miércoles, 30 de septiembre de 2015

CAPITULO 34 (primera parte)




Paula giró su cabeza de golpe y miró hacia Pedro.


Él la amaba.


Ella había sido una molestia constante en su costado, un dolor total en el trasero, y mucho más espinosa que un puercoespín.


Pero él la amaba de todos modos.


Él puso un dedo sobre sus labios, luego la besó suavemente.


—Salgamos de esto con vida. Después podemos hablar.


Ninguno de los dos volvió a hablar mientras esperaban a que las llamas se extinguieran. Pasaron quince largos minutos antes que el fuego se apartara de su piscina y se encontraran con la bola de fuego de lo que una vez había sido su casa.


Pedro era tan fuerte, increíblemente estoico mientras observaba su hermosa casa quemarse. Una vez más, ella entendía exactamente por qué era un líder tan fenomenal: No importaba cuán malas se pusieran las cosas, él era un punto único de calma en medio de la tormenta.


Nadaron hacia la orilla de la piscina, Pedro salió primero y, dándole una mano, la levantó en sus brazos.


—Estoy bien —protestó ella— puedo caminar.


—El suelo está demasiado caliente. Las suelas de tus zapatos podrían derretirse en tu piel.


No la dejó en el suelo hasta que estuvieron por lo menos a un centenar de metros de distancia de las llamas, a pesar de que sus propios pies tenían que estar quemándose. Ella no protestó, estaba disfrutando demasiado de la fuerza y la comodidad de su toque. Cuando por fin la soltó, tuvo que trabajar como loca para ignorar los dolores y picores que acompañaron sus pies.


Estaba viva, ninguno de sus huesos estaba roto, y estaba con Pedro. Lo que significaba que no tenía ni una sola cosa para quejarse.


—¿Cuál es el camino más rápido a la casa de Jose a pie?


—El sendero de los ciervos detrás de mi casa.


Paula no dudó.


—Vamos.


—Es un terreno montañoso —le advirtió—. Iremos a un ritmo en el que te sientas cómoda.


—Tú guiarás y yo mantendré el paso.


Treinta minutos más tarde, los muslos de Paula quemaban, sus piernas se sentían como gelatina, y aunque el caliente sol del verano había secado rápidamente su ropa después de la caída inesperada en la piscina de Pedro, estaba empapada de pies a cabeza con sudor. Había pensado que una hora en el gimnasio cuatro días a la semana la mantendría en buena forma. Estaba equivocada.


Incluso aunque estaban trotando por empinadas laderas rocosas, Pedro apenas se cansaba.


Teniendo en cuenta que no llevaba 150 kilos de equipo, este era probablemente el equivalente a un paseo por el parque para él.


Sin ella, él podría haber ido por lo menos dos veces más rápido. Pero sabía que no la dejaría, así que ahorró lo poco que quedaba de su aliento.


Finalmente, el sendero de los ciervos que habían estado siguiendo se conectó con el camino mantenido por el Servicio Forestal. Pedro esperó a que ella lo alcanzara.


—Podemos reducir la velocidad ahora. Ya casi llegamos.


Ella se las arregló para pronunciar las palabras:
—¿Por dónde? —entre jadeos.


Él señaló colina abajo y ella no perdió ni un segundo antes de correr hacia la casa de Jose.


Unos cuantos minutos después, vio el techo. Pedro corrió pasando junto a ella y ya estaba dentro para cuando ella recuperó su aliento. Se secó el sudor de los ojos y dio un paso dentro de la cabaña.


Estaba mucho más ordenada que en su visita anterior. Casi era demasiado inquietante.


Pedro entró en la habitación de Jose, con la preocupación grabada en su rostro.


—¿Dónde diablos está?


—¿Podría haberse ido en un viaje sin decirte? —preguntó Paula, trabajando en enmascarar su propia preocupación.


—De ninguna manera. Me ofrecí a enviarlo a Hawaii pero se negó a irse.


—¿Estás seguro de que no decidió quedarse con alguien hasta que el fuego detuviera su extensión? —El Señor sabía que habría sido la cosa más inteligente de hacer.


Él abrió las puertas del armario, una después de la otra.


—Todas sus cosas están aquí. —Luego la bronceada cara de Pedro se puso blanca mientras se alejaba de un armario independiente—. Él está ahí afuera.


Paula se apresuró a cruzar la habitación, diciendo


—¿Dónde? —incluso aunque temía ya saber la respuesta.


—Su equipo no está.


—Está tratando de apagar el fuego, ¿no es así?


Pedro asintió.


—Es posible que se haya olvidado que se jubiló. Probablemente escuchó que el incendio estaba extendiéndose.


—Y decidió ir a ayudar a pelear contra éste.


Nunca había visto los ojos de Pedro tan sombríos, incluso en el hospital con Robbie. Ella sabía cuán horrible era perder a un padre. No quería que le sucediera.


—Ve a buscarlo —dijo— ve a traerlo de vuelta.


—No puedo dejarte sola. Tienes que venir conmigo.


—Sólo te haré ir más lento. Puedo cuidar de mí misma hasta que regreses. No puedes estar en dos lugares a la vez. Jose necesita tu ayuda más que yo —ella envolvió sus brazos alrededor de él—. Prometo que estaré esperándote cuando ambos regresen.


Poniéndose sobre la punta de los dedos de sus pies, lo besó con todo el amor que sentía, pero que no podía decir en voz alta. Él la besó de regreso, duro y seguro, y luego se fue.


Ella no se permitiría ir a la ventana y ver cómo desaparecía en las colinas. Ese era el tipo de cosa desesperada, que una pegajosa novia o esposa haría. Incluso después de todo, aún no sabía qué hacer. Sí, lo amaba. Pero, ¿el amor era suficiente? ¿El amor la prepararía para la temida llamada telefónica, para las palabras del Servicio Forestal de que Pedro estaba herido, o peor aún, que se había ido para siempre?


Una vez más, se le ocurrió que la cabaña de Jose estaba extrañamente tranquila. La piel de gallina salpicó sus brazos. Hacía calor en la habitación, pero había un frío persistente en el aire.


Salió de la habitación y asomó la cabeza a una segunda habitación, por el pasillo. Dos camas individuales estaban en paredes opuestas, un póster de Top Gun junto a una de las camas, un póster de los Guns N' Roses sobre la otra. No era demasiado difícil averiguar de quién era cuál; Pedro había estado, sin duda, en su lado rudo como adolescente. Ella sonrió. Él nunca habría ido con el sentimiento regimentado de Tom Cruise.


No parecía que la habitación hubiese cambiado mucho en los últimos veinte años. Sin una mujer alrededor como punta de lanza para hacer la limpieza, Jose ciertamente no parecía ser el tipo de hombre que se preocupaba por actualizar su entorno.


Abrió el polvoriento armario debajo de la ventana y estornudó mientras sacaba un montón de papeles y fotos. 


En la parte superior había una foto de Pedro y Dennis saltando de una piedra a un lago en pantalones cortos.


No podía imaginar haber sido adolescente y haberse visto tan guapa. Los años le habían dado a Pedro una accidentada y dura belleza, pero incluso a los diecisiete, podía ver al hombre en que se convertiría.


Se guardó la foto en sus jeans y siguió hojeando el montón de fotos, hasta que una la hizo detenerse y verla dos veces.


Era una foto muy reciente de Pedro intercalado entre dos mujeres. Y Paula casi tuvo la certeza de que una de las mujeres era la novia de Dennis, Jenny.


Paula estudió la foto, deteniéndose en el hecho de que Jenny estaba mirando a Pedro con desnuda adoración, y de pronto, esa persistente sensación que había estado merodeando en sus talones durante todo el día hizo click en su sitio.


—¿Has estado bajo mi nariz todo el tiempo? —se preguntó, su cerebro volando a través de las posibilidades de todo lo que había sucedido.


Su móvil vibró en el bolsillo y estaba tratando de alcanzarlo cuando la puerta del frente crujió abriéndose. Su corazón latió con fuerza bajo su esternón.


Desde el teléfono, oyó al Jefe Stevens diciéndole:
—Antonio salió con alguien llamado Jenny.


Ella susurró:
—Estoy en la cabaña de Jose. Ayuda —luego cerró el teléfono y se lo guardó en el bolsillo, junto con una lapicera que encontró en la cima de una vieja mesa de madera en el pasillo.


Poco a poco, asegurándose de que estaba tan tranquila como posiblemente podría ser, dobló la esquina. Jenny estaba de pie en el centro de la cocina.


—Hola, Jenny —dijo con una voz fácil, incluso mientras el olor a gasolina impregnaba la cabaña.


Paula se tragó la bilis que se levantó en su garganta.


—Es tan bueno verte de nuevo, Paula —dijo Jenny, como si fueran simplemente dos amigas alistándose para salir a comer algo—. ¿Te acuerdas de mí?


Paula forzó una sonrisa.


—Por supuesto. Nos encontramos un par de veces ayer.


—Oh no, te vi antes. Hace seis meses, en realidad.


El corazón de Paula golpeó duro.


—¿Estás segura de eso?


La boca de Jenny se retorció.


—Nunca he estado más segura de nada







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