jueves, 15 de octubre de 2015
CAPITULO 40 (segunda parte)
Con dedos temblorosos, Paula desabrochó los botones de su camisa y dejó caer la empapada tela sobre el azulejado suelo. Luego trató de quitarse los pantalones, pero cuando se quedaron atascados en sus zapatos, se sentó en el suelo y deshizo los nudos.
El agua cálida fluyendo sobre su cabeza, sus hombros, hacia abajo por la espalda, era increíble. Pero no tan increíble como las manos de Pedro sobre su piel cuando la había sujetado en la ducha. El calor en sus ojos la había calentado más rápidamente que el agua y ella había estado a segundos de presionarse contra él y suplicarle que la ayudara a olvidar sus preocupaciones haciéndole el amor.
Quitándose los zapatos y los embarrados calcetines, se sentó en el suelo azulejado solo en ropa interior y rebobinó el momento en que Pedro había entrado corriendo en la construcción que se quemaba en el campamento. No había vacilado ni un segundo, no había estado ni un poco preocupado por su propia seguridad. En cambio, había estado decidido a asegurarse de que ella estaba bien y que no iba a hacer nada estúpido para resultar lastimada.
Era la primera vez que lo había visto en acción. Nunca había visto nada así, ni siquiera en las películas de acción con actores interpretando la parte de los atrevidos bomberos.
Pedro había sido un súper héroe vuelto a la vida, corriendo a través de las llamas, saltando sobre el tejado y rompiéndolo.
Y lo había hecho solamente con la esperanza de salvar a su hermana.
Mientras lo observaba empujarse a través de la puerta principal de la cabaña, su corazón había estado en su garganta. Había luchado con la desesperada necesidad de correr tras él, para de alguna forma detenerlo de sacrificarse a sí mismo por ella.
Su corazón se apretó conforme la inexpugnable verdad la golpeaba: Nunca había dejado de amar a Pedro. Nunca. Y lo amaría por siempre.
Daría lo que fuera por compartir su amor con él y tenerlo de regreso.
Se puso de pie con cuidado, se desabrochó el sujetador, sus senos sintiéndose erectos y sensibles, como lo estaba la V entre sus piernas cuando se quitó las bragas. Sin duda, el alivio físico de hacer el amor con Pedro sería fenomenal.
Pero sólo porque ella quería estar con él.
Pedro era su último vínculo de esperanza. De consuelo. Y de fe.
Más que nada, quería estar desnuda y caliente en sus brazos, fingir durante unos preciosos momentos que todo estaba bien.
Encontrando la pastilla de jabón, se enjabonó el cabello y la piel, dándose cuenta mientras el agua se llevaba la suciedad restante, que era maravilloso estar limpia otra vez. Un simple placer, pero un placer, al fin y al cabo.
Conociendo a Pedro debería cerrar la ducha antes de usar toda el agua caliente, cerró el grifo y se envolvió en una gran toalla marrón. Todo en la Granja estaba sorprendentemente limpio y reconocía que había sido demasiado rápido declarar no habitable la comuna en su conversación con Agustina sin ir a verla primero.
No se extrañaba que su hermana hubiera salido hecha una furia del café.
Entrando en la pequeña habitación, Paula encontró ropa seca sobre la cama. Rápidamente se quitó la toalla y se vistio, luego fue a la habitación principal, donde una variedad de comida estaba colocada sobre la pequeña mesa.
Obviamente, Pedro había metido todo dentro, pero ¿dónde estaba?
Iba camino hacia la puerta principal cuando él la abrió y entró. También con ropa seca, lucía sorprendentemente limpio.
—¿Usaste la ducha de Pablo?
Se pasó una mano por su cabello oscuro y aún húmedo, mirándola de modo desconcertante antes de que un lado de su boca finalmente esbozara una sonrisa.
—La lluvia tiene sus usos.
—¿Te duchaste fuera? —preguntó, tembló sólo de pensarlo.
Cuando él asintió, ella imaginó a Pedro de pie en la lluvia e inmediatamente se calentó. Él extendió las manos y ella estaba tan metida en su fantasía de atraparlo bañándose en la lluvia que le llevó un poco de tiempo darse cuenta que estaba sosteniendo algo cálido y delicioso.
—Pablo acaba de venir con pan recién horneado y lo puse al corriente de todo.
Inmediatamente se puso seria, conforme el horror del día la inundaba de nuevo. Sentándose con fuerza en una de las sillas del comedor junto a la puerta, su miedo por Agustina se instaló en la boca de su estómago como una roca.
—No sé si puedo comer algo.
Ignorándola, — puso el pan con el resto de la comida, tomó un par de platos y cubiertos de una pequeña cocina, y comenzó a partir la comida. Pese a su estado apesadumbrado, su estómago retumbó.
De repente estaba famélica, extendió la mano para recibir una hogaza de pan que Pedro estaba entregándole y sus dedos chocaron. Ella tembló de nuevo ante el contacto de su piel.
Sus cejas se fruncieron con renovada preocupación.
— ¿Frío?
—No —replicó. Justo lo contrario. Pese a todo, estaba ardiendo de deseo—. Sólo hambrienta.
Comieron en silencio por varios minutos hasta que Pedro dijo:
—Me alegra que estés comiendo después de todo. Han sido un par de días muy duros. Necesitas energía.
—Ambos la necesitamos —ella estuvo de acuerdo—. Ir detrás de Agustina ha sido mucho más duro de lo que pensé que sería. Y, honestamente, pensé que iba a ser condenadamente duro.
Él apoyó su vaso y le lanzó una severa mirada.
—Es por eso por lo que esta noche todo lo que haremos será descansar un poco.
Inmediatamente, saliendo a la defensiva, ella dijo:
—No estoy cansada, Pedro y quiero salir de nuevo a buscarla.
Pero todo lo que él hizo fue negar con la cabeza, justo como ella había sabido que haría.
—Lo comprobé con Pablo. Esta tormenta no va a parar hasta mañana. El sol ya se ha puesto y no vamos a hacer progresos con esta lluvia. En todo caso, me temo que te pondrás enferma y, entonces, estaremos realmente en problemas.
Ella se apartó de la mesa, sintiéndose inquieta, odiando saber que estaban atrapados por otra noche.
También poniéndose de pie, Pedro dijo:
—Sé que es temprano, pero quiero que te metas en la cama, Paula.
Sólo había una cama en la pequeña casa.
— ¿Dónde vas a dormir?
Ella contuvo la respiración mientras esperaba su respuesta.
Él sacudió la cabeza hacia la puerta.
—Tengo la tienda instalada en el porche delantero. Estaré justo al otro lado de la puerta si me necesitas.
La parte racional de su cerebro sabía que estaba siendo lógico. Pero la lógica ya no era suficiente.
—Quédate conmigo esta noche, Pedro.
Su expresión le recordó las rocas de granito del río. Estaba intentando protegerla, siempre había intentado protegerla, pero ahora mismo necesitaba que él cediera, incluso si pensaba que ella estaba cometiendo un error.
Acercándose, Paula puso la mano en su brazo.
—No sería capaz de dormir a no ser que me sostengas. Te necesito, Pedro. Por favor.
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