martes, 20 de octubre de 2015
CAPITULO 1 (tercera parte)
Pedro Alfonso deslizó su auto de alquiler en el camino de grava detrás de la vieja cabaña de madera y estaba sacando las llaves del contacto, cuando el barato llavero de metal raspó contra la palma de su mano. Maldijo, cuando este lo mordió en la piel desigual y llena de cicatrices, todavía se sentía demasiado tirante cada vez que flexionaba sus manos o hacia un puño.
Sin embargo, hoy era uno de los días buenos. Durante todo el vuelo y el viaje de dos horas desde el aeropuerto a través de sinuosas carreteras secundarias, había sido capaz de sentir todo lo que tocaba.
Los peores días eran en los que el entumecimiento ganaba.
Días en los que le tomaba toda su fuerza combatir los rugidos de ira, cuando se sentía como un león herido hacinado en una jaula de 1 x 1 en algún zoológico, a la espera de la oportunidad de escapar y correr libre de nuevo.
Para ser el rey de la selva otra vez.
Su mano picó cuando se quitó el cinturón de seguridad y cerró la puerta del lado del conductor. Tenía que salir a donde pudiera ver el agua, respirarla. Calmarse de una puta vez.
Este lago, en el corazón del denso bosque de Adirondack, enderezaría su rumbo.
Tenía que hacerlo.
Había venido de otro lago, de doce años de luchar con incendios forestales en Lake Tahoe, California. Pero no podía quedarse allí otro verano, no podía soportar ver a su hermano y amigos salir a combatir incendio tras incendio mientras él iba a terapia física y trabajaba con los novatos en el salón de clases, enseñándoles sobre los libros y tratando de no notar la forma en la que se quedaban mirándole las gruesas cicatrices que subían y bajaban por sus brazos debido a sus múltiples injertos.
Venir a Blue Mountain Lake había sido idea de su hermano.
—Diana y yo queremos casarnos en Poplar Cove a finales de julio —había dicho Samuel. Habían estado planeando una gran boda para finales de otoño, al final de la temporada de incendios, pero ahora que Diana estaba embarazada, su agenda se había movido varios meses—. Después de todos estos años, especialmente con los abuelos en Florida a tiempo completo, estoy seguro de que la cabaña necesita trabajo. Podría ser un buen proyecto para las próximas semanas. Mejor que pasar el rato por aquí, de todos modos.
Pedro había querido acampar fuera de la sede del Servicio Forestal hasta que accedieran a firmar su enésima ronda de papeles de apelación, los papeles que lo pondrían de nuevo en su equipo de Hotshot de Tahoe Pines. Había estado saltando a través de un aro del Servicio Forestal tras otro durante dos largos años, trabajando como loco para convencerlos de que estaba listo, mental y físicamente, para reincorporarse a sus funciones como Hotshot. Hasta ahora habían dicho que había demasiado riesgo. Pensaban que era muy probable que se bloqueara, que no sólo se haría daño a sí mismo, sino que a un civil también.
Mentira. Estaba listo. Más que listo. Y estaba seguro que esta vez su apelación sería aprobada.
Sin embargo, Samuel tenía razón. Venir a la cabaña de madera con una sierra, un martillo y un pincel, recorrer los senderos alrededor del lago y tomar largos y refrescantes baños, podía hacer algo con la agitación que había estado corriendo por sus venas desde hace dos años.
Las cosas iban a ser diferente aquí. Este verano iba a ser mejor que el anterior, una apuesta segura de que sería un infierno mucho mejor que los dos que había pasado en el hospital.
Este verano, el mono que se había aferrado a su espalda, el monstruo persistente que había estado lenta pero constantemente estrangulando a Pedro, por fin iba a dejarlo solo de una puta vez.
Moviéndose fuera del camino de grava de la entrada, Pedro pasó más allá del césped y a través de la arena hasta llegar a la orilla del agua. Miró hacia el calmado lago, la superficie reflejando las nubes blancas y las verdes montañas que lo rodeaban, esperando la liberación en su pecho, la disolución del puño en sus entrañas.
Una lancha vino a toda velocidad hacia la bahía, creando una estela enorme en la silenciosa orilla, y el agua fría salpicó alto, por encima de los zapatos de Pedro, empapándolo hasta las rodillas.
Mierda.
¿A quién estaba tratando de engañar? No estaba para risas este verano. Estaba allí para pasar más allá del dolor persistente en sus manos y brazos.
Estaba allí para forzarse a sí mismo a la máxima forma física, para demostrar su valía al Servicio Forestal cuando volviera a California después de la boda de Samuel.
Estaba aquí para renovar la vieja cabaña de madera de cien años de edad de sus bisabuelos, para trabajar largas y duras horas en ello y así cuando se durmiese correría más rápido que sus pesadillas, evadiría los terribles recuerdos del día en que había estado a punto de morir en la montaña en Lake Tahoe.
Estaba aquí para estar solo. Completamente solo.
Y no importa lo que tuviese que hacer, iba a encontrar la calma interior, el control que siempre había sido tan fácil y tan innato antes del incendio en Desolation.
Alejándose del agua, miró de nuevo hacia la cabaña. Las palabras Poplar Cove estaban grabadas en uno de los troncos, el nombre que sus bisabuelos le habían dado el campo de Adirondack en el año 1910. Se obligó a buscar sus defectos, todo lo que había que derribar y reconstruir este verano. La pintura se estaba pelando por debajo del porche en el frente, allí donde golpeaban las tormentas.
Algunas de las tejas estaban torcidas.
Pero incluso mientras trataba de ser imparcial, vio la detallada precisión que su bisabuelo había puesto en la cabaña hace cien años: los troncos perfectos sosteniendo las esquinas pesadas de la construcción, los troncos más pequeños y las ramas que enmarcaban el porche casi artísticamente.
Había pasado dieciocho veranos en esta cabaña. Diez semanas cada verano con Samuel y sus amigos, bajo la atenta pero amorosa mirada de sus abuelos. Los únicos que faltaban eran sus padres. En una ocasión le había preguntado a su madre por qué ellos no venían, pero había puesto esa mirada jadeante y de ojos llorosos que él odiaba ver, la misma que tenía generalmente cuando hablaba con su padre acerca de sus largas horas de trabajo, de modo que lo había dejado pasar.
No podía creer que ya hubiesen pasado doce años.
Después de firmar para ser un Hotshot a los dieciocho, los veranos de Pedro habían estado llenos de combatir incendios forestales. Cualquier primero de julio normal de esta última década lo habría vivido en un bosque de la costa oeste, con una mochila de 68 kilos en su espalda, una motosierra en su mano, rodeado de veinte hombres, el equipo de bomberos forestales. Pero el último par de años había sido cualquier cosa menos normal.
Pedro nunca había pensado unir la palabra discapacidad junto a su nombre. Setecientos treinta días después de quedar atrapado en un estallido en el desierto de Desolation y aún no podía.
Sin embargo, a pesar de pertenecer a Tahoe haciendo retroceder las llamas, mientras estaba de pie en la arena, con el aire húmedo haciendo que su camiseta se adhiriera a su pecho, sentía en sus huesos lo mucho que había extrañado Blue Mountain Lake.
Regresó a su auto, recogió su mochila de la camioneta, se la colgó de un hombro y se dirigió por los escalones hacia el porche que se extendía de un lado a otro de la casa.
Cuando era niño y había tenido que pasar tiempo dentro de la casa lo había hecho en este porche, protegido de los insectos y la lluvia, pero abierto a la brisa. Sus abuelos habían servido todas sus comidas en la mesa de formica del porche. No le había importado que sus dientes hubiesen castañeado en las mañanas frías a principios del verano mientras se bebía un tazón de cereal ahí afuera. Él y Samuel habían vivido en camisetas y pantalones cortos, independientemente de los frentes fríos que con frecuencia soplaban dentro.
Uno de los escalones del porche casi se rompe bajo su pie y frunció el ceño cuando se inclinó para inspeccionarlo. La culpa roía sus entrañas mientras reconocía en silencio que sus abuelos podrían haberse hecho daño en estos escalones. Tendría que haber venido aquí, en la temporada baja, debería haber revisado que todo estuviera bien. Pero el fuego siempre había estado primero.
Siempre.
Algo rechinó y le hizo recordar que los huesos de la cabaña eran troncos sólidos. Había escuchado las historias un centenar de veces de cómo su bisabuelo había cortado cada uno de los troncos por sí mismo del denso bosque de pinos a un kilómetro del lago. Sin embargo, el tiempo hacia mella en todos los edificios, no importa cuán bien construidos estuvieran.
Subiendo el resto de los escalones de a dos a la vez, listo ahora para ver qué otros problemas le esperaban en el interior, Pedro tomó el pomo de la puerta de tela metálica.
Pero en lugar de girarla, se detuvo en seco.
¿Qué demonios?
Una mujer estaba bailando delante de un caballete, girando alrededor lo que parecía un pincel, cables blancos colgando de sus orejas mientras cantaba en un tono muy fuera de sintonía. Cada pocos segundos se sumergía en su pintura y daba un golpe fuerte en el lienzo de gran tamaño.
No podía creer lo que estaba viendo. Alguna extraña mujer cantando y pintando en su porche era la última cosa con la que quería tratar hoy.
Sin embargo, no pudo evitar notar lo bonita que era cuando hizo un pequeño trompo antes de arrojar más pintura sobre su caballete y barrer su pincel por encima. Estaba lo suficientemente cerca para ver que no llevaba sujetador debajo de su camiseta roja sin mangas y cuando se secó la piel húmeda en su cuello y la V profunda entre sus pechos con un trapo blanco, su cuerpo respondió de inmediato con un doloroso recordatorio debido al mucho tiempo que había pasado desde que estuvo con una mujer.
Se llenó rápidamente con el resto de la imagen sensual e inesperada. Pelo rizado apilado en la parte superior de su cabeza y sujeto con una especie de pinza de plástico, jeans cortados, piernas bronceadas y brillantes uñas de color naranja en sus pies descalzos.
Le tomó mucho más tiempo de lo que debería encajarse a presión fuera de la bruma de lujuria animal que se estaba envolviendo alrededor de su pene. En otro tiempo, podría haber caminado dentro con una sonrisa y encantado las bragas directamente fuera de ella. Pero no había venido al lago para echar un polvo.
Una mujer no tenía cabida en su verano, no importa lo bien que llenara cada una de las casillas en su lista.
Por alguna razón, la mujer estaba invadiendo.
Y tenía que irse.
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