domingo, 11 de octubre de 2015
CAPITULO 25 (segunda parte)
Paula se relajó en el maravilloso sueño.
Estaba flotando y se sentía cálida por todas partes. Y de repente había grandes manos tirando y empujando y ella estaba combatiéndolas, tratando de volver a ese lugar somnoliento. Pero las manos eran fuertes y la arrastraron a través de espuma gruesa y húmeda.
El aire frío golpeó contra sus mejillas y empezó a toser y ahogarse.
Oh Dios, por fin se dio cuenta, se estaba ahogando.
Pedro había salvado su vida.
La acunó contra su pecho en la orilla del río y cuando ella luchó por respirar, tratando de llenar sus pulmones vacíos con oxígeno, le quitó el casco y suavemente pasó sus dedos sobre el chichón en su frente.
—Te golpeaste la cabeza muy duro contra una roca —dijo, su voz cálida y calmante mientras su tono bajo nadaba a través de ella—. Probablemente vas a tener moretones.
Cuando consiguió orientarse de nuevo en los brazos de Pedro y la conmoción inicial de ser expulsada de la balsa retrocedió, de repente la golpeó que podía haber problemas mucho más grandes por delante, que curarse un moretón.
— ¿Perdimos la balsa?
—Afortunadamente, no. Está más adelante, atascada entre un par de troncos de árboles. Se quedará allí hasta que la saquemos.
El alivio de que no todo estaba perdido la inundó y sabía que tenía que empujarse más allá de los latidos en su cabeza y sentarse. Pero incluso aunque permanecer tan cerca de su mayor tentación era una muy mala idea, no se atrevía a salir de sus brazos.
Por primera vez en mucho tiempo se sentía segura.
Confortada.
Con dedos suaves, él masajeó los doloridos músculos de sus hombros, estaban apretados por haber estado remando intensamente.
¿Sabía que su contacto le aceleraba el corazón?
¿Qué incluso sin tocarle una zona erógena, ella estaba irremediablemente comenzando a excitarse?
—No deberían haberte dejado salir del hospital tan pronto después de tu accidente —su voz era ronca—. Jesús, Paula. ¿Cómo demonios te las arreglaste para salir de ese accidente?
Su pregunta hizo eco con la única que nadaba alrededor de su cabeza desde que despertó en el hospital con sólo un puñado de cortes y raspaduras: ¿Por qué había sido salvada?
Y ahora, después de haber sido salvada por segunda vez en cuestión de días, en lugar de morir cuando alguien más lo hubiera hecho, no podía ocultar el hecho de que le habían dado una segunda y ahora una tercera oportunidad para hacer lo correcto.
Pero, ¿qué se suponía que tenía que cambiar en esta ocasión?
El gran cambio no podía tener algo que ver con Pedro, ¿podría? Sobre todo ahora que habían aclarado las cosas después del estallido en el cuarto del motel y que de hecho podían hablar sin arrancarse las cabezas el uno al otro.
La peligrosa curva de sus pensamientos la hizo tropezar fuera de los brazos de Pedro para ponerse de pie.
Necesitaba un poco de espacio, un respiro, necesitaba alejarse de su peligroso tirón sobre ella para poder comportarse de manera racional, en lugar de reaccionar a una necesidad física básica.
Pedro estuvo a su lado en un instante, con una mano en su codo, la otra en la parte baja de su espalda.
—Tranquila.
—Estoy bien —le dijo.
Era una mentira. No estaba bien y no sólo a causa de la caída.
Estar cerca de él así, sintiendo sus manos desnudas sobre su piel, la hacía arder por dentro, con una fiebre que sólo él podía saciar.
Se tambaleó en él y sus palabras fueron apenas más fuertes que un susurro.
—Que Dios me ayude, Paula, todavía te deseo. Más que nunca. Más de lo que debería.
Su lengua salió para lamer inciertamente su labio inferior, y entonces, de repente, sus manos estaban en su pelo y su boca sobre la de ella, casi lo suficientemente duro como para hacer daño.
Sin embargo, su áspero beso era exactamente lo que necesitaba. Exactamente lo que ella anhelaba.
Él deslizó sus manos sobre la tela húmeda cubriendo su clavícula, luego sobre sus hombros y por la longitud de su columna vertebral hacia la parte baja de su espalda.
Agarrando sus caderas, la atrajo firmemente en su contra.
Ella estaba de pie justo en una elevación haciendo que el hueco entre sus muslos se ajustara perfectamente alrededor de su erección.
—Yo también te deseo —susurró contra sus labios cuando se separaron un centímetro—. Tanto que no puedo soportarlo.
Él la apoyó contra una pared de roca lisa y mientras corría besos por su cuello, desde el lóbulo de su oreja al hueco de su hombro, ella se estremeció en sus brazos. Sus manos encontraron la brecha entre su camisa y sus pantalones, y cuando rozó sus dedos sobre su vientre, ella gimió suavemente.
Y entonces él la besó en la boca otra vez y ella deslizó su lengua contra la suya. Sus dedos fueron más y más alto, y cuando por fin encontró al borde de su sujetador, se oyó a sí misma implorando:
—Por favor, tócame.
Deslizando sus dedos debajo de la fina tela, él curvó su palma sobre su pecho, su pezón duro contra su mano.
Ella gritó y él cubrió su sonido de placer con su boca mientras apretaba suavemente su carne estremecida. Con minuciosa lentitud, él deslizó su camisa hacia arriba sobre su piel, sus labios mordisqueando los suyos, sacando un gemido de su garganta. Y entonces Pedro estaba retirando su boca y poniéndose de rodillas y ella podía sentir su aliento cálido sobre la piel expuesta de su estómago. Él apretó sus labios contra su vientre una, dos veces, y luego se estaba moviendo hacia arriba por el centro de su caja torácica, finalmente succionando un duro pezón en su boca, luego el otro, ahuecando ambos pechos con sus manos, frotando su barbilla ligeramente sin afeitar contra su piel.
Otro gemido escapó de ella, esta vez en torno a su nombre, y luego él estaba deshaciendo el botón en la parte superior de sus pantalones y deslizando hacia abajo la cremallera, tirando de la tela por sus caderas para hacer un charco en sus tobillos.
Él dejó de lamer sus pechos con su lengua y levantó su cabeza para mirar su cara mientras deslizaba un dedo en sus bragas. Ella empujó su pelvis en su mano, más excitada de lo que podía recordar haber estado alguna vez.
Saber que la deseaba tanto como ella a él la ponía incluso más húmeda, incluso más excitada.
Rodeando el lugar que quería desesperadamente que tocara, él finalmente hizo contacto, oh sí, ¡justo ahí!, y ella jadeó cuando las exquisitas sensaciones se movieron a través suyo, desde su centro hacia afuera. Una y otra vez sus dedos se deslizaron entre sus resbaladizos pliegues.
Arriba, luego abajo, se movieron entre sus labios, golpeando sobre la dura protuberancia de su excitación. Su boca la encontró después, su aliento cálido y sus labios suaves, cubriendo su montículo, su lengua sondeando y saboreando mientras ella gritaba de placer.
Nunca se había sentido tan lista, tan a punto de explotar.
Había esperado diez largos años para sentirse tan bien otra vez, y ahora que estaba aquí con Pedro, y sus manos y boca estaban sobre ella, quería hacer que las increíbles sensaciones duraran para siempre.
Pero estaba tan lista, tan preparada, y no podía dejar de agarrar la parte posterior de la cabeza de él y empujar su pelvis contra su lengua y dientes. Y luego sus dedos se unieron a su boca, estirándola abierta.
Incluso así de húmeda, había pasado tanto tiempo desde que había estado con un hombre que su toque se sentía nuevo y ella jadeó:
—Oh Dios, Pedro —contra su hombro mientras él mantenía el ritmo constante de sus dedos y lengua—. Te sientes tan bien —gimió ella mientras cerraba los ojos e inclinaba su cabeza hacia atrás, succionando una dura respiración en el mismo momento en que sus músculos internos sujetaron con fuerza sus dedos.
Todo su cuerpo se estremeció en un poderoso orgasmo y Paula sentía como si hubiera sorteado la muerte he ido directamente al cielo.
En la última década, no se había olvidado de lo potente que era el toque de Pedro. Olvidar algo tan maravilloso habría sido imposible.
Pero no obstante, este placer que lo abarcaba todo era un shock para su sistema.
Si pudiera, se quedaría así para siempre, pero estaban lejos de terminar y ella quería desgarrar sus pantalones y tomarlo muy adentro.
Se dejó caer de rodillas delante de él y tomó su cara entre sus manos mientras se inclinaba para besarlo. Sus lenguas se aparearon, una danza agridulce que era insoportablemente excitante. Muriendo por volver a conocer su hermoso cuerpo, los duros planos de los músculos y las profundas hendiduras de entremedio, pasó sus manos por encima de su camisa empapada, impresionada por sus anchos hombros, su duro pecho, sus impresionantes músculos abdominales.
—Paula —dijo él, el bajo retumbe de su voz haciéndola desearlo más que nunca—. Nunca he tenido problemas controlándome a mí mismo. Sólo contigo.
Era igual para ella y lo único que quería era darle el mismo placer que él le había dado. Pero incluso mientras arrancaba los botones de su camisa, sabía que amarlo era demasiado para ella como lo era para él.
Por fin, los botones se vinieron abajo y se quedó quieta mientras consideraba su magnífico pecho desnudo.
Bronceado, con solamente la más ligera aspersión de pelo entre sus músculos pectorales.
—Eres tan hermoso —murmuró—. He soñado con esto cientos de veces. Dime que esto no es un sueño.
—No podría ser más real —dijo él antes de enhebrar los dedos por su pelo y besarla.
Estaba impresionada por la pasión y el deseo que irradiaban de su boca, manos y cuerpo. Segundo a segundo estaba barriéndola cada vez más lejos río abajo, dirigiéndola directamente a una cascada, y aunque sabía que no había manera de estar preparada para la caída, a ella no le importaba.
Lo único que importaba era la forma en que se sentía, aquí y ahora, en los brazos de Pedro.
Cuando el beso por fin terminó, ella apoyó su mejilla en su pecho y cerró los ojos para escuchar el rápido tamborileo de su corazón. Sus brazos eran maravillosamente fuertes a su alrededor mientras él la abrazaba y fue sólo el latido insistente entre sus muslos lo que la hizo apartarse de su calor para poder besar su pecho.
Él gimió de placer cuando ella encontró su pezón con la lengua. Siempre lo había vuelto loco cuando lo rodeaba, luego le daba un ligero golpecito. Su excitación alimentaba la suya y ella buscó la cintura de sus jeans. El borde de su mano rozó contra su erección e incluso con dos capas de tela entre su eje y su mano, su necesidad era tan intensa que no pudo detenerse a sí misma de palmear la larga y gruesa longitud a través de su ropa.
Él tembló una vez, luego dos contra su palma y ella estaba llegando a su cremallera para soltarlo, cuando su mano vino sobre la de ella y se la apretó.
Espera. Algo estaba mal. Algo había cambiado.
Su cerebro se tardó más de lo que debería en enviar la alerta de que este no era un toque cálido y amoroso; era una advertencia.
—No podemos hacer esto, Paula.
La alarma se disparó a través de ella, rápida y furiosa, la vergüenza cerca de pisar sus talones. Con manos torpes, se apartó de él y ajustó sus propios pantalones, su sostén, su camisa.
A pesar de sus advertencias previas acerca de mantenerse alejado de su pasado, a pesar de sus propios y fuertes recelos, él había parecido desearla tanto como ella lo deseaba. Y justo después de sus pensamientos sobre segundas oportunidades, había saltado a la oportunidad de tener intimidad con él.
¿Por qué no se había detenido a sí misma? ¿No era adulta?
¿No sabía?
¿No sabía que era mejor no ponerse a bailar tan cerca de las llamas abrasadoras?
Pero justo cuando estaba tratando de cerrar la tapa sobre sus sentimientos hacia Pedro, para siempre esta vez, oyó de nuevo, una voz en su cabeza diciendo: Tú luchaste por tu hermana. Tú luchaste por tu carrera profesional. Quizás esta vez deberías luchar por Pedro.
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