sábado, 3 de octubre de 2015
CAPITULO 41 (primera parte)
Paula se despertó rígida y sudorosa bajo el grueso edredón cuando el sol se posó a través de las cortinas delgadas en su ventana. La cara de Pedro fue la primera imagen que vio.
Tenía fe en su conocimiento del fuego y sus años de experiencia como un HotShot, pero la locura no terminaría hasta que Jenny estuviera entre las rejas, o muerta.
Moviéndose rápidamente, se cepilló el pelo y los dientes, luego se dio cuenta que tenía que ponerse nuevamente sus mismas ropas sucias. Recogiéndolas de la alfombra, las sacudió en la ducha. Su estómago gruñó. Agarrando su llave, se dirigió hacia el vestíbulo.
—Tengo que usar el teléfono.
La muchacha en la recepción se encogió de hombros.
—Lo que sea.
Paula se alejó lo más que pudo de la televisión a todo volumen, tanto como el cable telefónico le permitió. Usando la tarjeta de llamadas de la empresa, marcó el número de información y consiguió el número de la casa de su jefe. Él atendió a la tercera llamada.
—¿Paula? He estado tratando de comunicarme contigo todo el fin de semana. ¿Qué te ha pasado?
¿Por dónde debería empezar? Tantas cosas habían sucedido en tres días.
—La hemos encontrado.
—¿Ella?
—El pirómano.
—¿El pirómano es una mujer?
—Sí.
Por enésima vez, Paula deseó haberlo descubierto antes.
—¿Cómo la encontraste?
Paula se pasó una mano por los ojos.
—No lo hice —admitió—. Ella me encontró a mí —hizo una pausa— trató de matarme desde la distancia y cuando no morí, vino a terminar el trabajo.
Qué extraño sonaba todo cuando lo decía en voz alta. Casi improbable.
Alberto maldijo.
—Deberías haber vuelto a casa. No puedo creer que te permitiera quedarte, ponerte en peligro.
Pero Paula no lo lamentaba en absoluto. Porque si ella se hubiera ido, Pedro y Jose probablemente estarían muertos ahora.
—Estoy yendo a Tahoe. Directo hacia allí. Mantenla en la cárcel hasta que llegue. Y no te metas en problemas.
Paula no podía creer lo que estaba a punto de decirle a su jefe.
—Ella no está en la cárcel, Alberto. Se escapó.
—¡Tienes que estar bromeando! ¿Cómo diablos pasó eso?
Alberto era uno de los hombres más tranquilos que conocía, y un gran jefe, pero obviamente, aún así tenía su punto de ruptura. Y parecía que ella lo había encontrado.
Le resumió las últimas cuarenta y ocho horas en el menor número de palabras posible.
—Ella no se detuvo encendiendo mi habitación del motel en llamas. Desató una explosión que mató a un HotShot. Bombardeó la camioneta de Pedro. Incendió dos casas, entonces me encintó a un árbol y casi me mata con una motosierra. Cuando Pedro me salvó la vida una vez más, ella se escapó.
—¿Pedro?
—El sospechoso inicial —aclaró—. Es cien por ciento inocente.
Ella esperó a que todo lo que había dicho fuera asimilado. El Señor lo sabía, era mucho para manejar por teléfono.
—¿Estás segura de que ya no estás en peligro?
No, ella no estaba segura, pero si le decía la verdad a Alberto, él conduciría hasta Tahoe y la obligaría a meterse en su coche y dejar toda la locura.
—Espero que no —era lo más honesta que podía ser, y agregó— voy a enviarte un correo electrónico con la copia de mi informe tan pronto como pueda.
—No es necesario. Estaré allí en cuatro horas. ¿Dónde te estás quedando?
Ella le dio el nombre y la ubicación del motel, luego colgó el teléfono. La adolescente la estaba mirando con la boca abierta.
—Estabas inventando eso de ser atacada con una motosierra, ¿verdad?
—Desearía que fuera así.
La chica la miró con un nuevo respeto.
—Genial.
Dirigiéndose por la calle principal del pueblo, Paula pasó por alto un restaurante lleno de humo a favor de una tienda de comida rápida. Sentándose en la acera con su ropa andrajosa, forzó un sándwich de pavo a su estómago, luego entró en una tienda y recogió la ropa menos llamativa del estante.
Tiró su ropa en ruinas en un contenedor de basura en la acera y se sintió cien veces mejor cuando llamó un taxi para que la llevara hasta la biblioteca de la ciudad para buscar la dirección de Jenny, entonces llamó al jefe Stevens y le pidió que se encontrara allí con ella y que llevara un conjunto de llaves universales. Él estaba esperando en la acera cuando ella llegó.
—Lo has hecho bien, muchacha. Muy bien. Y te ves mucho mejor. ¿Conseguiste dormir un poco y comer algo?
Ella asintió, pero no dijo nada más. No quería volver a revivir todo de nuevo.
—Tengo que ver sus cosas para mi informe, para asegurarme de que el caso en su contra es sólido —no se atrevía a decir el nombre de la mujer en voz alta. No después de lo que había hecho—. Gracias por ayudarme.
Patricio le palmeó el hombro.
—Es un placer.
Treinta segundos más tarde, tenía la puerta sin trancas y abierta. Nada pareció particularmente extraño cuando entró en el apartamento. Unos platos sucios en el fregadero, una pila de revistas People en la mesa de café, zapatillas de tenis plateadas debajo de una mesa de comedor.
Le resultaba difícil relacionar la normalidad de la vivienda con la loca mujer que había arruinado tantas vidas. Patricio pasó junto a ella por el pasillo y ella lo siguió hasta la habitación de Jenny.
La cama estaba perfectamente hecha, y parecía como si no hubieran dormido en ésta durante algún tiempo. Sin molestarse aún con los cajones de la cómoda, volvió a salir al pasillo y trató de girar el pomo de la puerta de la segunda habitación, pero estaba cerrada.
—Patricio, ¿puedes abrir esto para mí?
Con una herramienta pequeña, segundos más tarde, abrió la puerta. Sus ojos se abrieron con horror mientras miraba hacia la habitación.
—Dios mío —dijo Patricio en voz baja— estaba obsesionada.
Cada centímetro cuadrado de pared y techo estaba cubierto con fotos de bomberos.
—Debe tener cada calendario de bomberos que se haya hecho jamás —dijo Paula, de pie en el umbral de la habitación, disgustada por el espeluznante santuario.
—Yo puedo hacer esto por ti —ofreció Patricio—. Ya has tenido un infierno de fin de semana.
—No te preocupes, he hecho esto cientos de veces —dijo en voz alta como un recordatorio para sí misma de que sabía lo que estaba haciendo. Que ella podía manejar esto.
Se dirigió hacia el cofre en la esquina, con el corazón acelerado mientras lo abría. Ella jadeó y Patricio se movió a su lado.
Ellos miraban fijamente hacia docenas de insignias de bomberos.
—¿Qué demonios es esto? —preguntó Patricio—. ¿Cada chico que consiguió?
Paula comenzó a buscar entre el montón. Y luego encontró la que estaba buscando.
La insignia de Antonio cayó de sus dedos y ella se tambaleó hacia atrás, fuera de la habitación, fuera del apartamento, no pudo dejar de moverse hasta que logró salir a la acera.
Lo extrañaba tanto y deseaba que estuviera vivo para que poder contarle todo lo que había sucedido en los últimos seis meses.
Patriccio la encontró allí, encaramada en el borde de un banco de la parada de autobús, con la cabeza entre las manos. Sostuvo la insignia de Antonio mientras ella levantaba la mirada.
—Él querría que tuvieras esto.
Ella la tomó y cuando cerró sus dedos alrededor de la tela gruesa que llevaba el nombre de su hermano, sintió un rayo de amor dispararse a través suyo.
Y fue entonces cuando lo supo: Antonio habría odiado verla desperdiciar su vida llevando luto por él.
Le habría gustado verla saltar de un tejado, verla correr como un lobo en el bosque.
Le habría dicho que arriesgara todo, que viviera cada día como si fuera el último.
Él hubiera querido que Pedro fuera su amigo. Su hermano.
Y, sobre todo, habría querido que ella arriesgara todo por amor.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario