Dime todo lo que te gusta. Dime todo lo que te hace sentir bien.


Ella le acarició la barbilla, su barba deliciosamente áspera.


—No lo necesito. Tú ya lo sabes.


Un gruñido bajo vibró en su garganta y observó, fascinada, como su nuez se movió en su bronceada garganta. Ella recorrió su cuello con la mano, luego más allá de su clavícula y sobre su apretada banda de músculos pectorales. 


Su pulso era fuerte y rápido mientras él continuaba sosteniéndola sin esfuerzo, lo que le permitía explorarle su cuerpo sin problemas.


Su tetilla se endureció cuando ella se acercó más y le dio un beso en el hombro. Su piel saltó debajo de sus labios y, por primera vez, se dio cuenta de lo mucho que él la deseaba; que estaba apenas aferrándose a su propio autocontrol.


Paula extendió su lengua a lo largo de la clavícula de él y probó un débil brillo de limpio sudor en su piel. Su erección se hinchó contra el costado de su cadera y su reacción apasionada la envalentonó aún más. Ella rozó un tendón rígido con los dientes, amando el sabor, su aroma masculino. Él era tan hermoso debajo de sus labios como lo era ante sus ojos.


Pedro la cargó a través de la habitación, dejándola sobre su cama.


—He querido hacer esto durante tanto tiempo. —Inclinó la cabeza hacia un pecho y lo succionó—. Y esto —dijo mientras lamía el otro.


Ella jadeó de placer y se arqueó en su boca. Uno tras otro, él arremolinó su lengua sobre sus pechos, besando su carne, mordisqueando suavemente su sensible piel. Cada movimiento que hacía excitándola, haciéndola ponerse cada vez más húmeda y desesperada por sentir su caliente y dura longitud presionando contra su sexo.


—Por favor —dijo ella, y un momento después las manos de Pedro estaban en la cinturilla de sus jeans desabrochando la cremallera y tirando de ellos por sus muslos.


—Tan hermosa —dijo él en voz baja mientras deslizaba sus zapatos y jeans al suelo— tan malditamente hermosa.


Ella esperaba con expectación delirante sentir sus dedos, o posiblemente, si era realmente afortunada, su erección, entre sus piernas, y no estaba totalmente preparada para el cálido aliento sobre su piel caliente. Sus caderas se sacudieron en su boca por voluntad propia, tan fuera de control como nunca.


Estaba asustada por esta intimidad, aunque lo ansiaba muy perversamente como para detenerlo.


Y entonces su boca descendió plenamente sobre su montículo cubierto de algodón y dejó de pensar. Ella gritó su nombre mientras se movía contra sus labios y sus dientes. 


Su lengua encontró su clítoris a través de la tela y las ondas de satisfacción pasaron a través y sobre ella.


Su toque estaba derritiendo su interior, pero ahora mismo, en este momento, perder el control se sentía bien. Porque se sentía segura con Pedro.


Sus dedos le rozaron los huesos de la cadera, luego se detuvieron. Ella supo de inmediato lo que estaba pidiendo. 


Su erección se presionaba con fuerza contra su piel, tan loco de lujuria como ella, pero incluso entonces, esperó a que le permitiera seguir.


Paula susurró


—Sí. —Para decirle que estaba bien que continuara, que quería que le quitara las bragas, que estaba desesperada por abandonar todas las barreras restantes entre ellos.


Le dio un beso a su estómago, justo debajo de su ombligo, y ella contuvo el aliento, esperando. Y entonces, lentamente, demasiado lentamente, deslizó sus bragas de Amo a Lago Tahoe por sus caderas.


—No puedo esperar ni un segundo más para probarte.


La tela se encontraba todavía en sus muslos y ella debería haber estado preparada para la lamida de su lengua sobre su clítoris, para la presión de los músculos de la base de su estómago, pero no lo estaba.


Nada podría haberla preparado para Pedro.


Lento calor se trasladó a través de ella mientras su lengua resbalaba y se deslizaba sobre su piel caliente. Él ahuecó sus nalgas para elevar su montículo, más cerca de su boca. 


Quería ver a este hermoso hombre tocarla tan íntimamente, pero sus ojos se cerraron mientras arqueaba su cuello, su cuerpo tensándose hacia él. Alternativamente chupaba su clítoris, tirando y arrastrando sobre su excitación, luego barría su lengua por la mojada longitud de sus labios.


Sus músculos se apretaron con necesidad. Ella quería todo de él, quería ser llenada con su enorme y duro eje. Abrió la boca para pedir, suplicar, pero antes que pudiera decir una palabra, él metió un grueso dedo dentro de ella.


Su respiración se detuvo mientras apretaba alrededor de su dedo. Con minuciosa lentitud, él lo deslizó hasta el nudillo. 


Ella empujó contra su mano, tratando de tomar más de él dentro. Al mismo tiempo, la lengua mantenía un ritmo constante sobre su clítoris. Él agregó otro dedo a su sensual embestida y ella los montó, presionándose contra su lengua. 


Pero en lugar de dejarla llegar a la cima, la obligó a montar la cresta de placer, dando marcha atrás cuando ella se acercaba demasiado. Deslizó sus dedos dentro, luego fuera de su resbaladizo pasaje.


Ella volaba más y más alto, sus músculos apretándose uno a uno hasta que pensó que podría romperse.


—Por favor, Pedro. —Ella finalmente rogó, aunque era una mujer que nunca había rogado nada a nadie, nunca.


Él agarró un muslo en cada mano y separó sus piernas un poco más. Sólo el simple acto de posicionarla y la sensación de su cabello rozando su vientre era suficiente para enviarla sobre el borde. Él metió la lengua dentro de ella y sus músculos se apretaron y convulsionaron a su alrededor.


Y entonces él centró cada onza de su atención en ella. 


Lamiendo. Succionando. Tirando de Paula hasta que quiso gritar de alegría.


Nunca había sabido que era posible sentirse así, como si se estuviera muriendo y volviendo a la vida, todo al mismo tiempo. Él no dejó de lamerla hasta su último temblor. Nunca había sabido que los orgasmos pudieran ser tan poderosos. 


Nunca había estado tan débil y destrozada después.


Por fin, se desplomó hacia atrás sobre la cama, jadeando en busca de aire. Pedro cambió su peso de entre sus piernas y trajo su boca de nuevo a sus pechos, acariciando tiernamente la parte inferior. A diferencia de otros hombres que iban directamente hacia el pezón, él actuaba como si tuviera todo el tiempo del mundo, y ella se encontró floreciendo nuevamente bajo su boca. Ansió sentir todo su peso sobre ella, y ahora que había recuperado su aliento de nuevo, lo único que quería era sentirlo deslizándose en su calor.


Él levantó la cabeza, una media sonrisa en sus hermosos labios. Labios que la habían llevado a un placer que nunca había imaginado posible.


—Pronto —prometió él—. Pero todavía no.


Paula se movió y su pie rozó algo caliente y suave. De inmediato Pedro se puso rígido debajo de ella y, de repente, todo lo que quería era que él supiera la tortura de ser burlado, de tener que aguardar por algo que esperó mucho tiempo.


Ella dobló su tobillo y arqueó su pie, luego apuntó y deslizó sus dedos lentamente por su larga longitud. Dos podían jugar el mismo juego de anticipación y deseo ilimitado.


Pedro sostuvo su cuerpo por encima de ella con sus antebrazos, sus bíceps y tríceps temblorosos debajo de sus dedos. Y luego la gruesa cabeza de su erección presionó en su calor.


Las palabras “Tú ganas” Salieron de su boca un momento antes de que sus labios tomaran los suyos.



Ella empujó sus caderas en el calor de su fuerza, aunque sabía que no podía hacer el amor sin protección. Ya se había ido así de lejos.


Él permitió que la cabeza de su pene se deslizara dentro de ella, estirándola ampliamente, mucho más amplia que cualquier otro hombre antes de él. Sus ojos estaban de un negro azulado de deseo mientras empujaba dentro otro poco, y luego otro.


Sus músculos lo agarraron con fuerza para tirar de él aún más profundo. Todo el camino.


Pero Pedro era un maestro del control, y su cuerpo dolía por él cuando se salió y buscó en su mesilla de noche por uno de los condones que antes le había mencionado. Se envainó a sí mismo sin su ayuda, el Señor sabía que sus manos temblorosas no habrían sido de ninguna ayuda, y se reubicó a sí mismo entre sus piernas. Luego tomó su rostro y la besó largo y dulce.


Ella deslizó sus manos contra la grandiosa pared de su pecho, luego sobre su caja torácica para aferrarse a sus extendidas dorsales. Se estremeció cuando sus sueños prohibidos de hacer el amor con su hombre misterioso desde tantos meses atrás se hicieron realidad.


—Eres mía, Paula.


Sus palabras apasionadas le llegaron al alma y se abrió para él, la humedad inundando su conducto para facilitar su paso. 


Una y otra vez, él empujó su dura y gruesa longitud dentro de ella. Su gran peso la prensaba a la cama y su piel se volvió resbaladiza debajo de sus manos. El sudor corría entre sus pechos y él inclinó la cabeza para lamerlo de su piel sin perder el ritmo, la embestida constante de sus caderas conduciéndola de vuelta a lo que debería haber sido un pico inaccesible.


Ella nunca se había corrido más de una vez por noche, ni siquiera a horas de diferencia. Pero aquí, debajo de la boca, las manos y la erección de Pedro, se dirigía directamente hacia otra explosión, una que prometía ser al menos tan potente como la primera.


Él levantó la cabeza y fijó los ojos en los de ella, sabiendo lo que venía. Y entonces sus manos fueron a su pelo y su boca estaba sobre la suya y ella estaba envolviendo sus piernas alrededor de su cintura y meciéndose con él.


Un grito de éxtasis brotó de su garganta y se fusionó con su gruñido de placer mientras los espasmos sacudían su cuerpo, empezando en su acalorado centro y recorriendo toda su piel, a la punta de los dedos de sus pies y uñas, y a cada pelo en su cabeza. Ella montó la longitud de su pene una y otra vez, su orgasmo rompiéndola por completo. No sabía cuánto tiempo yacieron juntos después, su cuerpo maravillosamente pesado presionando contra ella. Pudieron haber sido segundos. Minutos. Tal vez incluso horas.


Paula suponía por la experiencia previa que Pedro podía tocar su cuerpo como un violín... pero no había tenido ni idea de que sería una sinfonía.


Estar con él se sentía, como lo había sido seis meses atrás, tan increíblemente bien, a pesar de que no era correcto por un millón de razones diferentes, menos ahora de lo que había sido hace seis meses. En aquel entonces, ella suponía que podía achacar sus acciones impulsivas a la desorientación por el duelo. Pero ahora, minutos después de rogarle a Pedro que la tomara fuerte y rápido, no tenía excusas.


Sí, ella casi había muerto.


Sí, ella había necesitado sentirse viva.


Pero eran sólo pretextos para tomar exactamente lo que quería.


Y ella lo había deseado con fiereza. A pesar de que estar con él y desearlo con cada fibra de su ser, sacaba a la luz sus miedos más profundos.


Su madre apenas había hablado en el funeral de su padre. 


Pero la única cosa que le había dicho estaría para siempre grabada en su cerebro.


No te permitas amar a un bombero. Sólo te romperá el corazón.


Ella no había tenido que decírselo de nuevo en el funeral de Antonio. Lo había dado por sentado.


Ahora Paula estaba en la cama de un bombero, en los brazos de un bombero. Pedro era todo lo que siempre había querido. Fuerte, valiente, dispuesto a ayudar a las personas necesitadas sin importar el riesgo para sí mismo.


Pero todos esos puntos positivos eran desventajas también.


Las mismas cosas que admiraba de él, todas las cosas que lo hacían tan atractivo, eran las mismas que convertían todo lo que él hacía a diario en algo muy peligroso. Deseó poder mantener esta satisfacción de estar en sus brazos, escondida dentro de ellos.


Pero ella no podía permitirse amar y perder a otro hombre como él.








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