jueves, 22 de octubre de 2015
CAPITULO 8 (tercera parte)
Durante toda la noche, Isabel había estado pensado que había algo con Paula, que no estaba bien. No había sido capaz de poner el dedo en la llaga. Solo que se veía diferente. Más brillante, de alguna manera. Pero también, inestable.
Hacía ocho meses, cuando conoció a Paula por primera vez, había tenido la misma impresión, que era una mujer con una extrema necesidad de tranquilidad. Vivir en Blue Mountain Lake había hecho, claramente, maravillas a los nervios de Paula, tal como lo hacía para la mayoría de las personas que se quedaban el tiempo suficiente como para adaptarse al lento ritmo de vida de la zona. Así pues, ¿qué demonios podría haberle pasado a Paula para ponerla de nuevo en ese estado de inestabilidad?
Diciéndole a Scott, su cocinero, que vigilara la cocina por un momento, fue tras Paula.
— ¿Qué pasa?
Paula se apartó de la cara un rizo que se había escapado de su cola de caballo.
—Tuve una visita inesperada esta tarde.
Los visitantes inesperados eran bastante comunes en un lugar tan hermoso como Blue Mountain Lake. Amigos de la ciudad que habían decidido pasarse por un par de días y familiares en busca de una playa privada, donde dejar a sus hijos mientras ellos asaltaban el mueble de las bebidas, eran lo normal. Pero Paula no se vería tan preocupada si una pandilla de amigas hubiera caído sobre ella.
— ¿Quién? No me digas que tu ex vino hasta aquí.
Paula le había contado todo sobre su matrimonio con Jeremias, que su relación se había desvanecido casi inmediatamente después de que su nuevo marido le deslizara el anillo de bodas en su mano izquierda. Y a pesar de que Paula dijo que era culpa de ambos por no haberlo hecho funcionar, Isabel se había pintado un cuadro bastante vívido en su imaginación del ex marido como un acosador obsesionado consigo mismo, que había estado enmascarado, muy brevemente, con el Sr. Perfecto. No tenía una mejor imagen de los padres de Paula.
Paula hizo una mueca.
—No, Jeremias no vendría todo el camino hasta aquí para verme. Por lo que he oído, ya se ha mudado con una pequeña morenita de nariz de botón y pómulos hundidos. Y mi madre, estaría absolutamente pérdida aquí, con todos los insectos, así que ninguna posibilidad de eso.
Y, sin embargo, Isabel notó que en las mejillas de Paula aumentaba el rubor a medida que hablaba.
—Su nombre es Pedro. Pedro Alfonso. Sus abuelos son dueños de Poplar Cove. Pensaba que se podría mudar allí hoy. Hasta que me encontró en el porche. Está aquí ahora, en el restaurante. Sentado en el mostrador.
Isabel oyó su propia y repentina inspiración y tuvo que preguntarse por qué se sentía como si su mundo acabara de ser sacudido, por qué estaba estirándose para agarrarse del capó del auto más cercano, con un agarre de muerte.
Así que, uno de los nietos de sus vecinos estaba de visita en la ciudad. ¿Y qué?
— ¿Sabes por qué Pedro regresó al lago?
—Quiere arreglar la cabaña para la boda de su hermano.
Isabel sintió una roca hundirse profundamente en sus entrañas. Bodas significaban familia. Madres.
Y padres.
— ¿Cuándo es la boda?
—El treinta y uno de julio.
Cuatro semanas. Tiempo suficiente, Isabel calculaba, para obtener un nuevo corte de pelo. No, una transformación completa. Asegurarse que deslumbraba a Andres cuando lo viera.
Si lo veía.
Dios, ¿qué le pasaba? No había visto al padre de Pedro en treinta años. Historia pasada. Tenía una completa y maravillosa vida; un negocio próspero, muchos amigos, y un hijo estupendo.
—Pedro me dijo que la casa no es segura. Que tiene riesgo de incendio y que tiene que arreglarlo. Pero a pesar de que, probablemente tenga razón, me está desquiciando tener a un hombre a mí alrededor. Especialmente a él.
— ¿Por qué? —preguntó Isabel, sintiéndose muy protectora con su amiga—. ¿Qué ha hecho? ¿Ha intentado algo?
Paula se sonrojó.
—Oh Dios, no. Por supuesto que no. Es sólo que...
— ¿Qué? Puedes decírmelo —entonces Isabel entraría de nuevo al restaurante y lo mataría.
Lo último para lo que estaba preparada era para que Paula dijera:
—Oh Isabel, simplemente hay algo en él. No sólo es grande, fuerte y maravilloso, es como si hubiera una extraña conexión entre nosotros. Como si se supusiera que estamos...
Isabel intentó pensar en cómo habría respondido normalmente si no conociera a los Alfonso. Probablemente, habría animado a Paula a romper su año de celibato con el tipo.
Afortunadamente, Paula ya se estaba riendo de sí misma.
—Escúchame. Pensaras que tengo quince años otra vez y tengo un enamoramiento con el quarterback del equipo de futbol. Hablando de cómo las estrellas se han alineado para unirnos. ¿Podríamos olvidar que he dicho algo de eso?
Pero la cosa era, que Isabel recordaba el buen aspecto de los chicos Alfonso. Había una razón para los ojos brillantes y la piel enrojecida de Paula. Los hombres Alfonso eran un grupo a tener en cuenta. Cuando era adolescente, Isabel medio se había preguntado si el padre, incluso, podía controlar las estrellas.
—Hey, tu familia ha vivido al lado de los Alfonso durante mucho tiempo. ¿Hay algo que debería saber acerca de ellos? ¿Algún tipo advertencia que deberías darme sobre él?
Isabel negó con la cabeza, pero puso tal fuerza en ello que terminó sintiéndose mareada.
—Bueno, Helena y Jorge son estupendos. Pero ya sabes eso de hablar con ellos por teléfono.
Debería detenerse ahí, cerrar la boca. Pero por algún motivo, no podía.
—Conocía al padre de Pedro, AndreS. Salimos durante un tiempo. Hace mucho.
Viendo el interés en la cara de Paula, Isabel habló para acabar rápidamente.
—Éramos unos niños. Al igual que Jose y la chica con la que fue al cine. No he pensado en él en años. Probablemente, ni siquiera lo reconocería si entrara en el restaurante.
Se dio cuenta, demasiado tarde, que sonaba como si estuviera tratando insistentemente de convencer a Paula de que era algo que no le importaba. Un caso claro de "la que protesta demasiado".
Afortunadamente, Paula estaba demasiado concentrada en sus propios problemas como para prestar mucha atención.
—Supongo que será mejor que entre antes de que los clientes inicien un motín.
Isabel dijo:
—Sí, claro —con voz calmada. Pero cuando volvió a la cocina y recogió el cuchillo, le temblaban las manos.
Este era, generalmente, el momento del día que más le gustaba, cuando la multitudinaria cena estallaba en un caos organizado; pero hoy le era difícil concentrarse, incapaz de impedir que su cerebro volviera hacía atrás, rememorando las circunstancias que la habían llevado hasta allí. A este restaurante en el lago.
Habían pasado diez años desde el día en que había comprado el edificio destartalado en la pequeña calle principal de Blue Mountain Lake. En ese momento, el pueblo no había sido más que, una tienda de comestibles, una oficina de correos, una tienda de licores y una gasolinera.
Últimamente, sin embargo, si salía a echar una carta se sorprendía de cuanto había crecido el pequeño pueblo.
Una bulliciosa cafetería, que frecuentemente tenía música en vivo, ocupaba una antigua casa blanca con la estructura de madera a la vista, en la esquina. El supermercado de Anderson, una tienda de comestibles que había estado allí desde que sus abuelos habían construido su cabaña en el lago, había hecho importantes mejoras en los últimos dos años, llegando tan lejos como para tener frutas y verduras orgánicas durante todo el año, no sólo en julio y agosto para satisfacer a los veraneantes. En la posada habían plantado gran cantidad de flores de brillantes colores a lo largo de la valla que bordeaba la calle.
Únicamente, la tienda de lanas mostraba signos de deterioro. Isabel recordaba aprender a tejer en los cómodos sofás en el centro de la tienda, un verano, cuando Jose todavía era un bebé, principalmente por las manos extra que le ayudaban con el bebé, ya que no tenía ninguna afinidad con los ovillos.
Después de su divorcio, lo único que tenía sentido era dejar la ciudad e instalarse permanente en Blue Mountain Lake.
Su corazón siempre había estado allí, esperando desde septiembre hasta mayo por el quince de junio, para volver de nuevo. Para el momento en que ella y Brian se habían separado, había sido una madre a tiempo completo durante cinco años, pero todo cambió una vez que se quitó su anillo de bodas. No estaba bien dejar que su ex los mantuviera más.
Jose había atravesado su infancia y adolescencia relativamente indemne, en gran parte, creía, porque Blue Mountain Lake era un mundo aparte del ajetreo de la ciudad donde había crecido. Ayudaba mucho que los teléfonos móviles no hubieran llegado al pueblo hasta hace poco.
Debido a los espesos bosques que atravesaban las montañas Adirondack, y a una total falta de voluntad por alquilar las tierras para las torres de telefonía, por parte de los residentes, la recepción de los móviles, había sido poco o nada en la mayor parte del pueblo.
Con los años, cuando los móviles se habían vuelto cada vez más populares, Isabel, a menudo, tenía que contener la risa frente los veraneantes de pie en medio de una canoa en el lago agitando sus teléfonos en el aire tratando desesperadamente de mantenerse en contacto con la acelerada vida de sus hogares.
¿No era ese el objetivo de venir a Blue Mountain Lake?
¿Alejarse de todo lo que necesitaban olvidar?
Eso era lo que había hecho.
Su primer día de regreso en el pueblo había visto el cartel de SE VENDE en la antigua cafetería y una bombilla se le encendió. Cocinar siempre había sido su pasión, la mejor manera de tranquilizar sus nervios al final de un día largo e irritante.
Afortunadamente, vivir a tiempo completo en la cabaña frente al lago, le había permitido usar sus ahorros para alquilar y arreglar la vieja cafetería. Y al final, haber descubierto la manera de cocinar, día tras día, y cobrar por ello, aprender cómo contratar a otros cocineros y camareros y ser un buen jefe, fue la manera perfecta para recuperarse de su divorcio. Para superarlo.
Las largas horas tras la cocina o inclinada sobre su ordenador en la oficina revisando las nóminas la ayudó a disminuir el volumen de las cosas que ella y Brian se habían dicho el uno al otro al final, las horribles acusaciones que él había hecho.
— ¿Alguna vez realmente me amaste, Isabel? —le había preguntado—. ¿Hubo alguna vez suficiente espacio en tu corazón para mí y para él?
La humedad se deslizó entre sus pechos y por su frente. La Gran M se acercaba. Cada vez más a menudo se encontraba enredada entre sábanas sudorosas en medio de la noche. No le importaba en absoluto la idea de no volver a tener un periodo. Esa nunca había sido su mejor semana del mes.
Lo qué le molestaba, era la sensación de que ya no iba a ser una mujer de verdad. Que cuarenta y ocho se convertirían en cincuenta en un abrir y cerrar de ojos y no sería nada más que una vieja mujer reseca. Que sus mejores años, habían quedado muy atrás.
Mientras andaba por la cocina hacia el interior de la dichosamente fresca cámara refrigerada para comprobar las existencias, sabía que no era justo pintar su pasado tan mal.
Cuando era niña, había pasado muchas tardes de lluvia felices en el mostrador de la antigua cafetería, bebiendo batidos y maltas, riéndose tontamente con sus amigas mientras echaban un vistazo a los chicos guapos.
Treinta y cinco años después, el panorama no había cambiado mucho. Cada verano, las chicas a punto de convertirse en mujeres en toda regla, entraban por sus puertas, con jeans cortados y chatitas y se reían tontamente con sus amigas mientras echaban un vistazo a los chicos que habían visto ese día en la playa.
A veces, en sus sueños, todavía se sentía como una de esas chicas. A diferencia de Paula, sus quince años no habían sido malos. De hecho, habían sido todo lo contrario.
A los quince era cuando había conocido... bueno, no tenía sentido ir allí de nuevo.
Caitlyn, un encanto de veintidós años, quien tenía una habilidad especial con las verduras, asomó la cabeza por la puerta.
—Oh, Isabel, estás aquí. Sólo me aseguraba de que la puerta no se hubiese quedado abierta.
Isabel sabía que debía parecer una loca parada en el refrigerador con la mirada perdida. Agarró un par de berenjenas y un puñado de zanahorias de una estantería metálica, los llevó al fregadero y los lavó. Se estaba secando las manos con un paño de cocina de brillantes dibujos cuando Paula volvió a entrar en la cocina con un especial.
— ¿Hay algo malo con la comida? —preguntó Isabel.
—No. Era el de Pedro. Pero se ha ido.
En ese momento, Isabel oyó un fuerte crujido detrás de ella.
Se dio la vuelta, justo a tiempo, para ver la bisagra superior de la puerta trasera de la cocina, finalmente, salirse de la pared, dejando un agujero oxidado en la puerta blanca.
Mientras estaban allí, observando la oscilante puerta ir y venir sin orden sobre el resto de sus bisagras, Isabel no pudo dejar de sentir que eso era un mal presagio.
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